La verdad es que la velada no empezó demasiado bien. Recreando la suite del Rosenkavalier, el rostro de Ashkenazy desprendía un entusiasmo que se transmitió claramente al resultado sonoro, pero para hacer justicia a esta música maravillosa hace falta algo más que vitalidad, brillantez y seguridad en el trazo: esa particularísima magia sonora, mezcla de refinamiento, delectación y decadentismo en su punto justo no hizo su aparición por ningún lado, en parte porque la batuta se mostró un tanto gruesa y en parte porque la orquesta australiana deja que desear tanto en su sonoridad global como en los diferentes solistas. Tampoco el humor del que hizo gala el maestro, de una tosquedad más propia de Ochs que de Richard Strauss, parecía el más apropiado.
Las cosas cambiaron con la aparición de una Hélène Grimaud que recreó el Concierto en Sol de Ravel con menos nerviosismo que en su interpretación del pasado enero junto a la Filarmónica de Berlín (enlace), conservando la misma elegancia, sensualidad y vuelo lírico: el segundo movimiento, paladeado con lentitud, concentración y belleza fuera de lo común, fue el propio de una grandísima pianista. Vladimir Ashkenazy, bastante más centrado que Tugan Sokhiev, recreó la partitura con fino olfato para el colorido, aunque quizá eludió en exceso el componente jazzístico de la partitura para centrarse en los elementos más tópicamente ravelianos. La orquesta se quedó corta, particularmente la sección de metales y esa trompeta solista de tan decisiva participación en esta admirable partitura.
En cualquier caso lo mejor estaba por llegar en la segunda parte. En ella hizo su aparición el mejor Ashkenazy posible, el director de soberbia técnica, perfecto estilo y elevadísima inspiración, el de sus fenomenales recreaciones de los años ochenta de la música sinfónica de Rachmaninov y Sibelius, ofreciendo en estos Proms una no genial –faltaba quizá ese último punto agónico que sabe conseguir Barenboim- pero sí magnífica lectura de un hueso duro de roer, nada menos que la Sinfonía nº 3, Poema Divino, de Alexander Scriabin, un autor con el que ya consiguió hace años portentosos resultados en su música para piano. Adoptando tempi mas bien rápidos, Ashkenazy ofreció a los prommers una interpretación de un solo trazo, tensa y sin puntos muertos, muy sincera y emocionante, desde luego en una línea muy distinta a la que siguió Salonen días atrás con El poema del éxtasis (enlace): si el finlandés acentuó los aspectos más “intelectuales” de Scriabin, el ruso potenció la carga voluptuosa, mórbida y digamos “romántica” de la partitura con un fraseo particularmente efusivo, un colorido de tanta riqueza como sensualidad y un tratamiento de los volúmenes y planos sonoros de plasticidad insuperable. Hasta logró que la cuerda sonara compacta y se compenetró con los metales para que estuvieran a la altura de las circunstancias, trompeta incluida. Los aplausos del público que abarrotaba el Royal Albert Hall fueron intensos, así que el maestro y su orquesta ofrecieron una bellísimamente fraseada recreación de Chanson de Matin de Elgar.
2 comentarios:
Soy un seguidor continuado de Ashkenazy. Se agradece esta crítica y la valoración.
De nada, para eso estamos :-)
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