martes, 28 de julio de 2020

Zimerman y los móviles: chantaje intolerable


Entré en el Carlos V el pasado domingo 26 de julio recibiendo una severa advertencia de las acomodadoras: “terminantemente prohibido hacer fotografías, en caso de ver un móvil el señor Zimerman no dará el concierto”. Que luego en la prensa se haya dejado constancia de que no se pudieron hacer fotos oficiales de la clausura del Festival de Granada demuestra que no ha sido una mera precaución de Antonio Moral ante los arranques de quien hace ya muchos años, no recuerdo en qué lugar de nuestra geografía, dejó de tocar para ir a quitarle la cámara al fotógrafo: es que el pianista polaco venía en plan divo. Porque una cosa es realizar la justa demanda de que no se tomen imágenes durante el concierto –semejante práctica molesta a los artistas y al público– y otra muy distinta andarse con amenazas.

Miren ustedes, señor Zimerman, señor Pogorelich, señor Barenboim: por muy grandes que sean, no tienen ningún derecho a montar el numerito ni a hacer chantajes. Tienen un contrato por delante. Cobran por trabajar. Y los trabajos con frecuencia vienen con inconvenientes sobreañadidos con los que todos, ustedes y el común de los mortales, tenemos que apechugar. A mí no me hace ninguna gracia que mis alumnos me graben o me tomen fotografías en clase. Los profesores estamos hartos de sufrir semejante conducta. Pero en el caso de pillar a un alumno in fraganti, lo más que podemos hacer es ponerle un apercibimiento por escrito. No podemos quitarle el móvil. No se nos permite expulsarle de clase. ¡Ni mucho menos podemos nosotros abandonar el aula! Tenemos que aguantar y seguir adelante, nos duela o no.

¿Que las imágenes y los audios robados pueden tener muy mal uso y perjudicar seriamente a quien se le han tomado? Por supuesto. Pero lo mismo a un profesor –cualquier audio es susceptible de ser sacado de contexto para ponerte en un serio compromiso– que a un señor músico que no quiere, qué sé yo, que le escuchen dar notas falsas, o que alguien sepa de cómo aborda determinada partitura antes de que esté "lo suficientemente madura".

Lo que diferencia a un divo de cualquier otro artista es que el primero no es consciente de que es, además de artista, trabajador. No es un genio que desciende del cielo para entregarnos su arte a quienes no nos merecemos sino postrarnos ante él. Su carrera se basa en el público. Sin nosotros, los que les admiramos, compramos sus discos y vamos a sus conciertos, no serían nada. Hay una relación de reciprocidad. Igual que el autoritario Barenboim hace muy mal por no ofrecer la propina prevista cuando ve que hay alguien con un móvil –incluso cuando el resto del público se rompe las manos aplaudiendo–, los señores Pogorelich y Zimerman no tienen derecho a chantajear a la dirección de ningún festival, ni a estresar al público teniéndonos pendientes de un hilo. Es una falta de respeto. Como también lo es dirigir a una orquesta sin tener ni pajolera idea de cómo hacerlo, ¿verdad, señor Zimerman? Pero de eso escribiré en otro momento.

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