jueves, 5 de febrero de 2015

Andris Nelsons dirige Ives, Adams, Stravinsky y Dvorák

Aprovechando una oferta de la FNAC –a veces se encuentran allí verdaderos chollos– me compré este DVD editado por CMajor que recoge un programa de Andris Nelsons y la Sinfónica de la Radio Bávara que se ofreció los días 3 y 4 de diciembre de 2010 en la Herkulessaal de Múnich, sede habitual de la orquesta,  con un repertorio muy interesante en los atriles: The Unanswered Question de Charles Ives, Slonimsky’s Earbox de John Adams, Le Chant du rossignol de Stravinsky y la Novena Sinfonía de Dvorák. Imagen y sonido espléndidos –hay Blu-ray, pero el presupuesto no me llega– recogen unos resultados artísticos muy estimulantes.

Nelsons Adams Stravinsky Dvorak DVD

Se siguen los deseos del compositor, que demandaba grupos por separado sin contacto entre ellos, en la peculiar interpretación de la obra de Ives: las cuatro flautas se encuentran sobre el escenario, Nelsons dirige a un reducido conjunto de cuerda situado en el foyer fuera de la vista del público –el sonido llega desde los canales traseros–, y la trompeta lanza sus preguntas sin que se la vea en ningún momento, ni siquiera en la filmación. La interpretación es espléndida, aunque a mí lo que me ha interesado es descubrir lo mucho que esta soberbia partitura –de 1908– debe al celebérrimo segundo movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo –de 1893– que se escuchará en la segunda parte.

Es raro que una obra minimalista me entusiasme, pero lo cierto es que ésta, sin volverme loco, me ha gustado: Slonimsky’s Earbox posee una rítmica y un colorido fascinantes, despliega una apreciable expresividad y conoce una interpretación tan entusiasta como virtuosística a cargo de Nelsons y la veterana orquesta bávara.

Como ustedes posiblemente sepan, el poema sinfónico El canto del ruiseñor procede de los dos últimos actos de la ópera El ruiseñor, que fueron escritos con posterioridad a La consagración de la primavera, dejando notar de manera considerable la evolución de Stravinsky desde los tiempos de El pájaro de fuego, pero sin renunciar del todo a la deuda con Rimsky e incluso con el impresionismo. ¿Cómo abordar la obra, pues?

He comparado esta interpretación de El canto del ruiseñor con la de Fritz Reiner de 1956 frente la Sinfónica de Chicago (RCA), con los resultados esperables: el estilo vibrante, teatral y altamente incisivo de Reiner, siempre portentoso en el tratamiento del ritmo y del color, hace que su interpretación mire a Petrushka y Le Sacre, mientras que Nelsons, que trata a la orquesta con agilidad y apreciable refinamiento, atiende más bien a la sensualidad, al misterio y a la poesía que alberga la partitura –mágico el final, que recuerda al mejor Giulini–, apuntando de este modo un estadio anterior en la evolución del autor.

La Sinfonía del Nuevo Mundo se parece mucho, lógicamente, a la que le escuché al propio Nelsons en Madrid un mes después de esta filmación, de la que ya hablé en este blog. Se trata, pues, de una interpretación comprometida, vehemente y muy comunicativa, desarrollada con ideas propias, volcada mucho antes en el drama interior que en preciosismos de cara a la galería –la visión es amarga y dramática: nada de tópicos paisajistas o folclóricos–, y magníficamente realizada por una batuta plena de virtuosismo y por una orquesta –con el granadino Ramón Ortega al oboe– que sigue siendo de enorme calidad y a la que el maestro hace sonar con una rusticidad aquí muy adecuada. Hay, en cualquier caso, algunos altibajos: a veces la flexibilidad de la agógica y los contrastes sonoros no permite redondear el trazo global, y no siempre la concentración acompaña al fraseo, sobre todo en un Scherzo muy atractivo por su ferocidad y carácter visionario, pero en exceso nervioso. En el Finale me han molestado un poco los esforzandi inmediatamente anteriores a la fanfarria con que arranca, pero el desarrollo es muy apasionado y la coda está dicha con la adecuada mezcla de carácter épico y desgarro emocional.

Gran interpretación de la página de Dvorák, en suma, aunque no nos haga olvidar a las de Fricsay y Böhm –la de este último sigue siendo mi preferida– o, en una línea muy diferente, a las de Giulini y Celibidache, entre otros.

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