Hay muchísimos melómanos para los que lo fundamental en ópera es la cuestión canora: si hay buenas voces sobre el escenario, les basta con una batuta aceptable y con una dirección escénica que no moleste para gozar de la función. A otros aficionados nos pasa justamente lo contrario. Necesitamos voces al menos correctas y solventes, desde luego, pero realmente disfrutamos cuando desde el foso y sobre el escenario existen unas ideas claras que potencien, desde el respeto pero sin renunciar a la creatividad, la fuerza dramática de libreto y partitura. ¡Esto es ópera! La Katia Kabanova que está ofreciendo el Teatro Real, que pude ver el pasado viernes 5 en una más bien estresante visita a la capital, es un magnífico ejemplo de lo expuesto.
El único reparo serio que se puede poner al resultado artístico es la discreta calidad de la Sinfónica de Madrid, incapaz de hacer plena justicia a la riquísima, colorista y aristada escritura orquestal de Janáček. Aun así, Jiri Belohlávek hizo sonar a la formación madrileña bastante mejor de lo que suele y, lo más importante, ofreció una lectura cálida y emocionante a más no poder, de un vuelo poético extraordinario, fraseada con sosiego pero no por ella falta de tensión interna; eso sí, siempre dentro de una visión eminentemente lírica en la que, precisamente por ello, se pudo echar de menos algo más de garra e incisividad en los momentos dramáticos.
Karita Mattila estuvo estupenda como cantante y como actriz, aunque los aficionados al canto-canto seguramente le reprocharán la falta de consistencia de su registro grave y, sobre todo, las tiranteces del sobreagudo (el centro es por el contrario carnoso y de gran hermosura); a otros estas cosas nos importan poco si hay solvencia técnica, adecuación estilística, verdad dramática y belleza canora. Insuficiente por el contrario Julia Jon, porque aun estando muy bien dirigida sobre la escena, su instrumento vocal no resulta adecuado para Kabanija. El resto de los cantantes sí alcanzó un buen nivel, sobresaliendo el Tijon de Guy de Mey.
Me pareció fabuloso el trabajo de Robert Carsen, una producción que venía de la Ópera de Flandes y que revalidó entre el público madrileño su pasado éxito, merecidísimo, con Diálogos de carmelitas. La propuesta, aun respetuosa con la idea del compositor y siempre atenta a rimar con la partitura, se arriesgaba a plantear una escena desnuda de toda escenografía en la que una fina lámina de agua ocupa toda la superficie, desempeñando la iluminación un papel expresivo esencial. Un grupo de bailarinas, una especie de coro griego en el que se podía reconocer a todas las mujeres que han sufrido y seguirán sufriendo la opresión de una sociedad machista e hipócrita, se encargaban de mover unas tablas de madera sobre las cuales se iban moviendo los diferentes personajes.
El resultado fue magnífico, y no por esencial y simbólico dejaba de estar cargado tanto de una singular fuerza dramática como de una belleza visual sobrecogedora. Hubo momentos de una creatividad admirable, como el beso que los dos protagonistas se envían a través de las ondas del agua, que al reflejarse en el fondo de la escena fundían las sombras de los dos personajes. Y, ni que decir tiene, la dirección de actores fue siempre espléndida. Una realización esta de Carsen, sin duda, muy superior a la mucho más prosaica, incoherente y vulgar -aunque notablemente realizada- de Christoph Marthaler (TVD en TDK, con Angela Denoke) para el Festival de Salzburgo, que en su momento fue encargo precisamente del próximo director artístico del Real, Gérard Mortier.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
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