La principal, por no decir única, insuficiencia de Daniel Barenboim en su etapa al frente de la Orquesta de París fue su escasa sintonía con el idioma de la música francesa. Al menos, con lo que habitualmente entendemos con su sonido orquestal: colorido pastel, trazo suavemente difuminado, tendencia a buscar levedad antes que músculo, huida de los contrastes marcados, cierta laxitud en las tensiones y una especial de “elegancia indolente” tan difícil de describir como fácil de reconocer. El de Buenos Aires, siempre enorme artista capaz de decir cosas interesantísimas y de relevar aspectos generalmente desapercibidos, se mostraba por lo general más germánico que propiamente francés.
Pues bien, en este disco dedicado a Maurice Ravel registrado entre abril y mayo de 1981 para DG no solo logró una sintonía plena con el estilo, sino que además alcanzó una inspiración verdaderamente sublime. Y también, todo hay que decirlo, una lentitud en los tempi fuera de lo común: téngase en cuenta que Celibidache por aquel entonces no había ofrecido aún sus mayores osadías.
Todo un atrevimiento es, desde luego, extenderse en el Bolero hasta nada menos que los 17’30’’, una auténtica barbaridad. Ello le pasa factura en algún momento del primer tercio de la obra, en el que quizá no se avanza con la suficiente decisión, como también a la hora de dejar al descubierto algún que otro tirón que podría haber sido más sutil. En cualquier caso, el maestro triunfa gracias a un admirable trazado global de la obra, a un desarrollado sentido de la atmósfera y, sobre todo, al exquisito gusto con que guía a una orquesta excelente, aquí en su salsa, que exhibe el colorido más adecuado y un perfecto estilo, elegante y sensualísimo. Para encontrar una interpretación superior hay que acudir a la grabada por Jean Martinon con la misma orquesta; esta de Barenboim se mueve a la misma altura de las de Celibidache y Karajan, y probablemente se sitúa por encima del resto de la discografía.
Paladeadísima, sensual e impregnada de una gran tristeza la Pavana para una infanta difunta, dicha con elegancia ajena a languideces o amaneramientos; exquisita la trompa de Myron Bloom.
Aunque a la lectura de La Valse no le faltan elegancia ni sensualidad, y a su vez la orquesta aporta –como ya había hecho con Karajan y Martinon– una tímbrica ideal para la obra, Barenboim hace de sí mismo y, dirigiendo con evidente parsimonia para que se escuchen todas y cada unas de las pinceladas sonoras de la partitura -quizá las grandes explosiones podrían ser más claras aún-, apuesta por las brumas, la atmósfera enrarecida y el sentido de lo macabro. La apuesta resulta de extraordinario atractivo, aunque sea cierto que el Buenos Aires no logra inyectar toda la brillantez, la extroversión y el impulso dancístico que la obra también demanda, a la postre nos encontramos ante una de las mejores interpretaciones llevadas al disco.
Llegados hasta aquí, no hay sorpresa en la Suite nº 2 de Daphnis et Chloé: lentitud sin pérdidas de pulso, análisis portentoso del entramado orquestal, desarrolladísimo sentido de la atmósfera y el misterio, trazo adecuadamente curvilíneo, un punto de distanciamiento expresivo y rechazo absoluto del efectismo, sin que por ello la orquesta deje de brillar cuando corresponde. Formidable la flauta de Michel Debost. Una maravilla, en definitiva, que refulge de manera especial en el tratamiento que se ofrece en ciertas plataformas de streaming para la reproducción en Dolby Atmos.
Una cosa más: Barenboim volverá a grabar estas obras, pero en ningún caso, salvo en la sublime Pavana con la Filarmónica de Berlín, repetirá unos resultados tan excelsos. Por eso mismo este disco resulta imprescindible para cualquier melómano interesado en la figura de Ravel.
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