Ayer jueves 17 de febrero tuvo lugar el arranque de la vigésimo quinta edición del Festival de Jerez, dedicado al flamenco y a la danza española, con un larguísimo –dos horas cincuenta minutos, más aplausos– y soberbio espectáculo dedicado a la figura del mítico Antonio el Bailarín. Hay que felicitar a la dirección del Teatro Villamarta por haber llegado hasta aquí, por haber prestigiado de manera muy considerable la propuesta y por haber materializado este nuevo encuentro en medio de unas circunstancias –económicas y sanitarias– extremadamente difíciles. Pero también hay que denunciar cosas que no son de recibo.
Llegamos al teatro y no aparecía el programa de mano por ningún lado. Ni en formato físico, ni en código QR. La mesa del Ballet Nacional de España solo ofrecía artículos promocionales, lo mismo que hacía la del Festival; en esta última un cartel rezaba que el programa se vendía por 1 euro, pero allí nada había. De pronto descubrí dónde estaba: un folio pegado en la pared de acceso a cada una de las dos escaleras. ¿Se puede ser más cutre? Quiero pensar que esto no estaba planeado así desde el principio, sino que los programas “de verdad” no llegaron a tiempo. En cualquier caso, queda muy en evidencia la deficiente logística del departamento de comunicación del teatro. También su falta de profesionalidad: como ultimísimo recurso, se podía haber repartido una simple fotocopia para evitar que el público se confundiera de la manera en que, como explicaré más abajo, lo hizo al finalizar la primera parte del espectáculo.
Pero aún hay que decir algo más sobre el programa. Ni una sola mención a los cantaores ni a los “tocaores” que actuaban en directo en el segundo de los números. Más grave aún: aunque sí se mencionaba a Manuel Coves en la dirección musical –solo en la segunda parte, aunque también estaba en la coreografía sobre el Padre Soler–, la hojilla de marras no mencionaba el nombre de la orquesta que tocaba en el foso. ¿Se puede ser más irrespetuoso con las señoras y los señores que allí hacían sonar las partituras de Soler, Albéniz, Sasarate y Ernesto Halffter?
El asunto es todavía más grave. Hasta ayer mismo, la página web oficial del Festival nombraba a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla en el apartado musical. Obviamente la ROSS nunca estuvo prevista en Jerez, porque esa misma noche estaba haciendo en el Maestranza El gato montés: probablemente se trataba de un “corta y pega” del programa de mano que llevaba la música enlatada. Pero orquesta sí que había en Jerez. Su nombre, agárrense, solo aparecía en la página para comprar las entradas: Orquesta Bética Filarmónica de Sevilla. Tuve que acercarme al foso y preguntar para cerciorarme: efectivamente, eran los músicos de la formación que habitualmente dirige Michael Thomas. Pero en la sala no había manera de leer su nombre por ningún lado. ¿Puede semejante omisión consentirse en teatro? Por supuesto que no. Menos aún en la noche inaugural de un festival que con justicia posee proyección internacional. Bastaba con coger el micrófono y decirle al respetable el nombre de la formación sinfónica, como también de la violinista en Sarasate y de la solista vocal en Halffter. Menos mal que el maestro las hizo salir a saludar al final. Hoy viernes la página oficial del Festival aparece corregida e incluye los nombres de la Bética Filarmónica y de Maribel Ortega, pero les aseguro a ustedes que hasta ayer, nada de nada. ¡Qué bochorno!
Aún nos queda alguna vuelta de tuerca. La primera parte duró nada menos que 70 minutos. Cerró con palmas entusiasmadísimas por parte del respetable. Las luces se encendieron y muchos, al no haber leído el programa de mano –el folio pegado en la pared– pensaron que el espectáculo había terminado. Doy fe de ello, porque unos cuantos se lo preguntaban a mi alrededor. A algunos pude advertirles. A otros no: al volver del intermedio me encontré, solo en mi entorno, ocho butacas vacías. Efectivamente, hubo quienes se marcharon del teatro pensando que la velada había llegado a su fin.
¿Rematamos la faena? Ni ambigú ni nada parecido. Eran las diez de la noche, y quien quisiera un refresco tenía que salir al bar de al lado, donde había bebidas… pero nada para picar. Y terminamos allí a las once y media. ¡Menuda imagen ante el público visitante! Porque el foráneo ya sabe lo que hay. Y se conforma.
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