Lo cierto es que sería esta una formidable definición si no fuera porque el enfoque es muchísimo más radical de lo que él afirma. A mi entender, poco hay de los dos compositores citados en primer lugar: nada de luz, de sensualidad, de hedonismo bien entendido, de esa atmósfera embriagadora que bebe del impresionismo pero que, al mismo tiempo, resulta inconfundiblemente mediterránea… Una cosa es evitar el tópico y otra muy distinta querer borrar de un plumazo un elemento esencial en el universo falliano. Y sí que hay mucho, muchísimo de Stravinsky. Demasiado. Personalmente me encanta que se subrayen las conexiones con el autor de La historia del soldado, pero Heras se excede en su planteamiento, entre otras cosas porque –hoy lo sabemos bien– el autor ruso no tiene por qué ser seco, incisivo y descarnado ante todo. Sí lo son este Sombrero y este Amor brujo. Para lo bueno y para lo menos bueno. Si hoy se tiende a enriquecer la mirada sobre Petrushka y Le Sacre con una dosis considerable de sensualidad, de misterio y de brumas impresionistas perfectamente fusionadas con los aspectos más “modernos” de esos dos ballets, no sé por qué hay que dejar las dos obras de Don Manuel reducidas a un esqueleto. Por descontado, ni rastro de ese particular “duende” de lo español, de esa gracia y de ese salero que esta música también necesita. Aspereza e incisividad se ponen por delante de cualquier otro planteamiento sonoro o expresivo.
Párrafo aparte merece la cuestión puramente técnica de estas interpretaciones. Heras-Casado se lo ha trabajado muy a fondo, haciendo gala de una técnica descomunal y de una perfecta compenetración con su orquesta. El sentido del ritmo es portentoso. La lucidez a la hora de colorear los timbres llega a asombrar. Y la claridad es extrema. Se escuchan aquí muchas, muchísimas cosas nuevas. Incluso podríamos decir que se trata de un redescubrimiento en toda regla. El problema es que cosas que habitualmente sí se oyen, aquí pasan desapercibidas, en buena medida porque en su empeño en resultar renovador pierde de vista elementos fundamentales; al optar por una cuerda poco nutrida y limitada en vibraciones, los metales y la percusión terminan imponiéndose hasta desdibujar el equilibrio de planos, algo que queda demasiado en evidencia en la Danza de la molinera.
Tampoco el trazo horizontal es perfecto: si bien hay mucho aquí de electricidad y de fuerza rítmica, también encontramos marcialidad e incluso precipitaciones. La mismísima introducción resulta ya desafortunada, aunque lo peor es la Jota conclusiva, en la que no se pueden poner como excusa ni planteamientos expresivos ni presuntas fidelidades a la letra: aquí lo que hay es nerviosismo y numerito de cara a la galería. Por no hablar de muchos detalles inexplicables aquí y allá. Por ejemplo, ¿por qué demonios se deshincha el corno inglés al final de su introducción de la Farruca?
En fin, no tengo nada claro a dónde hemos llegado con todo esto. Si de lo que se trataba era de ofrecer una mirada “históricamente informada”, ahí está la excepcional versión de El sombrero a cargo de Ernest Ansermet, un señor que algo sabía de la voluntad de Don Manuel porque fue él quién estrenó el ballet. El suizo sí que supo fusionar lo francés, lo straviskiano y lo español, como también lo hicieron un maestro oriental, otro de Buenos Aires y, por encima de todos, uno que era de Burgos. El de Granada resulta en exceso unilateral, aunque no tengo la menor duda de que su disco, este que hoy mismo acaba de aparecer en el mercado, hay que conocerlo.
Se me olvidaba decir algo de las voces. Carmen Romeu está bien, y Marina Heredia es una cantaora estupenda, aunque yo siempre echaré de menos en El amor brujo a una señora de un pueblo de aquí al lado. De Chipiona, para concretar.
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