Es Viernes Santo, así que resulta del todo oportuno recomendar mi título favorito de Richard Wagner: Parsifal. Vamos a por una filmación realizada en el Teatro Schiller en abril de 2015 con Daniel Barenboim poniéndose al frente de los conjuntos de la Staatsoper de Berlín y una propuesta escénica de Dmitri Tcherniakov. La tengo en un Blu-ray del sello BelAir: excelente calidad de sonido, pero sin subtítulos en castellano. Ustedes la pueden encontrar en la plataforma Medici TV. Me ha maravillado la parte musical. La escénica me ha molestado.
Una de las cosas que más daño ha hecho al mundo de la lírica –y sigue haciéndolo, ahora más que nunca– es la profunda memez de quienes utilizan anteojeras ideológicas para valorar los libretos: si estos no se ajustan a los valores morales que ellos piensan que son válidos o –peor aún– que las óperas tienen la obligación de difundir, hay que cambiar la dramaturgia. Vale con que eso pasaba ya en tiempos pasados –lo sufrió el propio Verdi–, pero al menos la idea global, los personajes, sus acciones y sus motivaciones seguían ahí. Ahora no: todo patas arriba para ajustarse a lo que, en el fondo, no es sino darnos lecciones de moralina. Todo lo progre que se quiera, pero moralina. Si a esto sumamos el enorme egocentrismo de numerosos directores de escena, cuando no el deseo por parte de estos de montar el numerito para hacerse famosos con rapidez presumiendo de valentía y compromiso con la modernidad, el desastre está servido.
Es lo que ocurre con este Parsifal que no es el de Richard Wagner, sino el del inefable Dmitri Tcherniakov, un señor que decide poner su enorme talento al servicio de sí mismo para actualizar un libreto que él y muchos otros –no es mi caso– consideraran infumable, pero que es el que es: puro simbolismo decimonónico. Un libreto que, además, se encuentra estrechísimamente imbricado con las notas. Texto y música no se pueden separar en Wagner. El uno y la otra solo encuentran sentido cuando están juntos. Incluso aunque se contradigan, porque ya me dirán ustedes cómo se traga eso de clamar contra el sexo desde una partitura que desprende elevadísimo erotismo –y se recrea indisimuladamente en él– desde la primera hasta la última nota.
Y claro, el regista ruso se arma un monumental lío añadiendo contradicciones sobre contradicciones, con resultados muy desiguales. El primer acto le funciona bien: los caballeros son una especie de secta de desarrapados que se creen herederos de los guardianes del grial –se proyectan numerosas imágenes de la iconografía decimonónica de esta ópera– y en su ritual beben –literalmente– la sangre de Amfortas. Ni rastro de espiritualidad sincera, pero vale. En el segundo acto Tcherniakov decide cachondearse del asunto. Klingsor es un viejo rijoso que vive con sus numerosísimas hijas de corta edad, todas ellas luciendo florecitas en sus vestidos, que juegan con sus muñecas y sus balones. Tratado con comicidad extrema –mientras tanto, la partitura ruge y amenaza: ya me dirán qué respeto a Wagner es ese–, el personajillo reparte caramelos y se peina una y otra vez para ligar con Kundry. Cuando llega Parsifal, este casi parece un pederasta entre tantas niñitas. La maravillosa “aria” Ich sah das Kind es ilustrada con un flackback en el que la celosa madre de Parsifal interrumpe los primeros escarceos sexuales de este (¡claro, la cosa va de represión sexual burguesa!). Cuando llega el beso, los dos personajes salen de escena y se supone que hacen cosas sucias. Parsifal vuelve medio desnudo y Kundry canta la segunda mitad de su escena de seducción en bragas. ¿Qué se supone que le pide ella al final? ¿Qué le termine la faena interrumpida? Será algo así. Finalmente, el protagonista le quita con enorme facilidad la lanza al torpe Klingsor, se la clava en el corazón y su cara queda manchada por unos enormes chorreones de sangre.
En el tercer acto la atmósfera de decadencia se encuentra maravillosamente conseguida. Hay detalles de respeto al texto que se agradecen mucho: toda la secuencia del Viernes Santo está muy bien. Antes, Amfortas ha hecho el ganso sobre el ataúd de su padre. Maravilloso, acongojante, emotivo a más no poder el trabajo psicológico con el personaje de Kundry, al que Anja Kampe responde con una potencia escénica fuera de serie. El final, otro mamarracho que contradice lo que se oye: ella besa con pasión a Amfortas, un irritado Gurnemaz la apuñala, el rey muere, Parsifal sale llevándose el cadáver de la chica y los caballeros se quedan mirando al cielo, completamente alienados, esperando una redención que nunca llegará. ¡Váyase usted a la mierda, señor Tcherniakov!
Barenboim había grabado la obra entre diciembre de 1989 y marzo de 1990. La orquesta fue la Filarmónica de Berlín, con la que unos años antes Karajan había caído –en este mismo título– en la enorme trampa del preciosismo sonoro. El coro era el de la Staatsoper, y aquel encuentro fue precisamente el que terminó llevando al argentino a la Unter den Linden. Los resultados artísticos fueron discutidos. Ángel-Fernando Mayo sentenció en el volumen correspondiente a Wagner de las Guías Scherzo que se mostraba “errático en el tempo y no del todo maduro para esta obra tan singular”. Estoy de acuerdo con lo segundo, no así con lo primero. Por su parte, Pedro González Mira escribió que el maestro porteño profundizaba en lo que Solti había propuesto en su registro con la Filarmónica de Viena: dejarse de misticismo y poner de relieve los aspectos mefistofélicos del drama. Los explicaba así desde las páginas de Ritmo (n.º 627, diciembre 1991):
“Con Solti ya se veía venir; se comenzaba a paganizar la obra. Con Barenboim se produce el definitivo punto de inflexión: ya se mira el mundo desde abajo; ya se plantea el drama desde la tierra protagonizado por hombres (¡y mujeres!) que no sienten gusto en el sufrimiento, sino terror, y que por ello gritan y se quejan. O sea, se acabó el Parsifal "concelebrado" –sublime– y comienza la agonía física, el desarrollo corporal, el dolor sexual…”
De nuevo estoy de acuerdo solo a medias. Yo creo que, en realidad, Solti había llegado más lejos en esa línea: su registro sigue siendo uno de los más formidables que ha conocido esta obra. Barenboim atendió en 1991, sin duda, a la referida vertiente dramática, pero si esta sonaba especialmente marcada es porque el maestro, por aquel entonces, no había desarrollado uno de los aspectos decisivos que son decisivos para esta obra: la sensualidad. Es decir, que Mayo tenía razón al referirse a la relativa inmadurez del artista.
Solo un poco más tarde, en 1992, llegó la filmación de Barenboim en la Staatsoper con la producción escénica de Harry Kupfer. Y a mí me parece que allí las cosas le salieron mejor, por su mayor riqueza conceptual y atención a la espiritualidad que demanda la página. Creo que fue una impresionante recreación, si bien el elenco vocal no alcanzó la altura de los CD editados por Teldec.
En julio de 2005 le escuché las funciones del Teatro de la Maestranza de Sevilla. Ahí me encontré con una lectura magistral y completamente madura que, por una parte, potenciaba hasta el límite la vertiente más escarpada de la página, mientras que por otra derrochaba sensualidad y belleza sonora, así como un espíritu humanístico –antes que propiamente sacro– que revelaba nuevos aspectos de la página.
¿Y esta realización de 2015? Es ya el Barenboim del “estilo tardío”. Esencial, desmaterializado. Increíblemente hermoso en lo sonoro. Se acabaron los grandes conflictos. Se camina hacia la más depurada espiritualidad. Es curioso: siendo su aproximación muy distinta a la de Hans Knappertsbusch, su evolución en este título es parecida. Menor peso de las tensiones armónicas para perseguir en su lugar la fluidez y la ligereza bien entendida. Lo que ocurre es que a Kna –rásguese las vestiduras quien quiera–no le terminó de salir bien: en su “estilo renovado”, que quedó para la posteridad en su grabación oficial para Philips de 1962, el tercer acto perdió mucho con respecto a sus aproximaciones de la década anterior. Barenboim aligera algo los tempi –diez minutos menos que en el registro de Teldec–, plantea una articulación especialmente mórbida, procura texturas menos densas –Debussy se encuentra más cerca que nunca– y evita la monumentalidad opresiva –escenas “de la transformación”–, pero globalmente su lectura no solo no pierde, sino que gana. En poesía, sobre todo. También en belleza. En comprensión psicológica de los personajes. En ternura. En humanismo. Y sí, también en religiosidad: no olviden ustedes que Don Daniel es creyente. En el segundo acto se han escuchado cosas mejores –las muchachas-flor siguen sin motivarle–, pero el tercero creo que marca una de las más altas cumbres en toda la carrera de Barenboim. No exagero. La orquesta, ideal para sus propósitos. El coro está francamente bien.
Los cantantes. Andreas Schager quizá no sea el Parsifal más psicológicamente matizado, pero su voz plateada es maravillosa, su técnica no posee fisuras y canta con enorme entrega. Desde Sandor Konya –con Kubelik– no se escuchaba algo así. No menos magnífica Anja Kampe, que da todas las notas de su absolutamente terrorífica parte sin caer en estridencias en el agudo ni quedarse corta en el grave. Canta con exquisito gusto y, como dije arriba, es una actriz descomunal. ¿Qué más se puede pedir? Puede echarse de menos el terciopelo de las mezzos, pero su Kundry me parece excepcional.
Menos cosas buenas se puede decir del Amfortas de Wofgang Koch, sólido en todo momento pero algo corto –incluso pedestre– en lo expresivo, sobre todo si lo comparamos con un José van Dam –con Karajan y Barenboim–. Tómas Tómasson intenta en vano conferirle vocalmente a Klingsor la autoridad que el señor Tcherniakov le quita en todo momento. Correcto Gurnemanz en la primera de las grabaciones de Barenboim, Mathias Hölle hace aquí un muy buen Titurel.
Queda René Pape. Aunque algo gastado en lo vocal, su Gurnemanz repite y mejora los prodigios que le escuchamos en Sevilla. De profunda humanidad y lleno de bondad, sutilísimo en las inflexiones expresivas, sabe no caer en lo bobalicón y ofrecer autoridad cuando debe. Sortea sin problemas el gran peligro de su personaje, no otro que su larga narración del primer acto, y demuestra ser un muy notable actor hasta en detalles solo visibles en la filmación. Más desganado se muestra cuando tiene que asesinar (¿por celos?) a Kundry, quizá porque le irrita tan monumental patochada. Las cosas que tiene que hacer por complacer a Barenboim, el pobre.
Mi conclusión está clara: si usted quiere disfrutar de Parsifal sin sufrir las limitaciones técnicas de las grabaciones de Knappertsbusch, esta es su opción. Y si ya ama la obra, no se pierda bajo ningún concepto lo que aquí hace Barenboim. No, no vale con que usted conozca alguna de sus grabaciones anteriores. Esto es otra cosa. En fin, coja una buena traducción del libreto, apague el televisor y disfrute.
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