La
Sonata en si menor de
Franz Liszt pasa por ser una de las obras más difíciles de tocar de toda la literatura pianística. Deberíamos añadir que es también de las más difíciles de
interpretar. Resulta tentador dejarse llevar por el nervio, por el furor demoníaco y por los fuegos artificiales. Desplegar concentración, profundizar en la fortísima carga filosófica de los pentagramas y hacerlos sonar con auténtica fuerza visionaria es verdaderamente complicado. Aquí tienen ustedes algunos ejemplos de grandísimos pianistas –y de alguno que lo es bastante menos– enfrentándose al terrible reto. Y es que dar las notas, aun siendo ya muchísimo, no basta.
1. Gilels (Leningrad Masters, 1961). Armado de un sonido muy personal, macizo y
poderoso, Gilels construye una interpretación sobria, seca, incluso enjuta, pero
llena de concentración, fuerza y tensión dramática, también quizá de excesivo
nervio en algunos pasajes. En cualquier caso, y como es habitual en el enorme pianista de Odesa, todo matiz está en función de lo expresivo
y no hay el menor interés por la belleza sonora en sí misma. Lástima que la
mediocre toma sonora, en vivo, no deje disfrutar lo suficiente.
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2. Gilels (RCA, 1964). Ahora en estudio, con unos tempi más reposados (29’50’’
frente a 28’23’’) y añadiendo una dosis mayor de concentración, Gilels da una nueva vuelta de tuerca a su visión de la partitura para ofrecer una
recreación no menos poderosa y escarpada que la suya en vivo tres años anterior,
pero de arquitectura aún más sólida y mayor hondura reflexiva. Tal vez algunos
paladares sigan echando de menos un punto más de vuelo lírico, de emotividad,
pero aun así el resultado es no solo coherente, sino demoledor.
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3. Richter (Philips, 1966). Interpretación personal, muy dramática,
sincera y visceral a más no poder, recorrida por un fuego tan tempestuoso que
por momentos el pianista frasea con excesivo nervio y hasta se precipita,
particularmente en el último tercio de la obra, por lo que la arquitectura
global no resulta del todo depurada. Aun así, el resultado es de tan enorme
atractivo que su conocimiento resulta casi obligatorio.
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4. Arrau (Philips, 1970). No debe
sorprender demasiado que el pianista más grande del siglo XX
no terminase de calar todo lo posible en esta genial página, habida cuenta de que su arte, humanístico ante todo, queda un
tanto al margen de la escritura turbulenta, visionaria y agónica que
caracterizan a la
Sonata en Si menor: sus aspectos más atmosféricos y
siniestros le quedan un tanto desdibujados, sobre todo en una introducción un tanto
desaprovechada. Ahora bien, no dejamos de encontrar aquí flexibilidad en
el fraseo, riqueza de matices, poesía a raudales, cantabilidad suprema y esa
particular mezcla de elegancia, sensualidad y apasionamiento controlado que
caracterizan al inolvidable artista chileno. Si pueden hacerse con el SACD
japonés, disfrutarán de una espléndida calidad sonora.
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5. Argerich (DG, 1971). A sus treinta años recién cumplidos, la pianista de Buenos Aires realiza un derroche de electricidad y pasión en una lectura efervescente a más no poder, aunque no precisamente escasa de cantabilidad y vuelo lírico, como tampoco de claridad (¡qué limpieza la del sonido, por no hablar de la manera de graduar dinámicas!), en la que puede lucir en su plenitud ese característico toque que algún crítico, con enorme acierto, ha denominado "felino". Marta vigila a su presa con concentración que fascina, salta con agilidad de tigresa –vertiginosa, curvilínea, elegante– y finalmente devora con tremenda ferocidad mas sin perder distinción. El problema aquí es que, además de escapársele alguna frase un tanto mecánica, parece haber más brillantez que atmósfera, más pasión espontánea que reflexión. Más espectáculo que trasfondo, en definitiva. La toma sonora se conserva francamente bien.
(8)
6. Horowitz (RCA, 1977). El mítico pianista ucraniano apuesta decididamente por
ofrecer una visión mefistofélica de la partitura desplegando su sonido
poderosísimo con no poco efectismo, y fraseando con gran imaginación, poesía
tempestuosa y fuerza visionaria. Por desgracia su realización, en cualquier caso
llega de garra y teatralidad, resulta por momento excesivamente nerviosa, más
brillante que sincera, a menudo al borde del exhibicionismo e incluso de lo
mecánico, al tiempo que se queda algo corta en lirismo y sensualidad. Hay mitos que merecen ser revisados.
(7)
7. Barenboim (DG, 1979). Lectura negra, seca y muy demoníaca, cargada de malos
presagios, pero no por ello carente de vuelo lírico, en el que Barenboim se
muestra tan personal y sincero como suele. Desdichadamente, se deja llevar por el
temperamento y no redondea la interpretación con la concentración y la unidad
necesarias. Aquí y allá hay momentos sensacionales, pero en otros el fraseo
resulta en exceso nervioso, incluso crispado, y la espiritualidad que la obra
demanda no se termina de hacer presente. En sus grabaciones posteriores suplirá
estas carencias.
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8. Brendel (Philips, 1981). Interpretación clásica en el mejor de los sentidos, fraseada con una lógica, una
elegancia y una fluidez admirables, con los picos alcanzados con una
perfecta planificación, sin caída alguna en el nerviosismo pero llegando con
valentía a la cima, cantando con delectación las melodías y regulando el sonido con
refinamiento y atención al matiz sin que esto signifique blandura o preciosismo.
Ahora bien, y como en él es habitual, Brendel procura mantener las distancias y
no dejarse llevar por el huracán de pasiones que propone una partitura como
esta, por lo que al final se echan de menos tanto la atmósfera malsana que se
debe respirar como, sobre todo, ese punto de arrebato, de locura y de carácter
visionario que la obra demanda. Magnífica la toma, aunque con ruido de tráfico.
(8)
9. Arrau (Philips, 1985). Otra vez el chileno dejándonos una interpretación poética, elocuente, hermosísima,
fraseada con extraordinaria naturalidad, ajena al arrebato y al descontrol pero
magníficamente tensada, bien atenta a los aspectos filosóficos de la pieza. Y de nuevo un poco ajena a la vertiente más mefistofélica de la misma, evidenciándose otra vez cierta falta de
garra dramática en la primera parte. En cualquier caso las virtudes son tantas
que tales limitaciones, relativas, importan poco.
(9)
10. Barenboim (Erato, 1985). El disco ofrece una información confusa sobre el lugar en que se realizó la toma: la Wahnfried de
Bayreuth, el Markgräflisches Theater de la misma localidad y Múnich. Podría pensarse que es la misma toma de la filmación que comento más abajo, pero no es así: esta de Erato dura 32'21, lo que no es precisamente poco, y la del vídeo se extiende nada menos que hasta los 33'40 (duraciones que he tomado a mano y no coinciden con las respectivas carpetillas). Lo que nos interesa, en cualquier caso, es que el maestro se supera a sí mismo con respecto a su registro de DG con una interpretación en la misma línea que la anterior, pero más redonda: densa, concentrada, reflexiva y
atmosférica, ominosa más que rebelde, introspectiva antes que escarpada o
visionaria, dotada de una enorme fuerza interior al tiempo que
paladeada con un vuelo lírico impregnado de negrura sin merma de belleza sonora.
Admirable cómo se construyen las tensiones sin forzar la arquitectura hasta
llegar a un clímax agónico tras el cual viene un final particularmente
siniestro. La toma sonora podría ser mejor.
(9)
11. Barenboim (DVD Euroarts, 1985). Nueva y última vuelta de tuerca de Barenboim, quien se refugiándose en la Wahnfried
de Richard Wagner alcanza un grado supremo de concentración para otorgar un peso insólito a los
silencios, una fuerza armónica tremebunda los acordes, una admirable sutileza a
las transiciones y una portentosa cantidad de matices expresivos a un fraseo
flexible a más no poder, extremadamente arrebatado en los clímax pero siempre
conducido con absoluto control de los medios y perfecta solidez en la
arquitectura global. Zimerman ahondará aún más en los aspectos visionarios de la
obra y ofrecerá mayor virtuosismo aún, pero esta filmación ofrece una profundidad filosófica como
ninguna otra. Un hito de conocimiento obligado.
(10)
12. Pollini (DG, 1989). Nadie puede dudar del enorme virtuosismo del pianista
milanés. Su limpieza digital es enorme. Su destreza para regular el sonido,
difícilmente superable. No menor resulta su capacidad para planificar
arquitecturas de tan monumentales dimensiones como esta. Para mantener la
concentración en los pasajes más calmos, y para evitar el exceso de nervio –gran
trampa de la genial página– en aquellos que requieren nervio y fuego. Sin
embargo, el resultado no termina de convencer: siempre objetivo, analítico y
racional, Pollini se olvida de la atmósfera mefistofélica que la partitura demanda, de la sensualidad al mismo tiempo turbia y conmovedora que desprenden las
notas, del carácter visionario de los momentos más arrebatados, de la
transfiguración justo antes de un final aquí extremadamente seco y despojado… De
la emoción, en definitiva. Tampoco su sonido, un punto percutivo y no muy denso,
es el más lisztiano posible.
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13. Donohoe (EMI, 1989). El pianista de Manchester demuestra sobrada agilidad
digital, apreciable concentración –hay electricidad, mas no exceso de nervio–,
atención al matiz e irreprochable gusto, pero lo cierto es que su muy digna lectura no
termina de convencer. En los pasajes extrovertidos ofrece antes grandes
contrastes sonoros que sinceridad o carácter visionario, mientras que en los
introvertidos se queda bastante corto en lirismo y emotividad. ¿Hacía falta grabar este disco?
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14. Zimerman (DG, 1990). Lo más increíble de esta arriesgadísima, genial e
inigualable interpretación no es la amplísima gama dinámica ni la variedad de
colores que Zimerman extrae del piano, ni su asombrosa agilidad digital, ni
tampoco la manera de combinar la atención al matiz más sutil con la atención de
la arquitectura global, sino el modo en el que logra controlar con la más
poderosa concentración que imaginarse pueda el extraordinario fuego demoníaco
con que se aborda la partitura sin que mermen la teatralidad ni la garra
dramática. Puede que en los pasajes más líricos se eche de menos una dosis
superior de sensualidad y de hondura filosófica pero, dentro de este enfoque
marcadamente visionario, los resultados son espectaculares, a lo que ayuda una
soberbia toma sonora. En fin, uno de los mejores discos que el melómano puede tener en su discoteca.
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15. Pogorelich (DG, 1990). El pianista croata juega con el tempo como le da la real gana: nada menos que 33'55 le dura la obra, aunque las fluctuaciones son tales que la lentitud es a veces extrema. Toca con una limpieza impresionante, casi tanto como la de Zimerman, iguala a su colega a la hora de modelar el sonido y despliega una gama de colores todavía más asombrosamente rica y sugerente. Canta las melodías con asombrosa belleza y descubre perspectivas insólitas en una partitura que en sus manos parece nueva. Otorga un peso inusual a los silencios, frasea con libertad extrema, deslumbra con transiciones espectaculares, juega en la cuerda floja hasta el punto de ofrecer pasajes que resultan desarticulados pero a la postre logra conducirnos hacia clímax abrumadores por su potencia tanto sonora como dramática. Ahora bien, ¿hay realmente una idea expresiva detrás de todo esto? Probablemente no, sino el muy ególatra deseo de resultar lo más personal posible. Pero difícil resulta sustraerse ante semejante derroche de talento. La toma sonora no es menos espectacular.
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16. Brendel (Philips, 1991). El maestro repite su muy notable aproximación, apolínea en el buen
sentido, dicha con naturalidad en el fraseo, respirada con holgura y aliento
lírico, convenientemente matizada, de gusto irreprochable y poderosa en el
sonido cuando debe. El problema, otra vez, es que el equilibrio expresivo de Brendel no
resulta del todo adecuado en una obra tan demoníaca: se echan de menos carácter
obsesivo, tensión interna y clímax más encendidos y encrespados. El final
tampoco termina de ser todo lo mágico que debiera. Incluso le queda algo
insulso.
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17. Say (Teldec, 2001). Dotado de una asombrosa capacidad para regular el
sonido y de una agilidad digital incuestionable, el pianista turco monta todo un
espectáculo de cara a la galería, incluyendo fortísimos atronadores, de una potencia
abrumadora antes por volumen sonoro que por capacidad para descargar
energía en los picos de tensión; frases dichas con la mayor velocidad posible
para aparentar arrebato; y pasajes líricos cuya belleza, delicada y transparente,
resulta bastante superficial y carece de la elevación poética necesaria. A la
postre, lo que tenemos es una interpretación demoníaca y nerviosa en la línea de
un Horowitz o un Richter, pero dicha con menor inspiración y sin la energía
creativa de aquellos. Perfecta muestra, en definitiva, del enorme bluf que es Fazil Say, quien en su faceta de compositor no es menos tramposo que en la de pianista.
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