Siendo el color y la rítmica los dos elementos fundamentales de la Turangalila, la mayoría de los directores (Previn, Chailly, Chung) suelen priorizar, en una visión de lo francés un tanto tópica pero con fundamento, el primer elemento sobre el segundo. El presunto ex de Gerard Mortier ofrece justo lo contrario, haciendo gala de una exactitud y una clarividencia rítmicas que yo desde luego nunca he escuchado en esta sinfonía. Y lo consigue, por si fuera poco, con un perfecto equilibrio de planos sonoros, dando como resultado la que quizá sea la interpretación más transparente y polifónicamente reveladora que a nivel orquestal que se haya grabado, además de una de las que mejor reivindica el papel de la percusión –gloriosos los miembros de la formación alemana– en esta partitura.
Todo ello se materializa un fraseo no particularmente voluptuoso, más bien dramático e incisivo, pero sin necesidad de adoptar un enfoque hiper-expresionista como el de un Kent Nagano (tremebunda su grabación con la Filarmónica de Berlín) y, desde luego, sin caer en nerviosismo ni en falta de concentración de, por ejemplo, un Ozawa (decepcionante registro de 1967). De hecho, el “Jardin du sommeil d’amour” está maravillosamente paladeado por Cambreling, aunque su sensualidad sea mucho antes espiritual que terrena, lo que tampoco parece un disparate conociendo la religiosidad intensísima de Messiaen.
Una pena que en los dos últimos movimientos la batuta pierda un poco de fuelle: en “Turangalila III” las texturas están tratadas con enorme acierto y la ambigüedad expresiva que necesita esta fascinante página, pero las tensiones no se logran acumularse –quizá el maestro haya decidido conscientemente hacerlo así–, mientras que en final Cambreling no alcanza el frenesí orgiástico y visionario que había ofrecido previamente en “Joie du sang des étoiles”. Algo desiguales los solistas: bien a secas el piano de Roger Muraro, magníficas las Ondas Martenor de Valérie Hartmann-Claverie.
Reparos menores aparte, nos encontramos ante una interpretación de primerísimo nivel, alejada de la línea interpretativa más habitual y hasta cierto punto emparentada con la de Salonen (Sony, 1985), solo que con menor intelectualismo y mucha mayor comunicatividad. Quien ame la partitura debe conocerla, aunque a mi modo de ver la de Riccardo Chailly (Decca, 1992) siga siendo la referencia.
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