En la Quinta de nuevo impactan la robustez y la belleza del sonido, como también la capacidad para generar texturas densas y opresivas, así como la claridad del entramado orquestal, pero aquí Karajan cae en lo ampuloso y pesante, e incluso en algún momento del primer movimiento tiene alguna frase demasiado “amable”. A medio camino, pues.
Tras un comienzo estático y sin duda fascinante, Karajan ofrece una visión en exceso romántica de la Sexta sinfonía: necesita una mayor angulosidad en el trazo –no del todo virtuosístico, quizá– y una mayor incisividad sonora, así como un carácter más abstracto. Eso sí, al final el gran mago del sonido termina convenciendo por su sentido del color, amplitud melódica y comunicatividad.
Es la Séptima sinfonía la que recibe una lectura más satisfactoria de las cuatro: interpretación de un solo trazo, decidida, que acumula las tensiones de manera sutil pero implacable y despliega sonoridades tan poderosas como bellas –increíbles las “ondas” de la cuerda– sin caer en narcisismos sonoros ni en el espectáculo vacío, sino haciendo gala de la más absoluta sinceridad.
De altísimo nivel, asimismo, El cisne de Tuonela, interpretación de fascinante belleza, poética y evocadora antes que amarga o desolada, pero que no se queda en modo alguno en lo estático, sino que también ofrece una apreciable dosis de intensidad doliente. Aunque termina siendo Tapiola la obra con la que más sintoniza Karajan, aquella en la que más está dispuesto a acentuar tensiones, a marcar asperezas y a desplegar garra dramática sin recrearse en la belleza sonora, sino dejándose llevar por la fuerza expresiva.
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