lunes, 3 de octubre de 2011

Notas sobre la Sexta Sinfonía de Dvorák

Escuchen el tema pastoral, inspirado en una melodía popular checa, que abre el primer movimiento de esta página. ¿Conocen muchas sinfonías en las que el inicio sea tan extraordinariamente bello? Seguramente no. Y es que en 1880, a sus 39 años, Antonin Dvorák (1841-1904) era ya un maestro en su madurez que, al recibir un encargo de nada menos que la Filarmónica de Viena y su célebre director titular Hans Richter, decidió dar lo mejor de sí mismo en una obra en la que demostrase que era algo más, mucho más, que un brillante compositor de piezas inspiradas en el folclore eslavo, y que por tanto podía presumir de ser uno de los herederos de la gran tradición sinfónica centroeuropea. Hasta tal punto fueron felices los resultados que su Sexta Sinfonía no sólo presenta un lenguaje más personal y se encuentra mucho más inspirada que sus cinco páginas precedentes del mismo género, escritas años atrás, sino que pondría el listón a tan extraordinaria altura que no está del todo claro que las que tendrían que llegar después, entre ella la Del Nuevo Mundo, sean piezas claramente superiores.

Se ha dicho, con toda la razón, que esta partitura es en cierto modo el resultado de la fusión entre los dos universos musicales arriba referidos, el nacionalismo eslavo y el sinfonismo romántico, pues no en vano la Bohemia natal del compositor fue a lo largo de la Historia un punto de encuentro entre la cultura checa y la germánica. El primero queda representado por el sabor de las melodías y ritmos que impregnan la partitura, y no en balde el frenético y arrebatador scherzo recuerda no poco a sus colecciones de Danzas Eslavas escritas en fechas cercanas. El segundo se pone de manifiesto no sólo en el tratamiento global de la pieza, sino también en el explícito homenaje a autores como Beethoven, Schubert y -sobre todo- Johannes Brahms, quien años atrás había tenido la oportunidad de dar un gran espaldarazo a la carrera del aún joven compositor bohemio. Más concretamente a la Segunda sinfonía del citado autor, que se había presentado en 1877, con la que ésta coincide tanto en la tonalidad (Re mayor) como en el tratamiento del Finale, amén de en la casi idéntica plantilla orquestal, en determinados esquemas rítmicos y en el espíritu global de la pieza.

La sinfonía se abre con un Allegro non tanto que alterna una gran variedad de temas de elevadísima inspiración, unos de carácter bucólico y evocador y otros más dancísticos y apegados al folclore, alcanzando gran brillantez en su desarrollo por la poderosa y rústica escritura que Dvorák reserva para los metales. El Adagio, en el que la placidez de sus melodías se ve interrumpida por un clímax doloroso y angustiado, de una fuerza dramática sobrecogedora, puede recordar no solamente a Brahms sino también a Beethoven, guardando cierto parentesco con el tercer movimiento de su celebérrima Novena Sinfonía. Ya hablamos antes del Scherzo, un Furiant de garra irresistible que, a pesar de su ya señalada e ineludible relación con el folclore bohemio, no debería verse desde la óptima de lo meramente pintoresco o descriptivo, sino quizá más bien como una especie de catarsis que libera las tensiones acumuladas en la pieza anterior. Este movimiento alcanzó tal éxito en el estreno que tuvo que ser repetido para sorpresa de quien terminaría protagonizándolo, la Filarmónica de Praga, pues la Filarmónica de Viena finalmente había decidido demorarlo por diferentes razones; entre ellas, se ha dicho, quizá la de encontrar precisamente dicho pasaje demasiado novedoso y difícil de ejecutar.

La sinfonía se cierra con un espectacular Allegro con spirito, marcado como además como grandioso, que debe mucho al movimiento conclusivo de la Segunda Sinfonía brahmsiana, pero resultando aun así marcadamente personal. La delectación melódica de determinados pasajes de sabor eslavo se alterna con la brillantez y la fuerza de otros de carácter épico hasta rematar la obra con una impetuosa coda que resuelve la dialéctica de toda la obra establecida entre optimismo y drama, entre vuelo lírico y arrebato dancístico, de manera inequívocamente afirmativa.

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Este texto procede de las notas escritas para el concierto que la Orquesta Janácek de Ostravia ofreció bajo la dirección de Jakub Hrůša en la edición del año 2006 del Festival de Úbeda.

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