sábado, 8 de enero de 2022

Barenboim vs. André Rieu

Ya escribí en una entrada anterior acerca del monumental despiste de algunos -o muchos- melómanos que en el Concierto de Año Nuevo confundieron lo que se vio y lo que se escuchó, es decir, que interpretaron la cara de seriedad y agotamiento de Daniel Barenboim como interpretaciones musicales faltas de vida, rutinarias y desganadas. Despiste que en algún caso no fue tal, sino más bien búsqueda del titular sensacionalista. Sobre ello también ha escrito Ángel Carrascosa (aquí), quien después ha realizado una reseña del evento (aquí) con la que estoy cien por cien de acuerdo. Recomiendo a los lectores que acudan a alguna de las plataformas de streaming habituales, en las que ya se puede escuchar la edición oficial en audio: cuando escuchen sin ver, comprobarán que, sin menoscabo de algunas irregularidades tanto en la música como en la interpretación, fue un hermosísimo y magnífico concierto, menos sinfónico y más lírico, también más idiomático, que en las dos anteriores comparecencias del de Buenos Aires el 1 de enero.


Permítanme ahora insistir en la enorme capacidad de seducción de lo que se ve por encima de lo que se escucha –o simplemente se oye– haciendo referencia un caso en el que se produce el fenómeno inverso: el de André Rieu y su Orquesta Johann Strauss. Formación discreta, dirección de trazo grueso. Éxito fulminante: cientos de miles de personas de todo el mundo acuden a sus macroconciertos y sus filmaciones se mueven casi siempre en los primeros puestos de las listas de ventas. En tiempos recientes he tenido la ocasión de ver completa alguna de ellas, y he llegado a una conclusión que tengo bastante clara: con independencia de lo mucho que vendan los arreglos más o menos horteras de musiquillas muy populares y de lo llamativos que puedan resultar los atriles color rosa y otros elementos de atrezzo, el triunfo del músico holandés y de los suyos reside en las caras de haber ganado el premio gordo de la lotería que exhiben en todo momento. La gente que acude a André Rieu lo hace en busca de felicidad. Felicidad rápida, inmediata y sin dobleces, la que no exige reflexión ni implica alguna otra demanda. Se trata de algo tan simple como la empatía: ves a un grupo de personas que hacen música rebosando alegría –aunque sea mayormente fingida– y te contagias de inmediato de ella. Terminas el concierto con las pilas cargadas sin hacerte preguntas.


No nos engañemos, no poca gente pone el televisor el primer día del año esperando algo parecido: los dorados de la Musikverein, las flores, los japoneses elegantes entre el público, los vídeos de Viena, los ballets, las bromitas de los músicos… y las caritas de felicidad del director. Seguramente Barenboim debería haber hecho de tripas corazón y haber fingido. El teatro también forma parte del espectáculo. Visiblemente agotado y envejecido, con bastantes kilos menos, economizando el gesto hasta el límite –él nunca ha sido generoso en este sentido, nada que ver con un Kleiber o un Prêtre–, hizo lo que creyó conveniente hacer: música maravillosamente hecha. El problema es que algunos buscaban otra cosa.

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