Todavía circula por ahí la creencia de que el Teatro Villamarta, reabierto en noviembre de 1996, ha ofrecido a lo largo de todos estos años una programación lírica de gran calidad. La errónea percepción parte en gran medida de lo muy mediatizadas que han estado las críticas en los medios oficiales. “Pues en las páginas de Ritmo han dicho siempre que era estupenda”, le escuché una vez decir a un buen melómano. Cierto. Las críticas las firmaba el hoy difunto José Luis de la Rosa, que cantaba en el coro en la gran mayoría de las producciones líricas –han leído bien, escribía desde dentro– y cuya esposa fue contratada por Francisco López como regidora de las mismas; actualmente la señora sigue ejerciendo semejante responsabilidad, dicho sea de paso. Los críticos “díscolos”, es decir, los que poníamos las cosas unas veces bien y otras mal, fuimos progresivamente apartados con mayor o menor presión por parte de la dirección del teatro, al mismo tiempo que se colocaba en los medios oficiales locales a auténticos ignorantes en materia musical –Nicolás Montoya en Diario de Jerez– que solo buscaban la recompensa de subir alguna que otra vez al escenario en determinados papelitos. En cuanto a otros críticos que sí son más conocedores, la sintonía musical con el citado López –que vivan el belcantismo más casposo, la lírica española y cosas así– y su buena relación personal con el regista cordobés hicieron el resto.
La realidad es que el teatro jerezano ha ofrecido óperas y zarzuelas a un nivel digno para lo que es, un centro lírico de una ciudad de 200.000 habitantes, y que por ende funciona con medios limitados. Ya está. Orquestas por lo general muy discretas, batutas gruesas –a veces contratadas mucho antes por amistad que por talento, caso de Carlos Aragón–, cantantes españoles más o menos apañados y producciones de presupuesto limitado que se intercambiaban con otros teatros españoles del mismo orden. Más un coro, el del propio Villamarta, con graves insuficiencias derivadas del hecho de que nunca se ha querido semiprofesionalizarlo, es decir, pagar a sus miembros ni un solo euro. Que trabajen por amor al arte, que ya hastante favor les hacemos por materializar su ilusión de salir a cantar.
A veces las cosas funcionaban y a veces no. Ha habido muy bonitas noches de ópera, hay otras que han sido aburridas y las hemos tenido insufribles. Por cuestiones presupuestarias, como también de espacio físico, hay repertorios que no se han podido ni tocar. Y llegó un momento, pasados los primeros y más felices años, en los que Francisco López decidió poner la programación lírica del teatro al servicio de sus propios intereses en su faceta de director de escena: bajo la excusa de que se ahorraba dinero, comenzó a encargarse a sí mismo la mayor parte de las producciones, las cuales luego girarían por otros teatros de España en intercambios con propuestas que, no por casualidad, corrían a cargo de personas directamente vinculadas a las direcciones de los respectivos coliseos. Un acuerdo del que todas esas personas salían beneficiadas: entre todos acordamos repartirnos el pastel, monopolizamos las producciones líricas de los teatros de provincia, cubrimos nuestras aspiraciones como directores de escenas y nos garantizamos los unos a los otros, que a nivel local aparentamos ser generosos con nuestra tierra, cobrar los respectivos emolumentos cuando salgamos de gira.
¿Han cambiado las cosas en los últimos años? Para nada: hay producciones mejores y producciones peores, siempre dentro de un mediano nivel en absoluto equiparable a los grandes centros líricos. Decir que Villamarta es mejor que Maestranza, como hacen algunos, es una monumental falacia que oculta intereses siniestros. Por descontado, Francisco López sigue siendo responsable de como mínimo una producción lírica al año –próxima parada, Diálogos de Carmelitas–, además de alguna cosa de danza española o de crossover. Esto es lo que hay. Y nos dicen que nos conformemos.
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