jueves, 25 de febrero de 2016

El concierto para violín de Sibelius por Barenboim

Al hilo de la versión de Ferras/Karajan que comenté hace poco, he decidido escuchar seguidas las dos grabaciones en audio del Concierto para violín de Sibelius protagonizadas por mi admirado Daniel Barenboim: la de 1975 para Deutsche Grammophon con Pinchas Zukerman y la Filarmónica de Londres –primera grabación que tuve, todavía en vinilo– y la de 1996 para Teldec con Maxim Vengerov y la Sinfónica de Chicago. Me he llevado un chasco, porque las recordaba similares y ahora he encontrado importantes diferencias conceptuales entre ellas.


En la primera de ellas, el de Buenos Aires ofrece una dirección rabiosa y muy escarpada –aun lejos del carácter bronco, rabioso y alucinado de otros directores, léase Rozhdestvenski–, implacable en sus tensiones, en ese sentido más juvenil que madura, pero en cualquier caso sincera y con mucha fuerza. Claro que lo más asombroso es un Zukerman intensísimo y visceral, lleno de imaginación, de teatralidad y de sentido de los contrastes, capaz de volar con lirismo y de ser ensoñado pero, sobre todo, atento a la dimensión más amarga y rebelde de la página. No sé si es el violinista que más me gusta de todos cuantos he escuchado en esta página –probablemente lo sea–, pero sí puedo asegurar que el resultado es una interpretación de una inmediatez, una intensidad y un dramatismo impresionantes. La toma sonora es francamente buena para la época.


Veintiún años después las cosas han cambiado y Barenboim, aunque sabe ser poderoso cuando debe –tremenda la garra de los clímax– y aprovecha el tercer movimiento para hacer gala de su siempre desarrollado sentido de lo trágico, se muestra menos escarpado, quizá también menos vehemente, al tiempo que más atento al vuelo lírico –Adagio algo más lento y mejor paladeado–, más dado a la reflexión y más profundo. Más maduro, en definitiva, aunque se pueda preferir el enfoque más inmediato de la anterior ocasión. La orquesta aporta, además de virtuosismo en grado superlativo, una sonoridad oscura y densa en la cuerda grave que el director aprovecha de maravilla.

Por su parte, el entonces joven Vengerov sabe encontrar el punto perfecto de equilibrio entre la calidez humanista de la vertiente lírica de la página, por un lado, y el dolor y la tensión interna que asimismo demanda la partitura por otro, sin necesidad de acentuar ninguno de los dos extremos pero mostrándose conmovedor en grado extremo; todo ello, claro está, con un sonido carnoso y de enorme belleza, una agilidad incontestable y un fraseo de enorme concentración. Lástima que la toma sonora, como tantas realizadas por Teldec en el Orchestra Hall de Chicago por aquellos años, resulte algo turbia y difusa, aunque a cambio ofrezca una muy amplia gama dinámica.

No he podido repasar –estos días no tengo televisión conectado al equipo– el DVD que recoge la interpretación de Barenboim y Vengerov en Colonia un años más tarde; en su momento me gustó muchísimo. Me conformo con recomendarles a ustedes vivamente que escuchen estos discos.

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