jueves, 27 de diciembre de 2018

Un War Requiem que recordaré mientras viva

El pasado jueves estuve en el Maestranza escuchando un concierto de abono de la Sinfónica de Sevilla dirigido por John Axelrod titulado “Pasión por Pushkin”. No me lo pasé bien: aunque el programa era precioso las interpretaciones, haciendo la salvedad del “Kuda, kuda” del Onegin tocado a la flauta por Vicent Morelló y del Vals de las flores, no lograron emocionarme. Culpa mía, tal vez.
 
Al día siguiente escuché en el Villamarta al Giardino Armonico, en plantilla de solo seis instrumentistas, un programa que bajo el título “Si suona a Napoli” encubría todo un recital de Giovanni Antonini en su faceta de flautista. Las interpretaciones me parecieron estupendas, pero la verdad es que la música de Falconiero, Marchitelli, Fiorenza y compañía no es precisamente lo que más me interesa. Yo lo que quería era escuchar el War Requiem de Britten que la Nacional de España estaba ofreciendo en esos momentos en el Auditorio Nacional bajo la batuta de Juanjo Mena. Terminó el concierto y me saqué un billete de tren para acudir a la capital de España a la mañana siguiente, más entradas para las dos funciones restantes, las del sábado por la tarde y la matutina del domingo. Primera fila en la una, junto a la orquesta de cámara y los dos solistas masculinos, y primer piso en la otra, para apreciar correctamente el equilibrio de planos y poder ver bien tanto al coro como a la soprano que debe situarse junto a este.


Mereció la pena, sin duda, porque se trató de un memorable War Requiem. Aunque no de un gran concierto, porque la Sinfonía incompleta (que no inacabada: las pruebas al respecto me convencen por completo) de Franz Schubert me pareció pobremente interpretada. O más bien no interpretada en absoluto, porque Juanjo Mena se limitó a hacer sonar a la Orquesta Nacional de España lo mejor posible. Y ya lo creo que lo consiguió, porque a despecho de un par de resbalones de las trompas en la función del sábado, a los que creo que no hay que darles la menor importancia, la orquesta sonó con tersura en la cuerda, redondez en los metales y excelente empaste. Mucho mejor, por cierto, que la ROSS en el antes citado concierto del jueves. Pero interpretar, lo que se dice interpretar, el maestro vasco no lo hizo en Schubert: el primer movimiento resultó más bien lineal, pese a algunos buenos clímax dramáticos, mientras que el segundo cayó en la más indiferente y aburrida asepsia. Es verdad que el pulso fue bueno y no se apreciaron languideces, pero eso no basta para hacer justicia a semejante obra maestra.

El Britten fue harina de otro costal. Aquí Mena no solo hizo un formidable trabajo técnico con la orquesta y el coro a su disposición, sino que también se implicó expresivamente en la música. Yo diría que más que lo hizo el gran Andris Nelsons en la interpretación que le escuché hace un par de veranos en los Proms, aunque también es verdad que a lo largo de la lectura madrileño se apreciaron desigualdades en este sentido. El comienzo de la obra lo dice menos sin misterio, sin ese carácter amenazante que necesita; cuando llega al “Kyrie” alcanza, por el contrario, una enorme concentración. En el “Dies Irae” hace sonar a la orquesta y el coro al límite de sus posibilidades. El Recordare podría haber mayores dosis de emotividad, que es justo lo que el maestro consigue en un “Lacrimosa” realmente soberbio, memorable, tanto por su labor como por la de los otros artistas a los que luego nos referiremos. La fuga del “Quam olim Abrahae” la traza de manera irreprochable. Más adelante hay que destacar la fuerza del coro en el “Sanctus” y la buena matización de las dinámicas en “Qui tollis”, aunque sin lugar a duda cuando la batuta alcanzó su mayor inspiración fue en el “Libera me”, a mi juicio una de las mejores y más escalofriantes música escritas a lo largo del siglo XX: aquí el de Vitoria se lanzó en plancha en lo expresivo y ofreció una interpretación negra y descarnada, por completo a tumba abierta, pero también llena de intensidad lírica en el increíble “Let us sleep now”, que fue desgranado con la más perfecta planificación de tensiones y concluyó con toda la concentración necesaria hasta dejarnos con el corazón en un puño. El sábado Mena logró mantener al público en silencio durante casi un minuto. El domingo alguien aplaudió antes de los conveniente.

No fue Mena el único que empuñó la batuta. Sabiamente, y aunque no siempre se hace así, supo ceder la dirección de la orquesta de cámara, situada en el flanco derecho del escenario, a su colega José Ramón Encinar. ¡Nada menos! Y este estuvo formidable, yo diría que todavía mejor que él, más intenso y más implicado, al frente de un equipo de instrumentistas de altísimo nivel. ¿Son de la propia orquesta? El programa de mano no aclara nada al respecto. Todos estuvieron estupendos, aunque a mí me gustaría hacer especial mención del contrabajo de Antonio García.

Ian Bostridge ya ofreció interpretaciones excepcionales en los registros de Noseda y Pappano que comenté en mi discografía comparada. Tras las dos sesiones madrileñas, corroboro que es el tenor que más me gusta en esta obra. Por las cualidades de una voz –ciertamente blanquecina, muy british– extensa en la tesitura, homogénea y que corre estupendamente por la sala. Por una dicción verdaderamente prístina, aunque a algunos les pueda parecer un punto redicha. Por la enorme atención a las características expresivas de cada una de las frases, diríase que de las sílabas, de la partitura de Britten sobre los poemas de Wilfred Owen, como es propio en un cantante muy curtido en el terreno del lied. Pero, sobre todo, me gusta por enorme compromiso con la música y el texto: lejos de recrearse en narcisismos canoros, el tenor británico demuestra una enorme sinceridad al hablar del dolor, de rabia y de desesperación, al acusar a banderas y patrias, al recorrer los túneles más profundos para encontrarse con el enemigo que mató… De escalofrío.

La presencia de Mathias Goerne fue otro enorme lujo. Dejando a un lado las características no siempre gratas de la emisión de una voz que ya no está en su mejor momento, dejó bien clara su categoría aunque en una línea muy distinta a la de su compañero: hay menor atención al detalles expresivos, pero también mayor frescura y espontaneidad. También mucha calidez en su expresión, lo que no le impide mostrarse desafiante a más no poder al hablar del “gran cañón descollando hacia el Cielo, presto a maldecir”. Ricarda Merbeth triunfó con una voz poderosa, capaz de sobreponerse a las tremendas masas orquestales desplegadas por Britten desde el lugar, junto al coro, que éste le reserva; y supo resultar dramática y suplicante sin caer en las truculencias de otras sopranos. Eso sí, en la función del sábado se mostró destempladas en las notas más agudas de su parte, no así el domingo.

El Coro Nacional de España, dirigido por Miguel Ángel García Cañamero, tuvo una de las mejores intervenciones que le recuerdo. A destacar el mágico, sobrecogedor arranque del Sactus –genial aquí la inspiración del compositor británico– en el que las voces individuales de cada uno de los miembros se van superponiendo. Muy bien asimismo la Escolanía del Real Monasterio del Escorial.

No voy a ocultar que el primer día, aquel en el que estuve junto a los cantantes y pude implicarme al cien por cien en los textos, me conmocioné en lo más hondo de mi alma, como pocas veces lo he hecho en un concierto. El segundo, ya tomando distancias físicas y espirituales, me emocioné de otra manera y disfruté más de los aspectos puramente musicales de la interpretación. Y también de la belleza de la música, que la tiene. No olvidaré estas jornadas mientras viva.

1 comentario:

Jotaeme dijo...

Si señor. Yo estuve en el concierto del viernes y me pareció magnífico.
Creo recordar que en la orquesta de cámara eran todos de la ONE.

Un saludo.

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