Tras hablar de su Segundo de Chopin, continúo esta miniserie dedicada a Ivo Pogorelich con su registro realizado en septiembre de 1989 para Deutsche Grammophon de esas geniales piezas breves –bueno, con nuestro artista no tan breves– que son los Veinticuatro preludios del compositor polaco. Para enfrentarme a ellos he escuchado primero grabaciones a cargo de otros reputados pianistas, de las que diré algo en otra entrada, y luego me he zambullido en la del croata tomando algunas notas que paso a compartir con ustedes, no sin antes señalar sus dos más importantes características definitorias. Por un lado, la exhibición de una técnica suprema en todos los sentidos. Por otro, una clara voluntad de ser lo más personal posible, aplicando mucha imaginación y asumiendo riesgos, pero distando de convencer en no pocos de los números por una evidente falta de sinceridad expresiva.
Así, en el Preludio nº 1 nos asombra la variedad del colorido que extrae del teclado, pero también apreciamos algún detalle amanerado. Pogorelich recrea de manera admirable la atmósfera siniestra del nº 2 y lo cierra de manera genial. En el nº 3 la agilidad digital resulta pasmosa, pero parece un punto mecánico en comparación, por ejemplo, con lo que hace un Yevgeny Kissin. El nº 4 resulta más estático que doliente. La miríada de colores que despliega el pianista croata en el nº 5 resulta irresistible, pero su final se me antoja algo repipi. El estatismo vuelve en el nº 6, mientras que en el siguiente preludio la lentitud va unida a un fraseo poco natural, incluso un punto pretencioso. Deslumbra la plasticidad asombrosa que extrae del instrumento en el nº 9, cambiando por completo de tercio en el que viene a continuación, donde ofrece tenebrosos trinos en la mano izquierda propios de un verdadero maestro.
Ese mismo carácter de pianista excepcional queda de manifiesto en las cristalinas cascadas de notas del nº 10. Tras la coquetería y el encanto del nº 11, Pogorelich vuelve a decepcionar con el carácter no solo poderoso, sino también algo mecánico y hasta machacón, del preludio que le sigue. En el nº 13 nuestro artista vuelve a confundir la poesía íntima chopiniana con el estatismo y la lentitud, cosa que se olvida pronto gracias al colorido de nuevo variadísimo, pero esta vez tenebroso, del nº 14. El justamente célebre nº 15 llega a irritar por su lentitud y afectación –hay detalles que suenan muy redichos–, si bien resulta difícil sustraerse a los acordes amenazantes de la mano izquierda y a la fuerza que alcanzan sus clímax.
La agilidad del de Belgrado vuelve a quedar de manifiesto en el nº 16, tratado de manera fundamentalmente virtuosística. Tras un ortodoxo e irreprochable Preludio nº 17, nuestro artista parece tomarse demasiado en serio la teatralidad de los implacables acordes del nº 18, que suenan más postizos que sinceros. Tras dejarnos bien claro en el siguiente preludio que nadie como él puede alcanzar semejante claridad, nota a nota, vuelve el exceso de énfasis y la solemnidad algo retórica en el nº 20, cosa que se repite, tras un nº 20 más estático que otra cosa, en un nº 21 en el que se echa de menos ese “balanceo sensual” característico de Chopin. Adecuadamente poderoso y encrespado el nº 22, contrastando bien con la conseguida coquetería del nº 23.
El preludio 24 se cierra, como debe ser, con la adecuada fuerza dramática, pero aún se ha escuchado recreaciones más tempestuosas: pienso ahora en la genial del citado Kissin, aunque quien cierra la obra con acorde verdaderamente abrumadores es una pianista tan apolínea como, quién lo diría, nuestra Alicia de Larrocha.
¿Conclusión? Pogorelich, además de un divo como la copa de un pino, es un tío muy raro.
2 comentarios:
Pogorelich has the flawless virtuosity and visionary introspection of Richter. If Richter has recorded the complete Preludes, I imagine these would have been compared favorably to his. Thank you for calling my rapt attention to this magnificent recording.
You welcome.
Indeed, Richter was a genious. But, in my opinion, of a very different kind - sometimes Pogorelich is too much self-aware of his talent, Richter only played for the music itself.
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