lunes, 14 de mayo de 2018

Lupu en Barcelona: sublime y trascendido

Aproveché el final de la Feria de Jerez y los precios irrisorios de Ryanair para escaparme a Lérida y Barcelona. El objetivo era ante todo formativo –arquitectura en torno a 1200 en la primera de las ciudades, pintura gótica en la segunda–, pero ello no me impidió disfrutar de un par de conciertos en el Palau de la Música, protagonizados respectivamente por Radu Lupu y Vladimir Ashkenazy.


El mítico pianista rumano ofrecía un hermosísimo monográfico Schubert: los Moment Musicaux, op. 94, D. 780, la Sonata La menor, nº 14, D. 784 y la Sonata nº 20 en La mayor, D. 959. Nada menos. Unos días antes había ofrecido el mismo programa en Madrid, recibiendo una crítica increíblemente elogiosa por parte de Luis Gago (leer). ¿Había para tanto, es decir, para calificar el acontecimiento poco menos que de histórico e irrepetible? Pues resulta que sí, señoras y señores. Aquello fue sublime. Creo que yo tampoco olvidaré el recital mientras viva. Sin embargo, debo aclarar una importante circunstancia: Lupu ofreció versiones discutibles en cuanto a concepto, y por ende en absoluto redondas o referenciales. Porque las suyas fueron realizaciones muy “de anciano”, quiero decir, de intérprete genial en el último tramo de su carrera, algo que el buen melómano sabe perfectamente lo que significa: esencialidad, renuncia a lo superfluo, tendencia a la desmaterialización y lirismo trascendido, pero también una mayor o menor escasez de garra, de carácter escarpado y de tensión dramática. Basta con recordar al último Giulini, al último Celibidache y al último Arrau para entender de qué estamos hablando.

Pues ese mismo fue el sendero que Radu Lupu recorrió en este recital. Y lo hizo no solo sin los problemas de dedos que echaron por tierra su Concierto para piano de Schumann con Barenboim hace unos años en el Real –en Barcelona solo noté serias insuficiencias en el primer movimiento de la D. 784–, sino luciendo una técnica prodigiosa: sonido de increíble belleza –carnoso, con cuerpo–, pulsación de infinitos matices, extremas sutilezas en la gama dinámica, legato para derretirse, enorme concentración, plena atención al peso expresivo de los silencios, sentido orgánico del fraseo –cada nota surge de la anterior con perfecta lógica–, capacidad para organizar frases amplias con la más prodigiosa cantabilidad... Y todo ello al servicio de una poesía elevadísima a la que, como he señalado antes, le faltaron esa tensión extrema, esa rebeldía y ese situarse “al borde del abismo” que han conseguido en este repertorio pianistas como Richter o Barenboim –el Barenboim más reciente, no el de antes–, pero que supo trascender la mera belleza sonora para entregarnos toda la confesión personal, hondamente sentida, que albergan los geniales pentagramas schubertianos.

Repasé sus grabaciones de estas obras en Decca antes de acudir a Barcelona. Los Moment Musicaux ya conocieron una interpretación sublime en 1981 y esta no lo fue menos. Como entonces, los números 2 y 6 volaron por lo más alto. ¡Y qué manera de llenar de matices el celebérrimo nº 3 sin rozar el amaneramiento! La Sonata nº 14 de 1971 resultaba más angulosa y contrastada, pero en modo alguno respiraba la poesía y la sinceridad de ahora. La Sonata nº 20 de 1975 era ya muy notable por su manera de alcanzar un equilibrio entre elegancia y claroscuros dramáticos, pero de nuevo esta la supera con creces en lo que a sensualidad, nobleza y humanismo se refiere. Los movimientos lentos de ambas sonatas –aunque no solo ellos– se cuentan entre lo más memorable que yo jamás haya escuchado en directo en cualquier repertorio.

De propina, un Impromptu D. 899, nº 3 por completo transfigurado que hizo exclamar a alguien del público, inevitablemente, aquello de “qué bonito”. Cuando tenga tiempo les hablo de Ashkenazy.

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