Continúo con el Sansón y Dalila de Saint-Säens que vi el pasado día 16 en el Maestranza hablando de la vertiente escénica, una coproducción con el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida dirigida por Paco Azorín. Al público sevillano de la noche del sábado le gustó poco: en cuanto el regista salió a saludar, la intensidad de los aplausos –que ya había menguado al salir el director musical– descendió de manera muy apreciable e incluso se escucharon unos abucheos ciertamente localizados –filas superiores de Principal, me parece–, pero tampoco responsabilidad de una única persona. A mí la propuesta me desconcertó en el primer acto, me gustó mucho en el segundo y me irritó considerablemente el tercero. La verdad es que comparto parcialmente el cabreo, aunque no estoy seguro de que sea por las mismas razones que tenían los que abuchearon.
Soy de los que no consideran que “actualizar” a tiempos recientes la acción escénica o alterar la dramaturgia original no es en sí mismo ni bueno ni malo. Lo que importa es, por un lado, el valor –dramático, ideológico, estético– que tenga la idea que sirve como punto de partida; por otro lado, se encuentra el cómo está materializada esa idea, lo que tiene mucho que ver con el talento del regista de turno y de su equipo, como también con la manera en que dialoga esa idea con la partitura musical. El punto de partida de Azorín, que traslada el drama desde la Gaza veterotestamentaria hasta la actual, y por ende a los tristísimos enfrentamientos entre hebreos y musulmanes en Oriente Próximo, es hablar sobre xenofobia, marginación, totalitarismo religioso y rechazo al diferente en unos momentos en los que semejante tipo de reflexión es más necesaria que nunca: los lectores de mi blog ya conocen mi preocupación por el hecho de que más de tres millones y medio de españoles (10% de los electores, y nada menos que el 23% aquí en Jerez de la Frontera) haya votado al neofranquismo de VOX, convirtiendo a uno de los países más progresistas de Europa en uno de los que tienen una ultraderecha más fuerte en el Parlamento.
En realidad, el planteamiento es muy similar al de la producción que Carlus Padrissa y los chicos de La Fura dels Baus realizaron en Valencia en enero de 2016, precisamente con el mismo protagonista con que han contado las representaciones sevillanas, Gregory Kunde. Aquí mismo dejé mis impresiones, similares a las que me ha dejado la producción del Maestranza: muy buenas ideas de por medio, pero sin funcionar globalmente y con cosas que molestaban demasiado. Empezando por la resolución de la bacanal: si entonces sacaban a presuntos miembros del público, los desnudaban, los colgaban y los destripaban haciéndoles chorrear sangre por todo el escenario, en esta ocasión hacen danzar en ropa interior a los prisioneros, los vejan y los van degollando uno a uno. Pura provocación. No dialoga con la partitura, resulta innecesariamente repulsiva y no solo no nos hace tomar partido en contra de la violencia, sino que nos hace ponernos en contra del director escénico de turno. Es lo mismo que ocurría, por poner un ejemplo muy cercano, en la efectista y desagradable escena de las furias del Orfeo de Gluck que el sevillano Rafael Villalobos, otro narcisista interesado mucho antes en llamar la atención sirviéndose de la partitura que en construir algo interesante –fuentes bien informadas me aseguran que acaba de destrozar nada menos que Winterreise–, ofreció en el Villamarta el pasado mes de enero.
También la traslación temporal chirría de manera considerable, por una sencillísima razón: en la actual franja de Gaza, y dejando a un lado el terrorífico asunto de Hamas, es Israel el opresor antes que el oprimido. Azorín intenta conciliar esta realidad con el libreto y se forma un lío monumental. ¿Son los refugiados con que arranca la acción israelíes o palestinos? El regista afirma en el libreto que “buscan la libertad del pueblo hebreo”, pero las fuerzas represoras con las que seguidamente se enfrenta Sansón más bien parecen sugerirnos lo contrario. Luego los mismos personajes parecen ser palestinos, con Dalila entre ellos; la vestimenta del sumo sacerdote no deja lugar a dudas. Parece que por fin queda clara la identificación de unos con otros, pero eso no encaja con la realidad actual: ¿son acaso los israelíes unos refugiados que sufren el acoso del aparato represor de la potencia palestina? Transcurre el segundo acto sin sobresaltos en este sentido, pero cuando arranca el tercero una proyección nos informa de que Sansón es prisionero no de los filisteos, sino de su propio pueblo israelí (!), que considera que le ha traicionado al dejarse seducir por el enemigo. Minutos después llega la bacanal, y claro, de quien es reo el protagonista no es sino de los filisteos/palestinos. Estos invocan a Dagon matando a unos prisioneros que ya no se sabe muy bien lo que son, si lo uno o lo otro, aunque con esas capuchas sobre las cabezas más bien nos recuerdan a las infortunadas víctimas del mismísimo Estado Islámico. Cerrando la ópera, caen las gigantescas letras de ISRAEL que han servido como única escenografía del espectáculo, mientras que la reportera que ha ido filmando toda la acción y ha sido degollada minutos antes “resucita” cámara en ristre, como queriéndonos insinuar (¡qué sutileza!) que el conflicto sigue en pie y que no podemos permanecer impasibles ante los testimonios que de él nos llegan. Al menos Azorín no convierte, como sí hizo Padrissa, al viejo hebreo en un terrorista suicida, porque eso hubiera liado todavía más el asunto.
Dicho todo esto, hay que reconocer valores muy importantes en la producción. Azorín resuelve bastante bien la acción teatral, y saca un soberbio partido de la escenografía –las referidas letras gigantes– diseñada por él mismo. La iluminación de Pedro Yagüe es soberbia. La coreografía escénica de Carlos Martos de la Vega, responsable de mover no solo al coro sino también a una enorme masa de figurantes, funciona bastante bien. Y el diseño audiovisual de Pedro Chamizo sabe ser tan funcional como atractivo sin convertirse en molesto protagonista ni caer en el efectismo.
Asimismo, hay que destacar los interesantes perfiles psicológicos con que, en consonancia con la inteligente actuación vocal de Nancy Fabiola Herrera, se enriquece al personaje de Dalila, aquí menos cruel y más dubitativa de lo usual, probablemente enamorada de Sansón además de comprometida con el sufrimiento de su pueblo. Mucho menos partido se saca al protagonista masculino, quizá porque Gregory Kunde no es buen actor.
Bueno, ¿y qué opino del carácter “inclusivo” de esta producción, es decir, de la decisión de haber contado para la figuración con numerosísimas personas provenientes de colectivos de discapacitados y otros “marginados” sociales? A mí me parece una idea absolutamente maravillosa, y por ella hay que hay que felicitar tanto a Azorín como a Mérida y al Maestranza. Pero esto no hace mejores ni peores en lo artístico –aunque sí más humanos, más comprometidos y más solidarios– los resultados de esta producción escénica, a mi entender en exceso irregular.
PD: las magníficas fotografías vuelven a ser de Julio Rodríguez.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
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