Para la próxima temporada de la Sinfónica de Sevilla, de la que ahora es director plenipotenciario, John Axelrod ha programado las cuatro sinfonías y los cuatro conciertos de Johannes Brahms. Y esto me ha llevado a escuchar un doble disco ("Brahms Beloved") del sello Telarc con las sinfonías
Primera y
Tercera del compositor hamburgués, más algunos bellísimos lieder de Clara Schumann interpretados por Wolfgang Holzmair y la enorme Felicity Lott. El registro se realizó en vivo –toma sonora mejorable– en 2014 y cuenta con la participación de la Sinfónica de Milán, de la que el maestro tejano sigue siendo principal director invitado. Hay otro doble con el resto de las sinfonías: a tenor de lo aquí escuchado, creo que lo voy a dejar para más adelante.
Nada más arrancar la
interpretación de la
Primera sinfonía las cejas se arquean sin remedio. ¿Qué está pasando aquí? La
desgarrada introducción brahmsiana suena flácida, blanda, incluso un punto
amanerada. Cuando llega el Allegro parece que las cosas se van a arreglar, pero
muy pronto Axelrod termina de poner las cartas sobre la mesa. Es el suyo un
Brahms que pretende ser otoñal y atmosférico, antes reflexivo y contemplativo
que dramático, lo que en principio es un planteamiento por completo plausible; y
es un Brahms fraseado con apreciable delectación melódica y enorme flexibilidad,
lo que tampoco es ningún disparate. El problema es que estas cosas hay que saber
hacerlas, y en su momento las hicieron músicos de enorme talento. Fundamentalmente
Celibidache, a mi entender el modelo seguido –antes que el de su maestro
Bernstein– por el director norteamericano. Pero éste no es Celi, ni Furtwaengler, ni
Giulini, por citar tres opciones en línea semejante. Cuando Axelrod relaja el
tempo las tensiones se quiebran y la arquitectura se viene abajo; cuando
pretende bucear en el goticismo de la escritura, las brumas devienen en
amaneramiento; y cuando busca sensualidad y lirismo, termina resultando de una
irritante blandura.
En el Andante sostenuto quedan claras las virtudes de la
aproximación de Axelrod, que las tiene: una enorme cantabilidad a la hora de
desgranar las bellísimas melodías y, esto es lo más difícil de conseguir, un
sonido netamente brahmsiano por parte de una orquesta que, no siendo de primera
fila, rinde estupendamente bajo su batuta. Por desgracia, a la postre las
insuficiencias antes citadas se terminan imponiendo en esta lectura antes
romanticoide que romántica, aunque en modo alguno de la manera
en que lo hacen en un tercer movimiento por completo fallido: aunque
venturosamente la batuta no aligera la sonoridad, sí que ablanda de manera
considerable las texturas y relaja las tensiones, con resultados irritantes. En
el cuarto las desigualdades se vuelven a hacer patentes, y si a eso añadimos
unas trompetas hinchadas hacia el final, se
comprenderá que la audición deje mal sabor de boca.
La
Tercera recibe una
interpretación algo menos insatisfactoria, pero a la postre irregular. El épico arranque suena sin la fuerza
y la garra que debería, pero el resto del movimiento se encuentra bien trazado, y
está dicho con sensatez y musicalidad dentro de una línea ciertamente
antes lírica que dramática. En el segundo Axelrod despliega una
plasticidad sonora de apreciable sensualidad y, haciendo gala de un fraseo tan
flexible como atento al peso de los silencios, logra recrear la página con esa
atmósfera misteriosa que necesita, aunque sin terminar de atender al profundo
amargor de la misma. En el sublime Poco Allegretto no convence: el
maestro quiere parecer ensoñado y evocador, pero el resultado es extremadamente
blando, dulce y amanerado. Las cosas mejoran mucho en el cuatro, paladeado sin
prisas y con apreciable aliento poético, hasta llegar a una coda más bien
gangosa que termina volviéndonos a dejar con un mal sabor en los labios.
Lo siento: no me gusta este Brahms. Mis preferencias ya saben
por dónde van.
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