Funciona de manera bastante más convincente la Decimoquinta sinfonía del ruso. Han pasado nada menos que treinta y seis años desde su notable grabación con la Filarmónica de Londres –probablemente su primer acercamiento a la obra, ya que el ciclo sinfónico de Shostakovich fue una imposición de Decca–, pero lo cierto es que Haitink no ha variado su visión de misma: sobria, rigurosa y de perfecto equilibrio entre lo onírico, lo sarcástico y lo ominoso, sin cargar las tintas en ninguno de estos aspectos (¡imposible no recordar el sarcasmo expresionista de Rozhdestvensky!). Con Haitink, como siempre, el análisis distanciado se impone frente a la vehemencia.
Los resultados, en cualquier caso, ahora son mejores que entonces, en parte porque el maestro ralentiza relativamente los tempi –un minuto más cada uno de los movimientos extremos– y, con ello, genera mejor la atmósfera ominosa que requiere la obra, y en parte porque en esta partitura antes camerística que sinfónica los primeros atriles desempeñan un papel fundamental, y los de la Filarmónica de Berlín poca competencia encuentran en virtuosismo y expresión. Bueno, consigo mismos: la grabación en vivo de la Berliner Philharmoniker con Kurt Sanderling de 1999 es mejor aún que esta (y que cualquier otra, con excepción de la del propio Sanderling en Cleveland).
En defintiva, interpretación no de referencia pero sí de mucha altura la de Haitink en Berlín, siempre que se esté de acuerdo con esta visión “desde el más allá” por completo alejada de la visceralidad expresionista. Por lo demás, produce escalofríos ver al maestro con ochenta y seis años a sus espaldas, y siendo consciente de quién le espera a la vuelta de la esquina, dirigir los últimos compases de la obra, significando estos lo que significan. Quizá por ello el público de la Philharmonie le aplaudiese con especial calor.
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