Esto lo he escrito para el libro sobre Barenboim, por descontado.
_____________________________________________________
Un libro de recomendaciones discográficas gira, por definición, en torno a los gustos musicales de quien lo escribe. Gustos personales o personalísimos, que se basan en valores que no son universales ni inamovibles. Por eso mismo me parece correcto por mi parte, aunque sea a contracorriente de lo que se suele hacer en estos casos –que es callar: el crítico de turno aparece así como una especie de tótem omnisciente–, relatar por encima mi trayectoria como melómano.
Nací en Jerez de la Frontera en 1971. Si mi madre –maestra de Sociales– me transmitió el amor por la Historia y el Arte, mi padre –maestro de Lengua– lo hizo por la música. En casa nunca hubo lugar para el pop ni el rock; sí para algo de música ligera, para los cantautores y para el repertorio sinfónico más o menos convencional. La ópera casi nunca hacía su aparición, y jamás lo hizo la zarzuela, género éste que sigue sin interesarme. Sí que se ponía bastante música escrita para el cine, y quizá fuera eso lo que hizo que a partir de mediados de los ochenta me apasionara por las bandas sonoras. Los primeros discos que compré –de vinilo, evidentemente– contenían música de John Williams, John Barry, Ennio Morricone y Jerry Goldsmith, aunque enseguida me quedó claro quién era mi compositor favorito: ese neoyorquino de alma absolutamente british llamado Bernard Herrmann (1911-1975).
En 1988 me trasladé a Sevilla para estudiar Geografía e Historia, sección Historia del Arte: yo ya tenía clarísimo que quería dedicarme tanto a la enseñanza como al estudio del arte medieval. Allí entré en contacto con algunas tiendas de discos; Sevilla Records, que aún existe, fue mi suministradora de productos de segunda mano. Y también allí pude disfrutar –una barbaridad– de los conciertos de los hoy extintos Encuentros Internacionales de Música de Cine que organizaba un profesor llamado Carlos Colón: por allí estuvieron empuñando la batuta personajes como Maurice Jarre, José Nieto, Gabriel Yared, Carlo Savina o –más tarde– los mismísimos David Raksin, Ennio Morricone, Jerry Goldsmith y Elmer Bernstein.
Paralelamente, en mi vida musical coincidieron tres circunstancias decisivas. Una, las clases de Historia de la Música de Maribel Osuna, que me condujeron a adentrarme en todo el repertorio de manera sistemática y a empezar a interesarme por la música antigua –ella tocaba la viola da gamba en el Taller Ziryab–. Por cierto, que yo ya leía con mucha avidez las revistas Ritmo y Scherzo –en la biblioteca pública: un estudiante no podía costearlas–, de las cuales me gustaba muchísimo más la primera que la segunda: rara vez me sentía identificado con su equipo de críticos, y aún hoy sigo sin hacerlo. En El Corte Inglés cogía el Boletín de Radio 2, hoy Radio Clásica, para subrayar aquellas músicas que quería grabar en el modestísimo equipo que tenía en mi piso de estudiantes. ¡Qué mal me quedó la cinta con aquella increíble, inigualable Quinta de Prokofiev con Maazel y la Filarmónica de Viena!
Dos, la creación de la Sinfónica de Sevilla. Desde aquella presentación en enero de 1991 en el Teatro Lope de Vega, pude acudir a casi todos sus conciertos sinfónicos y a la mayoría de los de cámara. Eran los tiempos de la Sala Apolo, que algunos aficionados todavía recuerdan con cierto cariño. Nunca se me olvidarán los primerísimos conciertos: Falla, Prokofiev, Beethoven, Gershwin, Bruckner, Smetana… De los maestros Sutej y Weise –este ya en el Maestranza– me acuerdo bastante bien, no digamos ya del muchísimo más reciente Alain Lombard. Con maestros titulares e invitados hubo sus más y sus menos artísticos, pero siempre era un placer escuchar toda aquella música en directo a cargo de una orquesta de nivel.
Tres, la creación del Teatro de la Maestranza para acoger la absolutamente espectacular programación de la Expo ’92. Por aquellos eventos pude escuchar a directores como Abbado, Barenboim, Bychkov, Celibidache, Chailly, Dutoit, Gardiner, Gergiev, Maazel, Mehta, Muti y Rostropovich, entre otros muchos artistas congregados. Recuerdo que me preparaba con ahínco los conciertos –buscaba las obras del programa y me las ponía una vez tras otra en el walkman–, así que pese a que me quedaba bastante repertorio por conocer, salía de los conciertos con una cierta idea de la calidad de lo que allí había escuchado. Recuerdo la desconcentración –estaba muy enfermo ese día– de Barenboim en la Novena de Bruckner –yo ya entonces adoraba esa música–, el desastre de la Novena de Beethoven de Maazel, el carácter histórico de la Quinta de Tchaikovsky por Celi, el aburrimiento de un Abbado en su peor momento y las lágrimas que –literalmente– me hizo saltar Rostropovich con su War Requiem de Britten. Luego analizaba todas, absolutamente todas las criticas que salían en la prensa local y nacional. Con eso, y leyendo muchísimas reseñas de Ritmo y Scherzo, aprendí bastante –creo– sobre interpretación sinfónica, pero también sobre de quiénes podía fiarme y de quiénes no. También descubrí que existían las nada nobles artes de la adulación –en sus diferentes variantes, preferiblemente combinando camerinos y prensa– para codearse con el mundillo artístico local.
Paralelamente, ahí estaba el Festival de Música Antigua en los Reales Alcázares y el Lope de Vega. Efectivamente, yo era asiduo a esas “cosas raras” cuando en Sevilla iban cuatro gatos. De ese repertorio me interesaba de manera especial todo lo que tuviera que ver con la Edad Media, no tanto el Renacimiento y bastante menos el Barroco, en el que encontraba a verdaderos genios junto a otros señores que no me parecían interesantes. Recuerdo con especial emoción la primera vez que vi a Emma Kirkby y un concierto de música sefardí con la Boston Camerata,
El repertorio que a mí me entusiasmaba, en cualquier caso, tenía raíces en el sinfonismo escrito para el cine, así que mi evolución fue justo la contraria a la de muchos melómanos: desde delante hacia atrás. Primero veneración por gente como Richard Strauss, Stravinsky, Prokofiev o Shostakovich. Un poco más adelante pasión por Brahms, Tchaikovsky y Bruckner, como también por Mahler, Debussy, Ravel, Rachmaninov y Bartók. Luego me tocó entusiasmarme con Beethoven, Schumann, Schubert, Mendelssohn y compañía, hasta que finalmente llegó la hora de los Haydn y Mozart. Pero bueno, no voy a engañarles: el grueso de mi muy considerable colección de discos sinfónicos –música de cine aparte– se reparte entre Beethoven, Brahms y Bruckner. Las tres bes. Miento: los rusos también ocupan una parte importantísima de mis estanterías.
¿Y la ópera? Me zampé la mayor parte lo que hizo el Teatro de la Maestranza durante sus primeros años –y desde entonces, con algunas ausencias por motivos laborales, hasta hoy mismo–, así que pronto me quedó claro que en ese campo no tenía un solo amor, Richard Wagner, sino también otro llamado Giuseppe Verdi. Los maravillosos Puccini, Strauss y compañía vinieron luego. El belcantismo –entiéndase: el decimonónico de los Bellini y Donizetti– me sigue interesando lo mismo que antes: más bien poco, salvando obras maestras como Norma o Lucia (¡faltaría más!). Lo cierto es que la exhibición de grandes voces y de piruetas vocales es algo que nunca me ha llamado la atención, y que los análisis “foniátricos” que determinados críticos realizan me aburren sobremanera.
La música para piano me afecta a veces de manera especial: tengo particular debilidad por Chopin, por mucho que lo más grande para el instrumento se encuentre en Beethoven. Las últimas sonatas de éste me vuelven loco –en el mejor de los sentidos–. Y Schubert, Schumann, Liszt, Debussy… congoja quieren que les diga. En la música de cámara me produce especial fascinación todo lo que hizo Brahms, pero en ese terreno guardo muchos otros intereses. El repertorio del lied me parece uno de los más atractivos que existen, si bien he escuchado menos de lo que me hubiera gustado por culpa de la escasez de traducciones de los textos.
En cuanto a la música “de vanguardia”, tengo a Ligeti, a Lutoslawski y a Boulez por tres inmensos genios que me fascinan cada día más. El minimalismo y sus derivados pueden llegar a irritarme. No así la música “retro”: adoro las melodías de Anton García Abril en la misma medida que la obra durísima –y abiertamente genial– del linarense Francisco Guerrero, o la del algecireño Sánchez-Verdú.
Pues bien, esa es mi formación y esos son mis intereses. Hacia 1997 –creo recordar– empecé a escribir críticas musicales –de manera muy bisoña y mejorable– de las cosas que veía en el Teatro de la Maestranza, y al poco tiempo me incorporé –muy ilusionado– a la revista promocional del recién reabierto Teatro Villamarta de mi tierra. En 1999 empecé a publicar reseñas discográficas en la revista Ritmo por mediación de Ángel Carrascosa Almazán. Cuando muchos años más tarde empecé a escribir críticas sobre el Villamarta –en internet: en Ritmo tanto Sevilla como Jerez tenían sus críticos intocables en absoluto dispuestos a compartir espacio– me encontré con serios problemas: para ciertas personas, si lo no pones todo por las nubes te conviertes en un enemigo a combatir. En cualquier caso, el desfile de artistas que pasaron por Jerez a finales de los noventa y principios del nuevo siglo fue espectacular –entre los directores, allí estuvieron maestros como Menuhin, Rozhdestvensky, Temirkanov, Brüggen o Harding– y terminó de configurar mis gustos y conocimientos.
Cuando desde el año 2000 empecé a trabajar en la enseñanza secundaria, la posesión de un sueldo fijo me fue facilitando, dentro de lo que permitían las necesidades de un interino –la mayor parte del dinero se va en gasolina y alquileres– viajar al extranjero: los Proms de Londres eran mi destino favorito para escuchar música, aunque el asunto salía muy caro. Por eso frecuenté más el Festival de Granada.
Convertirme en funcionario y conseguir una plaza fija en la Sierra de Segura, en la que residí un buen número de años, me mantuvo muy alejado de mi casa, del Villamarta y del Maestranza; también de la investigación artística. A cambio tuve mucho Madrid –el de la gris etapa de López Cobos en el Real, lástima– y mucho Valencia –ahí sí, nada menos que el de Maazel y Mehta, incluyendo El anillo del nibelungo de este último–. Raro era el mes que no pisaba el Auditorio Nacional, el Teatro Monumental de Madrid o el Palau de la Música de Valencia. Son los años en que más música pude escuchar en directo.
Desde septiembre de 2016, plaza fija en el IES en el que estudié y vuelta a casa. Espero que ya de manera definitiva, aunque sea para vivir sin apenas música en directo: las vacas gordas del Villamarta pasaron y ahora el teatro es un páramo. Sevilla, por su parte, ha perdido las visitas regulares de Daniel Barenboim y la West-Eastern Divan para convertirse en algo así como en el epicentro de las interpretaciones del Barroco que menos me gustan, las que radicalizan las prácticas históricamente informadas. En fin, siempre nos quedarán los discos
6 comentarios:
Qué interesante conocer su vida melómana. Así como usted tuvo a sus críticos de cabecera, déjeme decirle que usted está entre los míos desde hace 10 años que me topé con su blog. También sería interesante conocer como es su método para escuchar, analizar y criticar un disco, qué parámetros utiliza, etc. Saludos.
Ningún método, salvo sentarme a escuchar completamente a oscuras, salvando la luz del televisor (si es que se encuentra encendido para la ocasión), y tener cerca un lápiz y una libretita por si se me ocurre alguna idea. Si de lieder hablamos, eso sí, luz tenue encendida y traducción por delante.
Ahora bien, importantísimo: cada vez que acabo de escuchar una obra, corro al ordenador a escribir unas líneas sobre la interpretación en mi cuaderno digital, que tiene no sé ya cuántos centenares de páginas. De él proceden la mayoría de las cosas que luego publico aquí, aunque no están pensadas para mi blog, sino para obligarme a mí mismo a un ejercicio de reflexión tras la escucha.
Confieso que cuando escucho un determinado disco del que tengo claro que voy a escribir, procuro escuchar inmediatamente antes o después alguna otra versión de las mismas obras que incluye. "A palo seco" no es fácil calibrar las bondades e insuficiencias de una determinada lectura, salvo que se trate de una página que se conozca maravillosamente bien.
Gracias por el interés, un saludo.
De jovenzuela oi a Baremboim interpretando las tres últimas sonatas de Beethoven
Yo era muy jovenzuela...que en la última pensé: vaya truño.
Jovenzuela y pecadora, lo se.
La cuestión es que quería redimirme y las tocá en Suiza, Ginebra (magnifico Victoria Hall...) Basilea... y por Corpus que es fiesta donde trabajo. La cuestión es que ese puente lo tiene adjudicado mi compañera que es de Berga y es La Patum.
La paz y el buen ambiente laboral es lo primero.
Estoy esperando a ver si tiene que posponer ( Elton pospuso dis veces...y al final lo vimos) y me los pone por el 11 de septiembre que me va bien.
Fernando,
Has descrito a Ligeti, Lutoslawski y Boulez como "tres inmensos genios". ¿Podrías citar, al menos, una obra maestra de cada uno? Muchas gracias.
Observador, de Lutoslawski la Sinfonía nº 3. De Boulez no estoy seguro. ¿Repons, quizá? De Ligeti TODO. Creo que su obra hay que conocerla completa (tampoco son tantos discos). El Réquiem podría ser una de sus partituras más interesantes, pero me cuesta muchísimo escoger.
En la Sala Apolo, un cine reciclado de floja acústica, con aquella pared de ladrillo al fondo, recuerdo una Quinta de Bruckner dirigida por un director alemán que había sido músico de la Filarmónica de Berlín (he olvidado su nombre) realmente excitante.
De la Expo recuerdo poca cosa buena, dejando a un lado que vinieran grandes orquestas, una tras otra en tan corto espacio de tiempo. Recuerdo la Primera de Mahler con Abbado, en efecto, exacta y fría. Y aquel Don Giovanni. Y el Holandés, con escenografía de Weiland si no recuerdo mal.
La biblioteca pública donde consultaba yo los viejos números de Scherzo y Ritmo era la de la calle Alfonso XII, hoy cerrada, y que perdió la colección de revistas en una inundación (me dejaban bajar al sótano a cogerlas directamente).
¡Qué tiempos y qué recuerdos! Antes de los años 90 no había prácticamente nada (en el Teatro Lope de Vega hubo incluso óperas en otros tiempos), y poco a poco, junto a las infraestructuras y todo lo demás, se fue desplegando una cierta vida cultural musical rica y variada, teniendo en cuenta que Sevilla tampoco es Viena, Londres o París. El conservatorio sigue siendo una pena (sus sedes indican la importancia que le damos, con tantos grandes edificios mal reutilizados o abandonados), se ha perdido la oportunidad de Barenboim... pero hay una buena orquesta pública, una temporada de ópera y sinfónica, un buen teatro (el Maestranza)... y hay una base para hacer mejor las cosas en el futuro subiendo un escalón (o dos) más, después de haber subido ya varios...
Publicar un comentario