jueves, 20 de febrero de 2025

Ifigenia en Táuride en el Maestranza: desequilibrada la música, mediocre la escena

Ya escribí aquí mismo lo que opino sobre el avance del regista sevillano Rafael R. Villalobos en el mundo de la lírica: triste, irritante y -sobre todo- dañino tanto para la ópera como para las causas progresista, feminista y LGTB que él dice defender. Lo hice al volver de la última de las tres funciones que el Teatro de las Maestranza ofreció de la bellísima Ifigenia en Táuride de Gluck, la del sábado 15 de febrero. Escribí en caliente, pero me reafirmo en lo dicho. Escribo ahora en frío sobre los resultados de la función propiamente dicha, no sin antes realizar una consideración previa.

Me dice un amigo que no está bien valorar una función de ópera a partir de lo que uno ha escuchado con anterioridad; que no son apropiadas las comparaciones, que hay que considerar a las cosas por sí mismas. No estoy de acuerdo. Sí que es cierto que cuando de ópera se trata hay que olvidarse de las grandes grabaciones de estudio: resultaría ridículo esperar en directo cosas como el Tristán de Furtwängler, el Rigoletto de Kubelik o la Turandot de Mehta. Eso es música-ficción, solo posible con una gran compañía discográfica que reúne grandes nombres, los hace trabajar largos días y corrige en la mesa de mezclas todo lo que haga falta. Pero uno sí que puede tener presente lo que ha presenciado en directo. Puede y debe, si quiere ser justo con todos los artistas y dar al césar lo que es del césar. El café para todos no vale, como tampoco vale en la profesión a la que me dedico, la enseñanza. Por mucho que en los últimos años cada vez alumnos, padres y administraciones públicas se empeñen, no a todo el mundo se le puede poner el sobresaliente: resulta injustísimo con quien tiene mayor talento que otros y/o ha trabajado de manera especialmente dura. En este caso concreto de Ifigenia, no puedo olvidar que en 2008 vi una espléndida función de este título en Valencia (reseña) y en 2011 otra aún mejor en Madrid (reseña). En ambos casos el papel de Orestes corría a cargo de un tal Plácido Domingo.

Y qué quieren que les diga, a sus setenta años el artista madrileño, tenor y no barítono, hizo gala de mucha más voz que Edward Nelsons, barihunk -barítono cachas- escuchado en Sevilla. Escuchado y sufrido: su línea de canto, si es que de canto se podía hablar, no había por donde cogerla. Lo que hizo fue vociferar el papel. Alasdair Kent se encargó de su fiel amigo Pylades: la voz tiene un centro agradable, pero se queda corta por arriba y por abajo. Técnica, la justita. En la segunda mitad de la función se vino abajo y metió un par de sobreagudos insufribles. ¿Cómo se entiende que con la sabiduría que el departamento de producción del Maestranza está demostrando en estos últimos años se haya contratado a estos dos señores? Solo encuentro una explicación: Villalobos ha intervenido en el casting y ha cogido a dos maromos de torso espectacular a los que tener todo el tiempo sin camiseta. ¿Y este tipo dice amar la ópera? Bochornoso. Muy acorde con los tiempos que corren, eso sí. Mientras veía y escuchaba aquello pensé lo mismo que un colega con el que pude departir en el intermedio: esto es lo mismo que se hacía en el cine del destape, ofrecer carne fresca "por exigencias del guion". Por aquel entonces femenina, ahora masculina. Lo peor es que se quejan de que se cosificara a la mujer los mismos que ahora cosifican a los varones.

Raffaella Lupinacci me pareció una buena Ifigenia, sin más. Ni punto de comparación con Violeta Urmana en Valencia, no digamos con Susan Graham en Sevilla. Esas sí eran grandes. Lupinacci, presunta mezzo que más bien parecía una soprano corta, no tenía graves pero si muy buena técnica. Cantó con irreprochable estilo y muy buen gusto, aunque con alguna irregularidad: comenzó con la voz fría, pasó en poco a un muy alto nivel, se limitó a cumplir en esa increíble maravilla que es "O malheureuse Iphigénie" -la regie no ayudó al situarla en lo alto de un graderío, lejos de la embocadura- y ofreció unos actos tercero y cuarto más que dignos. Globalmente bien, nada más y tampoco nada menos.

Muy notable Damián del Castillo como Thoas, y mejor aún Sabrina Gárdez como Diana. El gran triunfo vino para el coro, no tanto por los señores -hubo algún desajuste- como por las señoras: aun con alguna tirantez, estuvieron mucho mejor que el coro que escuché en Madrid y que el del Metropolitan en la filmación con Graham y Domingo aquí comentada. Hay motivos para el orgullo, porque las exigencias son tremendas por longitud y dificultad de las intervenciones. Merecidísimos aplausos para todas y para su director, Iñigo Sampil.

Me gustó la batuta de la directora griega Zoe Zeniodi, quien al frente de una Sinfónica de Sevilla en buena forma supo ofrecer Gluck "de la reforma" sin irse para ninguno de los dos lados: esto no puede sonar a Beethoven o Weber, por no salirnos del ámbito alemán, pero tampoco hay que imitar a las formaciones históricamente informadas ni ofrecer la hoy tristemente acostumbrada ración de espasmos, claroscuros y violencia sonora. La cuerda estuvo ágil en peso sonoro y articulación sin por ello perder la imprescindible densidad. Hubo nervio y sentido teatral, mas no precipitaciones; las melodías volaron con desahogo y se permitió respirar a cantantes y coro.

Queda la producción escénica. Situar la acción en el teatro bombardeado en Mariúpol por las tropas del genocida Putin es puro oportunismo por parte de Villalobos. El drama de Ifigenia va por otro lado, el de las relaciones familiares, la amistad y los conflictos internos, y si el tema de ira divina ciertamente encaja con el contexto bélico y tal, lo otro no lo hace en absoluto. Para encajar las piezas, el regista propone unos teatrillos mediocremente resueltos por su parte y por la del pequeño equipo de actores congregados a tal efecto. Sí que fue excelente la dirección teatral tanto de los cantantes como de los miembros del coro, y estuvieron muy bien escenografía e iluminación de los actos primero, segundo y cuarto; en el tercero, un verdadero horror visual. Me decía un buen melómano a la salida, entusiasmado, que esta producción había puesto en escena una verdadera tragedia griega. No estoy de acuerdo: tragedia clásica, esencial, modernísima a la vez que intemporal, directa al grano y sin concesiones, era la producción que vi en Madrid a cargo del grandísimo Robert Carsen, tan parecida a sus justamente aclamadas Carmelitas que se acaban de reponer en Valencia. Lo de Villalobos me parece una mezcla de mediocridad intelectual, pretenciosidad y provocación gratuita.

Y es que se le olvidaba: Orestes se lleva parte del tiempo inhalando droga, mientras que Thoas viola analmente a una de las sacerdotisas para luego hacerse una paja y mearse encima de ella. El joven regista se cree una mezcla de Passolini y Almodóvar, pero se olvida de que lo que tenía sentido hace décadas no lo tiene ahora. Villalobos ni arriesga, ni innova, ni hace pensar, ni provoca. Hoy no. Todo lo contrario: simplemente se apunta al postureo para trepar en el mundillo, y a tenor de las críticas que están saliendo de su debut en el Teatro Real, parece que lo está consiguiendo. Malos tiempos para la lírica.

2 comentarios:

Mireia P.B. dijo...

Me parece pura valentia en la frontera con la temeridad...que se atreva a ir una ópera con producción de ese...no se como definirlo.
Yo sufrí su Tosca y me tendrán que pagar mucho para que reincida. O que peligre mi vida y/o la de mis allegados.
Por cierto, vi las Carmelitas de Valencia y la producción, que tiene sus añitos, se ve tan ricamente.

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Oiga, Mireia, no se queje, que ustedes han tenido muchas veces en el Liceu al señor Bieito, auténtica KK de Luxe en eso de mostrar vísceras, mierda y ultraviolencia en cualquier título que se le pusiera por delante, aunque se tratase de Sonrisas y lágrimas. Villalobos es un aprendiz al lado de ese.

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