miércoles, 7 de septiembre de 2022

Un acercamiento a Rafael Kubelik

Por si alguien se pregunta qué fue de aquel libro que inicié sobre directores de orquesta, le diré que después de 76 páginas se encuentra paralizado, no sé si de manera definitiva o no. En cualquier caso, no pienso tirar lo trabajado. Aquí va lo que escribí sobre Rafael Kubelik, a ver qué les parece a ustedes.

Forjador durante casi dos décadas de la Sinfónica de la Radio de Baviera (1961-1979), a la que poco a poco fue modelando para solucionar sus insuficiencias hasta convertirla en una de las grandes orquestas de Europa, Rafael Kubelik era un maestro al que resulta más fácil definir por lo que no era que por un rasgo singular. El checo no era opulento, narcisista o rebuscado. Tampoco hinchado, pesado o moroso. Ni nervioso, ligero o trivial. No se puede decir que fuera muy personal, arriesgado o creativo, también hay que decirlo, pero esto tampoco significaba que resultara neutro, menos aún aséptico: la comunicatividad estaba garantizada.

En realidad, la definición de su arte podría realizarse con una sola palabra: naturalidad. Fluidez y lógica serían términos que la complementan. Cuando el melómano escucha una interpretación de Kubelik tiene la sensación de que eso tiene que sonar así, que esa es la forma correcta por encima de otras opciones tal vez reveladoras, pero que no traducirían a sonidos de manera tan directa y respetuosa lo que está escrito en la partitura. Su fraseo, por otro lado, estaba exento de cualquier artificio; alejado tanto de la rigidez como del capricho caprichoso o de los arrebatos pasionales, el maestro concebía las grandes líneas del discurso con un perfecto equilibrio entre arquitectura y expresión, dejando que la música fluyera sin excesivas interferencias, matizando con tanta moderación y sensatez como sensibilidad.

Otra cosa es que a lo largo de su legado fonográfico se apreciase una progresión en la que el ardor y la rusticidad bien entendida de los años cincuenta, cuando grababa para Mercury con la Sinfónica de Chicago –de la que fue titular– y para EMI y Decca tanto en Londres como en Viena, para ir dando paso a aproximaciones más en las que un cálido y transparente vuelo lírico equilibraba y otorgaba poesía a su enfoque interpretativo. Por eso mismo son sus numerosas grabaciones para Deutsche Grammophon en Múnich las que nos presentan al gran Kubelik, si bien son las que realizó al final de su vida para CBS, algunas de ellas ya digitales, las que nos presentan al maestro en la cima de su inspiración.

Por todo lo expuesto arriba, no debe de extrañar que su Mozart haya sido uno de los más grandes escuchados a lo largo del pasado siglo. También uno de los más indiscutibles: es tal el equilibrio que consigue entre agilidad y densidad, entre belleza formal y tensión dramática, entre delectación melódica y sentido de los contrastes, tal su capacidad para atender al mismo tiempo a lo que en la música del genio de Salzburgo hay de amable, galante, melancólico, épico y hasta patético, que sus recreaciones son admiradas tanto por los partidarios de un Mozart más “germánico” como de aquellos acostumbrados a aproximaciones de mayor ligereza o más contrastadas.

El ciclo de sinfonías de Beethoven que registró al frente de nada menos que nueve orquestas distintas fue menospreciado por Deutsche Grammophon durante años. De manera incomprensible, porque se trata de uno de los mejores habidos y por haber. ¡Cómo logra el maestro “bajar del Olimpo” al dios y traerlo al mundo de los humanos sin restarle un ápice de su grandeza, de su pathos y de su carácter visionario! Heroica y Pastoral, dos de las sinfonías más complicadas de interpretar –si no las que más– conocen recreaciones de primerísima magnitud, seguramente las ideales para quien se acerque por primera vez a estos prodigios. El sello Pentatone ha recuperado en SACD la tecnología cuadrafónica original de estas grabaciones –salvando la Tercera, estereofónica– y nos ha devuelto una sonoridad cálida y confortable que nos permite disfrutar como nunca de este Beethoven que sabe ser tanto apolíneo como dionisíaco y hacernos disfrutar a tope sin necesidad de adentrarnos en las brumas filosóficas que nos proponen otros grandísimos maestros.


El Schumann de Kubelik se encuentra revestido de un prestigio extraordinario, tal es la mezcla de sensatez y musicalidad de la propuesta del maestro en los dos ciclos de sinfonías que grabó, el primero con la Filarmónica de Berlín para DG y el segundo con la Radio Bávara para CBS: aquí están esa peculiar agilidad –que no ligereza– schumanniana y esa dualidad espiritual que se traduce en nervio bien entendido, en un fraseo con nervio y en un espíritu anhelante en el que delicadeza y frenesí se yuxtaponen con más sentido de los contrastes que de la coherencia, pero siempre con enorme frescura y comunicatividad. Ahora bien, quienes busquen interpretaciones que mezclen nobleza y densidad, que suenen con músculo, que atiendan al carácter orgánico de la arquitectura y que exploren los aspectos más "góticos" de la música –es decir, mirando en buena medida a Brahms–, deben mirar antes a directores como Furtwängler, Klemperer, Celibidache o Barenboim.

El tan cacareado ciclo Mahler que grabó entre 1967 y 1971 deja que desear, tanto en lo que a la actuación de la Sinfónica de la Radio de Baviera se refiere como en lo que respecta a la labor del maestro, valiente a la hora de enfrentarse a un compositor que todavía no era del todo aceptado –la suya fue la primera integral completada en Europa–, pero lejos de la fuerza y del sentido de los contrastes que hoy han conseguido los grandes mahlerianos: su visión resulta mucho antes lírica que dramática y sus realizaciones suelen adolecer de falta de continuidad y escasa tensión interna. Ni siquiera las tomas de sonido estuvieron a la altura: mucho mejor acudir a las tomas radiofónicas, por lo general posteriores en el tiempo –y por ello con una orquesta en mejor forma– editadas por Audite.

Sí que hizo Kubelik un gran Bruckner, sobresaliente por su fluidez, su lirismo apolíneo, su carácter luminoso y su ligereza bien entendida. Ligereza, que no superficialidad. No encontramos aquí –nos referimos fundamentalmente a la Wagneriana y a la Romántica grabadas ya con sonido digital– grandes masas sonoras luchando la una contra la otra en una polifonía cargada de tensiones armónicas, sino un discurso ágil y de perfecta lógica en su planificación en el que se pasa de la concentración contemplativa a lo encrespado con una naturalidad pasmosa –portentoso dominio de las transiciones–, en el que las melodías están cantadas con un humanismo efusivo pero nada agónico –todo lo contrario de un Celibidache, por ejemplo– y en el que no hay espacio para la pesadez, como tampoco para lo épico o lo terriblemente trágico, sin que semejante postura conduzca a la merma de tensión interna ni de fuerza expresiva.

Qué decir de su Verdi, particularmente de su Rigoletto en La Scala de 1964: sigue siendo el mejor de la historia del disco gracias en gran medida –no podemos olvidar al inolvidable trío formado por Fischer-Dieskau. Scotto y Bergonzi– a la genial dirección del maestro: extrovertida, briosa y llena de fuerza y empuje dramático, pero también de refinamiento y sensualidad, y no exenta de admirable creatividad. Tampoco es precisamente desdeñable su lírico Parsifal wagneriano protagonizado por la hermosa voz de Sandor Konya. Y defendió a Schöenberg en una época en que todavía no era muy querido por el público ni por las discográficas, haciéndolo además con vehemencia y sinceridad, sin rastro de intelectualismo en sus aproximaciones y no desatendiendo la vertiente lírica de este mundo sonoro.


En cualquier caso, Kubelik será siempre recordado como apóstol de la música checa. Sus sinfonías de Dvorák con la Filarmónica de Berlín son un modelo: sanamente rústico en la sonoridad, perfectamente equilibrado entre lirismo y fuerza dramática, siempre inmediato en lo expresivo. Las Danzas eslavas del mismo autor dejan bien claras las señas de identidad del maestro, ideales para esta música: fluidez, naturalidad, elegancia ajena a amaneramientos y una dosis muy considerable de frescura, desparpajo y entusiasmo. También de gran valía su Janácek, si bien la obra eternamente asociada a su trayectoria es Mi patria de Smetana, de la que nos dejó nada menos que cinco documentos sonoros oficiales más algún otro de circulación restringida. De todos ellos el más redondo nos parece el que corresponde a un concierto de 1984 con su orquesta editado en doble CD por Orfeo y en DVD por Euroarts. Cierto es que la orquesta de la Radio Bávara no es comparable a la de Boston de su ya magnífico registro de 1974: las trompetas resultan estridentes en el primer número. También que se aprecia cierta falta de tensión en los pasajes fugados de “Por los bosques y prados”. Pero globalmente nos encontramos ante una extraordinaria interpretación, eminentemente lírica y evocadora, en la que la cantabilidad, la sensualidad tímbrica y la poesía más efusiva se ponen por delante de los aspectos más dramáticos de la obra. ¿Significa esto que en los dos últimos números se puede pedir más garra? Pues sí, pero a cambio nuestro artista evita todo triunfalismo mal entendido, al tiempo que ofrece una enorme grandeza espiritual. Y El Moldava, una página en la que nunca brilló –hay que escuchar a Karajan con las Filarmónicas de Berlín y Viena en los años ochenta–, fue el mejor de cuantos hizo para el disco.

3 comentarios:

Sergio dijo...

Me encanta. Enhorabuena.

Antonio Pérez Villena dijo...

Uno de mis directores de cabecera. Me alegra ver que no iba yo mal encaminado jeje.

Diego Carrere Prieto dijo...

Es muy notable su vocación docente, Fernando... ¡¡lo que uno aprende al leerlo!!
Tengo un puñado de cosas de Kubelik: su serie de sinfonías de Dvorak, a las que volveré para cotejar mejor sus observaciones; y además una quinta de Bruchner, la fantática de Berlioz, y unas 3# y 4# de Brahms.
Ese libro que usted señala improbale, sería genial; de todos modos no es menor poder leerlo periodicamente en su blog.
Saludos!
Diego Carrere Prieto.

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