Pero al final me lo pasé bien, porque las trompetas de Vicente Alcaide y Rafael Ramírez empastaron entre ellas sin problemas y los dos artistas mostraron suficiente desenvoltura técnica y buen olfato musical. Junto con el órgano de Alberto de las Heras, que en varias ocasiones se quedó solo para recordarnos lo increíble que es la música de J. S. Bach, ofrecieron un programa integrado por páginas de Oezel, Jacchini, Telemann, Haendel, Loeillet y Vivaldi, más una irrupción de Ennio Morricone a través de un inoportuno teléfono móvil. Todas las interpretaron de manera esforzada, sensata y honesta con resultados en general plausibles. Insisto en que un servidor disfrutó del evento.
Cierto es que podrían poner algunos reparos más o menos importantes y realizar algunas puntualizaciones, pero no me apetece hacerlo y sí agradecer la oportunidad de escuchar buena música en directo, interpretada con sensibilidad en un lugar tan hermoso, aunque fuera sin la espléndida iluminación que el interior había lucido durante la misa de difuntos que obligó a empezar el concierto con más de media hora de retraso. El público -hubo unos cuantos que se fueron, mosqueados por la tardanza- alcanzó la cifra de unas setenta u ochenta personas, lo que no está nada mal dadas las circunstancias. Se aplaudió con ganas: a los quince segundos estaba todo el mundo de pie. Había muchos chavales, quizá alumnos del conservatorio de Úbeda en el que imparte clases uno de los artistas. Sea cierta o no la sospecha, buenísima noticia: sin ellos, olvídense de que haya música en el futuro.
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