jueves, 15 de abril de 2021

El Villamarta recibe a Dmytro Choni. ¿El nuevo Horowitz?

Ganador del Concurso Internacional de Piano de Santander de 2018, Dmytro Choni (Kyiv, Ucrania, 1993) acaba de ofrecer en el Villamarta uno de los mejores recitales pianísticos de la historia reciente de un teatro por el que han desfilado artistas como Pires, Ashkenazy, Gavrilov o Sokolov, además de nuestros De Larrocha, Achúcarro o Perianes. Su pianismo, que no tiene nada que ver con el de un Arrau o un Barenboim –mis favoritos–, se alinea en esa escuela rusa que tantos grandes –y no tan grandes– nombres ha dado a la historia del instrumento, recordándome muy en especial al de otro ucraniano, el mítico Vladimir Horowitz. Al mejor y más centrado Horowitz, quiero decir. Hay en Choni un claro deseo de desplegar todo su tremendo potencial virtuosístico, como también de impactar con el fulgor de un sonido especialmente nítido, muy bien perfilado, más brillante que denso, y con el nervio, la garra interna y la incisividad que es capaz de inyectar en el fraseo. Pero ese deseo no es de los que se imponen a toda costa, cosa que sí le pasaba a veces a Horowitz y que en la actualidad le pasa a otros pianistas rusos no tan interesantes como Choni –el notabilísimo Trifonov o el discreto Matsuev, por ejemplo–. Nuestro artista no es un correcaminos sobre el teclado, no se deja llevar por el nerviosismo, controla con la cabeza y se pone al servicio de la emoción.

Comenzaba la velada con Debussy: Et la lune descend sur le temple qui fût y L'Isle joyeuse. La primera página se benefició de un toque bello y sensible, pero quizá se pueda aún ganar en poesía. La segunda sonó particularmente jubilosa, por momentos arrebatada, como si Choni quisiera apartarse de las brumas impresionistas para mirar a los compositores con los que continuaría el programa. Es una opción, pero quizá esta música necesite más misterio y más sosiego a la hora de explorar el tejido de notas, por lo demás impecablemente expuesto.

La Sonata para piano nº 4 de Scriabin se encuentra medio camino entre la etapa “romántica” del compositor y su lenguaje de madurez. Con total coherencia con respecto a lo escuchado en Debussy, Choni miró más hacia el pasado que hacia el futuro en una temperamental, intensísima recreación en la que, sin dejarse llevar por el virtuosismo, supo planificar los grandes arcos de tensión, graduar dinámicas y poner acentos.

Pero lo tremendo vino con Franz Liszt y su Sonata Dante. No creo que actualmente haya en el globo terrestre muchos pianistas capaces de servirla alcanzando un nivel tan alto al mismo tiempo en lo técnico y en lo expresivo. Esta semana me he repasado las formidables grabaciones de Barenboim –quien, dicho sea de paso, las pasa canutas a la hora de dar las notas– y confieso que me quedo con el concepto del de Buenos Aires, por más sinfónico en la sonoridad y más filosófico en concepto; pero en una línea electrizante, arrebatada y demoníaca, atrevida a la hora de tirarse sin red al infierno pero también muy concentrada, hermosa y transfigurada cuando corresponde acercarse al cielo, es difícil hacerlo mejor que como lo ha hecho hace tan solo un rato este señor. Ya les digo, como Horowitz en sus momentos de mayor control e inspiración. Pura pasión romántica.

Tras semejante experiencia, es normal que la notable recreación de la Novelette nº 8 de Robert Schumann con que se abría la segunda parte no me haya dejado especial huella: la “esquizofrenia” del compositor estuvo muy bien expuesta, pero entiendo que escorándose en exceso a lo impetuoso. Aquí nuestro artista aún podrá madurar. Y ya cerrando el programa oficial, una Sonata nº 2 de Rachmaninov –la versión revisada, si no me equivoco– que calificaría de excepcional si no fuera porque el lunes pasado descubrí que Lugansky la había vuelto a grabar con resultados yo diría que históricos. Tampoco alcanza nuestro joven artista la poesía infinita que en el segundo movimiento destila Grimaud en su segundo registro, el de Deutsche Grammophon. En cualquier caso, Choni se ha elevado a una enorme altura demostrando un estilo perfecto –con agilidad y nervio, como el propio compositor al teclado–, pasión muy sincera y un perfecto control de uno medios técnicos extraordinarios. El público aplaudió con entusiasmo. De propina, una página sobre el vals de El murciélago –no pillé el nombre del autor– y la canción Daisies –arreglo para piano solo– de Rachmaninov.


Para terminar, felicitaciones al Teatro Villamarta por el enorme acierto a la hora de contratar a este más que prometedor artista, y tirón de orejas a los responsables del programa de mano por el modo chapucero y equívoco con que han mencionado las dos obras de Debussy. Supongo que andan muy escasos de personal y enfrentándose a multitud de problemas logísticos, pero no se tarda más de dos minutos en comprobar en internet que L'Isle joyeuse es una página distinta a Et la lune… y no pertenece a Images. No es solo ausencia de conocimiento, sino también de profesionalidad.

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