Esta entrada es un poco especial. Unas alumnas de Segundo de Bachillerato me han pedido que les haga una lista con las obras de arte más importantes que pueden ver en Londres este verano, y he pensado que en lugar de mandarles un correo con los nombres, podría extenderme un poquito más y escribir esta entrada para compartir con todos ustedes algunas impresiones sobre una de mis ciudades favoritas.
Para organizarme un poco, voy a imaginar que quien lee estas líneas acude a ese ritual maravilloso de acudir a los Proms: ya saben, los conciertos veraniegos en el Royal Albert Hall. Tendrá que hacer una larga cola para conseguir entrada de esas que se venden en el día, baratas y de pie, pero antes de eso podrá hacer varias cosas en esa zona de la ciudad. Por ejemplo, ir a los Almacenes Harrods y caerse de espalda ante el derroche de lujo y lo elevado de los precios; la zona de la alimentación es particularmente bella. Por allí cerca, en dirección al Royal Albert Hall, hay varios museos maravillosos. Todo el mundo va al de Ciencias Naturales a ver los dinosaurios, además de la hermosísima arquitectura neogótica del edificio, pero yo me quedo con el que está al lado, el Victoria & Albert, galerías y galerías dedicadas a las artes suntuarias de todas las épocas y todos los lugares del mundo. Cada zona es un museo en sí mismo que requiere varias horas de visita. Una locura, vamos: yo he ido muchas veces y aún no lo conozco bien. Mis favoritas son las salas de mobiliario inglés, que me chifla, y las de artes suntuarias del románico y el gótico, además de las tres salas de cafetería diseñadas por William Morris y el equipo de Arts and Crafts. Solo por tomar un café allí ya merece la pena la visita; la entrada, gratuita.
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Una obra de La Roldana en el Victoria & Albert |
Al norte del Albert Hall se encuentra Hyde Park. Hay que ir cuando haga buen tiempo y saludar a las ardillas. Lo ideal es ir a la Orangerie del Palacio de Kensington y tomar el té: sale muy caro, pero el ritual de las bandejitas que te van sirviendo con sandwiches y dulces resulta inolvidable.
Pasamos al "centro" de la ciudad, que no es tal sino la zona de Westminster, distinta a la Londinium romana que veremos luego. Quizá sea la Abadía de Westminster el monumento más emblemático de la ciudad: visitarla es prioridad, por su arquitectura gótica y por las tumbas de personajes (muy) célebres que allí yacen. Al lado se encuentran las Casas del Parlamento. Ya saben, las del Big Ben. A contrario de lo que muchos piensan, son visitables, pero solo en determinadas fechas y pidiendo cita. Busquen en internet y prueben a ver si hay suerte: el interior deslumbra.
En la gran calle Whitehall que comunica Westminster con Trafalgar Square hay un edificio barroco maravilloso que se llama Banqueting House. Entren y deléitense con el gran techo pintado por Rubens, por favor. De paso, piensen que justo en su interior le cortaron la cabeza a Carlos II durante la Revolución de Cromwell. De la residencia del Primer Ministro, que está enfrente, olvídense: está todo aislado y no se ve ni desde lejos.
En Trafalgar Square hay que reparar en la estatua de Nelson, el almirante que nos venció aquí en Trafalgar, y deambular entre las palomas. En la iglesia de St. Martin-in-the-Fields, tan significativa para cualquier melómano, uno puede disfrutar de un elegantísimo interior y bajar a la cripta a tomar algo sobre las lápidas: habida cuenta de los disparatados precios londinenses, es una de las maneras más económicas de llenar el estómago.
Más barato es ver la National Gallery que está al lado: entrada gratuita. Hay que empezar por la parte nueva, la que está a la izquierda, y caerse de espaldas con la colección de pintura de los siglos XV y XVI. Los esposos Arnolfini de Jan van Eyck es mi obra favorita. ¡Cómo no! De camino a la parte antigua del museo se encontrará usted con La Virgen de las rocas de Leonardo: el ejemplar del Louvre me gusta más, pero se encuentra tan mal conservado, situado e iluminado que este de Londres se disfruta mejor. El resto del museo no es particularmente grande si lo comparamos con otros de la misma ciudad, pero la media de calidad es altísima. Yo me quedo con la sala de pintura española que se encuentra al fondo del todo. Hay cosas increíbles de Murillo y, sobre todo, de Velázquez, entre ellas su absolutamente genial Venus del espejo. Tampoco es mala idea echar un vistazo a las salas de pintura impresionista. Las cafeterías son caras, pero quién se resiste ante una carrot cake londinense...
Subiendo por Charing Cross se llega a la zona conocida como West End. Hay que callejear, ver los carteles que anuncian los musicales, acercarse a los cines de Leicester Square y agobiarse con el jaleo de Picadilly Circus. Siguiendo hacia el norte se llega a la larguísima y no menos ruidosa Oxford Street, la "calle de las tiendas".
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El Friso de las Panateneas, del Partenón, en el Museo Británico |
Siguiendo esa vía hacia el este se llega a una zona muchísímo más tranquila, y maravillosa: Bloomsbury, el barrio de los escritores. Por allí se encuentra el British Museum. Gratuito, enorme, masificado. Yo me iría directamente a la puerta de la izquierda de las tres que tiene su espectacular patio interior para ver las antigüedades griegas, en especial los mármoles del Partenón de Fidias y su equipo, no sin antes echar un vistazo a la Piedra de Rosetta. Y mucho ojo, que por allí mismo andan casi escondidos los relieves asirios, entre ellas la celebérrima Leona herida. En la planta alta hay muchas maravillas, pero el turismo se agolpa en las salas de las momias egipcias.
El turista está obligado a dar una vuelta por Covent Garden, la antigua "plaza de abastos" hoy reconvertida en lugar de ocio. Al melómano no hace falta recordarle que tiene que presentarle sus respetos a la Royal Opera que allí se encuentra.
Seguimos hacia el este y llegamos a la otra parte de la ciudad: Londres propiamente dicha. Hay que recorrer Fleet Street y buscar la entrada secreta que nos lleva hacia la Temple Church, la iglesia de los templarios, que se puso fugazmente de moda por el bodrio ese del Código Da Vinci: una joyita del arte medieval donde menos nadie se lo espera. Más adelante se alza la mole imponente de la Catedral de St. Paul. No es mi monumento favorito de la ciudad, pero hay que pagar y entrar para dejarse impresionar por sus dimensiones: solo la Basílica del Vaticano la supera en tamaño.
Toda esta zona hay que recorrerla sin muchas prisas, saborearla sentándose a tomar café o te, ir viendo cómo poco a poco aparecen los grandes edificios de la City, esto es, el sector de negocios de Londres, y reparar en la paradoja de que aquí estuvieron el Londinium romano y la ciudad medieval. No queda casi nada de ellas: el gran incendio de 1666 y los bombardeos nazis no tuvieron piedad. Ideal es ir a picar algo en un pub para ver a los hombres de negocio en pleno almuerzo: se aprende sobre la vida londinense.
La visita termina, cruzando la City y llegando hasta el río, con la emblemática Torre de Londres. Aquí ha que pagar bastante, creo recordar. Háganme caso: tras acceder al interior, si encuentran una cola demasiado larga para ver las Joyas de la Corona, olvídense de ellas y disfruten del resto del conjunto, que necesita mucho tiempo para ser recorrido. Interesa particularmente de la zona central, que es la torre propiamente dicha. Los morbosos se irán flechazos a lo de la decapitación de Ana Bolena y todo eso, pero yo me quedo con la arquitectura medieval. Y hay que sacarle una foto al Tower Bridge, claro está, que se alza allí mismo sobre el Támesis.
Se me olvidaba advertir que merece muchísimo la pena tomar un barco hacia Greenwich: el paseo es una verdadera preciosidad, y lo que luego allí se ve es muy atractivo. Y una cosa más: desde hace unos meses, antes de entrar en Inglaterra hay que comprar por internet una especie de permiso de acceso. ¡Cosas del Brexit!
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