Aquí dejo esta reflexión, que escribí hace ya ocho años, sobre lo que la asombrosa evolución de ese genio que fue Giuseppe Verdi supuso para el género operístico.
Afirman teóricos de la Historia que la civilización humana evoluciona no en línea recta, sino dibujando espirales. Así, sería posible delimitar una serie de ciclos en los que, partiendo de un punto determinado, se llega a otro diametralmente opuesto para, en un inevitable movimiento de reflujo, volver a una posición en el mismo radio que la inicial, pero más alejada del centro. Por tanto, no se trataría de un retroceso a la situación de origen, sino de la superación de toda una fase para entrar en otra que se desarrolla a partir de las experiencias de la anterior.
Tal teoría parece encajar, con todos lo matices que se quiera, con la evolución del género operístico desde su aparición hasta finales del siglo XIX, es decir, desde el stile rappresentativo hasta Puccini y los veristas, pasando por la reforma de Gluck y el belcanto. El centro de tal proceso sería Italia, con ramificaciones que llegan a desarrollar vías independientes en otros países, a veces de singular trascendencia: es el caso del drama musical de Richard Wagner. Lo sorprendente es que, mientras desde las pioneras realizaciones de Peri y Monteverdi hasta el pleno desarrollo del belcantismo y el comienzo de su disolución, se suceden varias generaciones de compositores, un sólo genio va a ser capaz, merced a una progresiva serie de rupturas, de llegar desde tal punto hasta posiciones cercanas a la primitiva al tiempo que genialmente innovadoras.
Se han señalado numerosas fuentes de las que bebe el joven Giuseppe Verdi: nada más lógico que un Rossini, un Donizetti o un Mercadante sean modelos a seguir para un joven talentoso de formación en gran medida autodidacta y sin grandes oportunidades para ampliar sus horizontes musicales. También hemos de admitir que en las obras de los arriba citados ya se manifestaba un especial interés por llenar de contenido dramático el despliegue de hedonismo melódico y de virtuosismo que conformaban la esencia del belcanto. Pero, a pesar de esto, lo cierto es que incluso en sus primeros títulos, Oberto y Un giorno di regno -quizá más inspirados que algunos de los que vendrán inmediatamente después- ya se observa una más que incipiente personalidad, tanto en el sabor de sus inconfundibles melodías como en el tratamiento de los aspectos dramáticos y teatrales. El compositor tiene aquí un pie sobre el pasado y otro sobre el futuro. Si pensamos, por ejemplo, en el dúo entre Leonora y Cuniza en el primero de los títulos citados y en el de Edoardo y Belfiore en el segundo, veremos que Bellini y Rossini se hallan detrás, pero también que Don Carlos no se encuentra lejos.
Tras el arrollador éxito de Nabucco en 1842, los “años de galeras” van a suponer cierta caída en la rutina, al tiempo que la consolidación de un estilo personal cuya naturaleza viene definida por la progresiva superación de las convenciones belcantistas para integrar la música en el drama. Por ello las tipologías vocales que busca no son ya las ligeras de los virtuosos de antaño, protagonistas absolutos del espectáculo; por el contrario, se consolidan ahora las novedosas figuras del barítono, la soprano y el tenor típicamente verdianos -esta última precisamente en Ernani-, cuya configuración va a responder a las demandas de su personal concepción del género.
El tratamiento orquestal ha sido tachado a veces de tosco y en exceso apegado a lo popular. Quizá no falte razón en el reproche, pero es de subrayar que resulta -quizá por ello- muy eficaz en lo teatral. Además, a medida que pasa el tiempo Verdi lo va diseñando no tanto para respaldar a la voz como para hacer las veces de narrador que, en ciertos momentos, toma la palabra para comunicar lo que aquella no puede o no debe, al igual que la música incidental de una película confiere una tercera dimensión inmaterial a la imagen.
Idéntico interés por la dramaturgia se evidencia en su muy especial atención a los libretos. A pesar de la manifiesta endeblez de buena parte de los mismos, se evidencia que siempre el autor está pendiente de su desarrollo; como es bien sabido, no siente el menor reparo a la hora de intervenir directamente en su elaboración, y hasta llega a exigir tal licencia. En ellos la introspección psicológica va a ser determinante, hasta tal punto que ésta se convierte en el motor de sus innovaciones formales. Aquí y allá nos encontraremos con hallazgos muy felices en este sentido; incluso en una página tan convencional como I Masnadieri nos sorprendemos con los delirios del malvado Francesco Moor, desarrollados parcialmente como declamación libre de estructura rígida. Hitos en esta evolución serían el primer Macbeth y, sobre todo, Luisa Miller, título aún no lo suficientemente apreciado pero que ya los contemporáneos vieron como algo nuevo y desconcertante.
Aquí hay que dejar claro que no radica la novedad en que el de Busseto vaya otorgando una importancia capital a los aspectos dramáticos frente a los puramente hedonísticos, pues ya anteriormente otros grandes compositores habían manifestado actitudes similares. Lo innovador va a ser que esto lo va a lograr no depurando y codificando la forma, sino flexibilizándola e incluso desdibujándola: “Solamente con que pudiera no haber cavatinas, ni dúos, ni tríos, ni coros, ni finales, etc, y si toda la ópera pudiera ser -digamos- un único número, yo lo encontraría sensato y apropiado” . De esta manera progresivamente las estructuras van a estar menos cerradas, articulándose en torno a recitativos en los que se diluye de manera flexible una gran variedad de secciones. Todo ello, por lo habitual, en función de una serie de situaciones intimistas infrecuentes en la ópera tradicional que de esta manera encuentran el cauce apropiado para su desarrollo.
Claro que Verdi es astuto y sabe alternar entre la superación personal y la complacencia de un público, unos editores y unos empresarios que al fin y al cabo son quienes le dan de comer. Ciertos efectismos en lo musical, las reivindicaciones patrióticas de buena parte de las partituras de estos años, no hacen sino garantizarle el éxito fulminante. Pero, ya bien definidos los roles vocales, va a optar -con tanta cautela como determinación- por un drama introspectivo que requiere estas formas más libres para su desarrollo.
Así llegamos a obras tan fundamentales como Rigoletto y La Traviata. En la primera la principal novedad es que el discurso se vertebra ya claramente en torno a escenas y no al momento solista, lo que contribuye a la fluidez del conjunto . El complejo nudo de relaciones psicológicas que se establece entre los personajes es otro punto a resaltar, sobre todo por la magistral manera en que se manifiesta musicalmente (recordemos el célebre cuarteto). En la segunda las formas resultan aún más fluidas, siendo especialmente destacable en este sentido el enfrentamiento entre Violeta y Germont. Incluso se llega a alterar la jerarquía de valor que se concede a cada uno de los números: de hecho no es un aria el momento cumbre de la ópera, el "Amami, Alfredo". Algo de verismo incipiente hay aquí, y no sólo en lo argumental. Al mismo tiempo en esta gran creación es ya, como señala José Luis Téllez, “plenamente perceptible la estructura cuatripartita con ballet interpolado que, como síntesis entre el directo melodramma italiano y la más sinuosa y espectacular grande-opéra francesa en cinco, adoptaría Verdi hasta el final de su producción”.
El sabor francés será aún mayor, no hace falta insistir en ello, en Les vêpres siciliennes: Verdi no es ajeno a las circunstancias. Pero en los actos cuarto y quinto la fluidez dramática nos habla de una nueva manera de enfocar el género operístico, más cercana a los orígenes del mismo, esto es, al “recitar cantando”. No se trata, pues, de encorsetar el drama en una serie de estructuras musicales codificadas y predeterminadas, sino de que la partitura surja directamente de él.
A donde conduce este camino es a la liberación de la palabra con respecto a la música para que aquélla se ponga al servicio de ésta. Su fijación por la parola scenica no es sino síntoma de este atrevido giro con respecto a la tradición del belcanto donde, por mucho que sus mejores representantes buscaran siempre la unidad de texto y partitura, el objetivo primordial era la recreación en la belleza que puede producir el sonido puro de la voz humana, al margen de cualquier contenido semántico.
El público no estaba aún preparado; de ahí quizá el fracaso del primer Simon Bocanegra. Verdi, siempre con un ojo en la cartera, sabe ofrecerle lo que quiere en títulos como Un ballo in maschera sin renunciar a sus nuevas maneras de estructurar la obra ni, claro está, a la más alta inspiración. Con todo, resulta significativo que a partir de este momento decida prescindir casi por completo de las cabalette. Nuestro artista es consciente de que puede perjudicar la solidez teatral que, en el clímax dramático de una determinada situación, irrumpa una musiquilla pegadiza de carácter danzable. Y si aparece una en La Forza del destino es precisamente para, como señala Arturo Reverter, subrayar el carácter conservador y anticuado -pura España negra- del furioso don Carlos . Por tanto, no se trata tanto de abandonar las estructuras habituales como de que éstas resulten pertinentes y significativas.
Don Carlos y Aida resultan, con sus discutidos desequilibrios, dos nuevos pasos en este ya imparable proceso. Con respecto a la primera, que alcanza sus cimas en los momentos de mayor indagación psicológica, hay que destacar que en la revisión de 1884 (es decir, seis años antes del estreno de Cavalleria rusticana) ofrece la oportunidad a Elisabetta de emitir una strillacciata que no resulte hermosa, sino teatral. “Cuando uno escribe para el teatro -escribe Verdi-, uno debe hacer teatro”.
En el título estrenado en El Cairo sobresale ante todo, por encima de vistosas banalidades y determinadas concesiones (la misma "Celeste Aida"), el sutil y atmosférico tratamiento orquestal, tan diferente -aun con la misma personalidad, síntesis entre lo popular y lo culto- del de sus obras de juventud. Éste adquiere en determinados momentos tal relevancia y complejidad que algunos, para desaliento de Verdi, acusaron a la obra de wagnerianismo.
Se ha hablado mucho de la influencia del autor de Tristán e Isolda en la evolución de nuestro artista. Desde luego, resulta hoy evidente que el italiano llegó en sus últimas realizaciones escénicas a planteamientos no ajenos a los que dan vida al imponente drama musical wagneriano, al menos en lo que respecta a la superación de las convenciones de la tradición operística para hacer que la música surgiera directamente del drama y al papel capital que la orquesta desempeña en el mismo.
Pero es difícil hablar propiamente de influencia directa, pues encontramos sustanciales diferencias formales e incluso conceptuales entre uno y otro. Por ejemplo, el papel desempeñado por los “motivos referenciales” no es estructural como el del leitmotiv wagneriano. Además, la orquesta en Verdi nunca pierde de vista la relevancia de la voz, e incluso su tratamiento va a ser en general más lírico que sinfónico. Su color difiere también: predomina la luminosidad mediterránea frente a las brumas germánicas.
Por otra parte, aunque desde fechas tempranas se evidenciaran ciertos influjos germánicos -por ejemplo, los musicólogos han señalado la asimilación del sinfonismo centroeuropeo en Luisa Miller, con su espléndida obertura monotemática -, la utilización de motivos referenciales -insistimos, no conductores, no estructurales- en óperas como I due Foscari, Macbeth o La Traviata, o la rica paleta orquestal exhibida no son patrimonio exclusivo de la tierra de Hans Sachs. Salvando las distancias, podríamos pensar en el propio Monteverdi.
Finalmente hemos de observar que ya en sus primeras partituras, antes de que hubiera tenido la oportunidad de escuchar Lohengrin, se encuentra la semilla de la indicada evolución. Por ello bien podría decirse que la figura de Wagner no es tanto modelo a imitar como fuente de inspiración para seguir en el camino ya abierto.
No deja de resultar paradójico que fuera Arrigo Boito, el tan enconado hostigador de la situación operística en Italia, quien determinara en gran medida que el “anticuado” Verdi cerrara por completo el círculo: a veces la casualidad es motor de la Historia. Si no fuera por su insistencia (¡y la de Ricordi!) para que el viejo maestro volviera a componer, si no le hubiera servido unos libretos, aun a veces discutidos, tan dramáticamente espléndidos para Otello y Falstaff, nuestro artista no nos hubiera dejado las que quizá sean sus dos obras maestras absolutas. Mejor dicho, sus tres: la versión definitiva de Simon Boccanegra se encuentra casi a la altura de las citadas.
La participación de Boito, con su gran instinto teatral, resultó decisiva en estas obras que marcan uno de los puntos más alto de toda la historia de la lírica. “No me da miedo la música del porvenir”, afirmaba Verdi, y no hay duda de que decía la verdad a tenor de la naturaleza de los dos títulos Shakesperianos. Otello es un prodigio de inspiración y riesgo, y por mucho que aquí y allá escuchemos ecos de las antiguas formas y que la belleza de la voz humana siga siendo un componente esencial, nos encontramos ante algo muy diferente de lo hasta ahora realizado.
Verdi arriesgó aún más y se adentró con mayor profundidad en terrenos desconocidos en el título cómico. Falstaff, gran éxito en La Scala en 1893, no presenta ninguna concesión melódica, salvo el brevísimo "Bocca bacciata": toda la música, orquestal y vocal, fluye directamente de la historia y resulta por completo inseparable de la misma, lo que no deja de sorprender porque las recién estrenadas Cavalleria y Pagliacci bien que contaban con algunos números cerrados. Cincuenta y cuatro años después del estreno de Oberto, un anciano que ya lo había dicho (casi) todo sobre ópera, que no tenía nada que demostrar en el terreno melódico logró, en la recta final de su vida, al igual que Beethoven, Schubert o Wagner, doblegar la materia -la forma- para aprehender el espíritu -la emoción- en estado puro.
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Artículo publicado en el programa de mano de la ópera Ernani editado por el Teatro Real de Madrid para las representaciones de julio de 2000.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
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1 comentario:
Estupenda introducción al mundo de Verdi, amigo, que para mí tiene todavía más valor pensando que la escribiste hace ¡8 años! Supongo que te encaramarías a la silla del ordenador vestido de marinerito, porque todavía eres escandalosamente joven. :-)
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