Junto a Flórez tenemos a un competente Pietro Spagnoli como Fígaro, no muy ágil en la coloratura ni atento al matiz pero buen cantante y estupendo actor. El problema es que ya no hay nada más. O casi nada. Hace aguas la producción escénica de Sagi. Es sin duda muy original y posee muchos detalles de gran regista, y desde luego se ve beneficiada por el vestuario de Renata Schusseheim, pero el conjunto resulta pretencioso, incluso pedante, por no hablar de la insoportable acumulación de figurantes y bailarines en movimiento perpetuo y del muy confuso final del acto primero. En fin, Sagi mandaba entonces en el Real y se encargó a sí mismo esta producción porque le dio la gana. ¿Alguien se atrevió a decir algo? ¿Se atreve alguien a decírselo a otros “dobles directores” que hacen lo mismo?
Animada, risueña, clara y ágil la dirección de Gelmetti, quien acierta a capturar el estilo bullicioso propio de Rossini sin detenerse mucho a matizar en lo expresivo e incurriendo en errores de bulto: el aria de Berta -una digna Susana Cordón que merecía mejor acompañamiento- resulta pimpante. Por desgracia, la Sinfónica de Madrid no posee ni la agilidad ni la musicalidad necesarias para hacer justicia a la partitura. En conjunto, y pese a los aciertos parciales de un Gelmetti a quien se le da muy bien tocar la guitarra en la cavatina de Almaviva, un foso mediocre. Y así no se puede hacer Rossini, con voces o sin ellas.
El instrumento de María Mayo, con sus desigualdades, sigue teniendo interés. La artista no, al menos en este repertorio: está cursi y fuera de estilo, sobresaliendo únicamente en el aria de soprano que se recupera para la ocasión, ese “Ah se e ver che in tal momento” que nada tiene que ver con Rosina pero que ofrece posibilidades de lucimiento a la de Fitero. La peluca debió de diseñársela su peor enemigo, dicho sea de paso. Ruggero Raimondi se las sabe todas para hacer el Don Basilio, y en la filmación es todo un placer recrearse en su histrionismo facial, pero la voz ya está hecha polvo y se ve obligado a recurrir a toda clase de trucos.
Claro que lo realmente horroroso es lo de Bruno Praticò, un cantante de voz gastada y mala técnica que, limitado por su orondo físico, desarrolla en lo escénico una comicidad grotesca que no se daría por buena ni en una comedieta de Esteso y Pajares o de Paco Martinez Soria. Mientras este tipo era filmado por los equipos de Decca, en el segundo reparto Carlos Chausson volvía a demostrar que seguía siendo, en la conjunción de canto y escena, uno de los mejores Don Bartolos de la historia. Como parece improbable que el sobrino de Sagi-Barba estuviera sordo, todo apunta a que nos encontramos ante un caso de amiguismo que pone en entredicho la profesionalidad del asturiano como gestor. ¿Saben una cosa? Me alegré mucho cuando lo sustituyeron por Antonio Moral.
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