Les juro a ustedes que no recordaba haber escrito este texto. Pero sí, lo hice. Fue para un coleccionable de la editorial Altaya. Lo rescato por si a alguien le interesa.
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Este Murciélago registrado en Múnich en 1987 por las certeras cámaras de ese excepcional realizador que es Brian Large puede considerarse como una de las más memorables veladas operísticas jamás filmadas, pero también –y sobre todo– como uno de los más eficaces antidepresivos en el mercado. Claro que la felicidad que transpira por los cuatro costados, su alegría desbordante –no exenta de sarcasmo– y sus saludables ganas de vivir se deben ante todo no a la excelsitud de la interpretación, sino a la inigualable inspiración que mostró en su escritura Johann Strauss II.
Lo que más sorprende es que el compositor de piezas tan inolvidables como El Danubio Azul o el Vals del Emperador era un recién llegado al género de la opereta. Hasta entonces sólo había compuesto dos, Indigo (1871) y El Carnaval de Roma (1873), que alcanzaron cierto éxito en taquilla pero que no habían sido especialmente bien recibidas por la crítica. Cuando emprende la elaboración de El Murciélago no parece que fuera consciente de este título iba a convertir al autor de celebrados valses, polcas o cuadrillas en un nombre propio en el mundo de la lírica con títulos tan fundamentales como Una noche en Venecia (1883), El barón gitano (1885) o Sangre vienesa (1889), sentando las bases de una nueva forma de opereta propiamente centroeuropea que iba a rivalizar con las altamente exitosas de Jacques Offenbach que habían ido llegando a la Viena de Francisco José desde la Francia del Segundo Imperio… y cuyos derechos de autor tan gravosos resultaban para los empresarios austriacos.
No deja de resultar paradójico que en un principio el libreto estuviera pensado precisamente para el autor de Los Cuentos de Hoffmann, pues no en vano Henri Meilhac y Ludovic Halévy, que se basaron en su propia pieza teatral Le Réveillon y que poco después escribirían nada menos que el texto de la Carmen de Bizet, eran habituales colaboradores de Offenbach. En todo caso, aquél había rechazado la propuesta, así que el director del Theater an der Wien, Max Steiner, tras hacer que el texto fuera traducido y adaptado por Richard Genée y Karl Haffner, se lo entregó a Strauss, y este encontró en él un excelente material para escribir la música. Tras seis meses de trabajo, el estreno tuvo lugar el 5 de abril de 1874 en medio de circunstancias no muy propicias: la crisis económica que sacudía el Imperio Austrohúngaro y el compromiso del teatro con otra compañía hicieron que Der Fledermaus solo alcanzara diecisiete representaciones, aunque por fortuna en Berlín alcanzaría inmediatamente después un resonante triunfo.
No es de extrañar que este título siga hoy siendo el más celebrado del género, toda vez que Strauss aglutinó en él todos los ingredientes que garantizaban el éxito. Así por ejemplo, melodías pegadizas marca de la casa (como el celebérrimo vals del segundo acto, track 22); o el irresistible y variado sentido del ritmo (repárese en el dúo del reloj, track 16); o la posibilidad de lucir las posibilidades vocales de los cantantes (caso del couplet de Adele tras su llegada a la cárcel, track 26); o la incorporación de aromas húngaros por entonces muy de moda (en las csárdás que se marca Rosalinde, track 17); o la imaginativa y tímbricamente refinada orquestación; o sencillamente la gran variedad formal entres los diferentes números que conforman la opereta. Todo ello envuelto en un marco nuevo, el género escénico. El hasta entonces compositor de las piezas de baile de mayor éxito había llegado a este por consejo de su primera esposa, la mezzo Jetty Treffz, y en él podría demostrar mejor que nunca que su formidable preparación musical (primero escuchando los ensayos de la orquesta de su padre, después dirigiendo a la suya propia, finalmente realizando exitosas giras por toda Europa) le iba a permitir ofrecer dar una nueva vuelta de tuerca a su propia obra.
Dicho otra manera, lo que hizo Johann Strauss hijo fue adelantarse a lo que a partir de los años cuarenta del siglo siguiente directores como Clemens Kraus, Josef Krips o Willi Boskovsky harían con sus valses y polcas en los celebérrimos conciertos de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena: despojarlas de su carácter danzable y popular para convertirlas en piezas sinfónicas susceptibles, al perder la hasta entonces indispensable rigidez en los tempi, de ser abordadas con mayor flexibilidad por parte de la batuta, y por ende de aportar renovados puntos de vista.
Es precisamente uno de los nombres de oro de los citados conciertos del uno de enero (y eso que sólo lo presidió en dos ocasiones: 1989 y 1992) quien se encargó de dirigir esta formidable función de la Ópera de Baviera. De hecho, puede decirse que Carlos Kleiber (1930-2004) ha sido el director que mejores logros ha ofrecido al abordar la música de la dinastía Strauss en toda la era de la fonografía. Y es que ese músico desconcertante, personalísimo y a ratos genial que fue el hijo del mítico Erich Kleiber sintonizó al cien por cien con esa manera inconfundiblemente vienesa de concebir la alegría y la elegancia, poniendo su descomunal técnica de batuta (¡qué impagables planos del maestro nos ofrece Brian Large!) al servicio de unas interpretaciones llenas de chispa, de colorido, de brío y también de ese nervio electrizante –nunca descontrolado– que caracterizan, junto con sus inconfundibles y elegantísimos rubatos, su labor como director de orquesta. La excepcional lectura que en este Murciélago ofrece de la Polca bajo truenos y relámpagos intercalada –como suele ser frecuente– en el segundo acto (track 21) bastaría para justificar lo que estamos afirmando.
Espléndido es el elenco congregado, tanto en el plano musical como en el aquí decisivo terreno teatral; no en balde la opereta no presenta recitativos cantados, sino diálogos. Poco importa que el célebre barítono austriaco Eberhard Wächter, que contaba ya cincuenta y ocho años, no esté precisamente en su mejor forma vocal, porque entiende el rol de Von Eisenstein a la perfección. Pamela Coburn se hizo justamente famosa con su Rosalinde en esta producción, mientras que Janet Perry –una de las voces preferidas del último Karajan– ofreció una Adele deslumbrante en lo vocal y deliciosa en lo interpretativo sin caer cursilerías. Por no hablar de la curiosidad de encontrarnos con esa excepcional liederista que es Brigitte Fassbaender en el rol de Orlofsky o el lujo de tener a Wolfgang Brendel –que después se especializaría en el papel protagonista– encarnando a Falke. El divertidísimo pero nada vulgar Frosh del veterano actor teatral y televisivo Franz Muxeneder y la puesta en escena suntuosa, tradicional y sabiamente respetuosa que en origen diseñara Otto Schenk ponen la guinda al pastel.
ARGUMENTO
La trama gira en torno a la venganza que Gabriel von Eisenstein sufre de su amigo Falke por una broma pesada que le había hecho a este tiempo atrás. Sabiendo que está condenado a pasar varios días en prisión por un delito de desacato a la autoridad, Falke logra convencer a su antiguo compañero de correrías de que antes de acudir al castigo le acompañe a una gran fiesta organizada por el príncipe ruso Orlofsky, ocultándole ladinamente que a la misma también acudirán –bajo otra identidad– no solo el director de la prisión, Frank, sino también la joven Adele, doncella de Eisenstein, y su propia esposa Rosalinde, convenientemente disfrazada de condesa húngara. Tras una serie de equívocos y juegos de seducción durante la velada, nuestro protagonista acudirá a la cárcel para descubrir que en la celda se encuentra el tenor Alfred, que había sido confundido por Frank con él cuando se encontraba en su domicilio intentando seducir a su mujer. Al final Falke descubrirá con regocijo su juego y, tras la reconciliación del matrimonio, todos terminarán felices no sin antes reconocer que “la culpa fue del champaña”.
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