lunes, 31 de mayo de 2021

La Carmen del Maestranza de 1992

Ahora que Carmen vuelve al Teatro de la Maestranza, quiero dejar por escrito lo que me viene a la memoria de aquella producción del genial título de Georges Bizet que se vio entre abril y mayo de 1992 con motivo de los fastos de la Expo. Me acuerdo muy bien de aquello, como también de la floja Novena de Bruckner de Barenboim/Berlín, la sensacional Séptima de Beethoven del de Buenos Aires, la aburrida Sinfonía del Nuevo Mundo de Muti/Philadelphia, la incomparable Quinta de Tchaikovsky de Celibidache y, sobre todo, el –al menos para quien esto suscribe– traumático War Requiem dirigido por Rostropovich. Se preguntarán ustedes qué sabía yo por entonces. Muy poco, supongo, pero lo suficiente como para alarmarme por las críticas oficiales que desde el ABC lanzaba un personaje llamado Ramon María Serrera, entregado a la adulación más desvergonzada para medrar en el mundillo. Lo consiguió, claro está, pero los melómanos sabíamos bien que una cosa era lo que se escuchaba y otra cosa muy distinta lo que luego se leía.

Carmen venía en la producción de Nuria Espert para el Liceo. Todos la conocíamos por la filmación televisiva con Maria Ewing y Luis Lima. Agradable de ver, sensata y bien resuelta. Nada más, nada menos. La nieve en Sierra Morena estaba fuera de lugar. Lo que no recuerdo es si, como en el vídeo, la cigarrera moría ensartada en un garfio o apuñalada; creo que lo segundo. Un lujo contar con Cristina Hoyos para bailar la canción gitana, aunque sobraron los gestos de diva -yo te quiero a ti, tú me quieres a mí, como si fueran Lola y Rocío- entre la bailaora y la gran protagonista del evento, no otra que Teresa Berganza.

No sé cómo estuvo la mezzo madrileña. Y no lo sé porque no se la oyó. Al menos desde el Paraíso. En Madrid le llovieron críticas por lo mismo, y la divísima madrileña contestó a públicamente a los críticos echándole la culpa a los "fans histéricos que tiene que soportar al terminar la función" (sic) o a que en algunos teatros –se refería al Maestranza– el público podía verla ensayar mirando por la ventana de los camerinos. Lo siento, señora Berganza: sin voz no se puede cantar Carmen de manera satisfactoria, y usted en aquellas funciones de 1992 no la tenía.

Me gusta mucho en esta ópera José Carreras, por la belleza de su voz y porque comparto por completo su visión del personaje. Temía una voz hecha polvo –estaba recién recuperado de su gravísima enfermedad–, pero no fue así. Estuvo bien, muy centrado y desenvuelto. Eso sí, algunas cosas ya no podía hacerlas: estuve esperando todo el tiempo el maravilloso regulador con que cerraba La fleur en su grabación con Karajan y la decepción fue total, porque ni siquiera hizo el intento.

A Justino Díaz le recuerdo una voz poderosa y un temperamento muy “echado pa’lante”, pero también bastante tosquedad. Teresa Verdera creo que cumplió: ahí sí que se me ha borrado la memoria. ¿Y Plácido Domingo? Porque fue el Don José por antonomasia quien empuñaba la batuta. Pues miren ustedes, el coro de cigarreras lo abordó con enorme lentitud y una sensualidad portentosa, auténtico humo de tabaco cargando el ambiente. Creo que nunca lo he escuchado mejor. Y ya está: el resto, pura rutina. Sin vulgaridades –la musicalidad de Plácido es inmensa– pero también sin nada destacable. Lo que ocurre es que él era el asesor musical de la Expo’92 –había conseguido traer al Metropolitan de Nueva York al completo–, así que nadie podía decirle que no.

jueves, 27 de mayo de 2021

La isla de los muertos, de Rachmaninov: discografía comparada

Sergei Rachmaninov compuso su poema sinfónico La isla de los muertos inspirado por una copia de uno de los lienzos que con ese título nos dejó el pintor suizo Arnold Böcklin. Aunque, como buen simbolista, éste había llenado de misterio el significado de la representación pictórica, siempre se ha dicho que nos encontramos ante una visualización de la laguna Estigia en la cual rema Caronte para conducir el alma del difunto –la figura en pie vestida de blanco– hacia su destino final.

A partir de ahí, el compositor realizó una obra marcadamente narrativa. El compás de 5/4 representa el pesado remar del barquero. Un motivo de cinco notas –"homenajeado" luego por Bernard Herrmann en Citizen Kane, donde se convertirá en el leitmotiv de Xanadú– nos advierte por primera vez de la presencia de la isla, en la lejanía. El alma del difunto comprende por primera vez dónde está y a dónde se dirige. El Dies Irae medieval y la atmósfera enrarecida no dejan lugar a dudas. Una orquestación prodigiosa llena la música de turbulencias mientras que la orquesta se encrespa más y más, a medida que aumenta la angustia quien abandona la vida. Así hasta llegar a un primer gran clímax en el que el implacable remar no permite aventurar esperanza alguna. Tras este primer tercio de la composición –algo más en realidad, alrededor de nueve minutos–, llega una sección central en la que se van acumulando los recuerdos del pasado que ya no volverá: amores, esperanzas, anhelos... El lirismo al mismo tiempo melancólico y doliente de Rachmaninov alcanza aquí su máxima expresión. Llegamos a la isla –el tema reaparece en unos terroríficos metales– en otro desgarrador clímax orquestal. Nuestro protagonista se resiste con vehemencia a desembarcar, pero Caronte le arroja sin misericordia alguna a la orilla. Es la última gran explosión orquestal, llena de angustia. Entramos en el tercio final de la partitura: tras un prodigioso entrelazado polifónico basado en el Dies Irae y orquestado con magistral sutileza, el alma se resigna a quedar para siempre en las tinieblas –las maderas se lamentan trayendo por última vez el tema "de los recuerdos"– mientras el barquero vuelve lentamente a su punto de partida en busca de otra alma. Quizá la nuestra.

La página conoció su estreno en Moscú en mayo de 1909 bajo la dirección del propio compositor. Veinte años más tarde este nos legará su propio registro discográfico, y a partir de aquí serán mucho los directores que nos dejen su particular visión. Muchos, pero no demasiados: el desinterés de algunas de las más grandes batutas resulta desconcertante. Ni siquiera hay, fíjense qué cosa, una grabación oficial de la Filarmónica de Viena, que solo ha dejado un par de testimonios radiofónicos –Gergiev y Dudamel– de circulación restringida. En cualquier caso, hay un número no grande, pero sí suficiente de versiones que hacen justicia a la partitura.



1. Rachmaninov/Orquesta de Filadelfia (RCA-Dutton, 1929). Documento de extraordinario valor histórico en el que el compositor deja claro para esta obra quiere tempi más bien rápidos (18’04’’), sonoridad con músculo, expresión escarpada y ausencia de narcisismos. Por desgracia, nuestro artista se muestra deficiente a la hora de planificar tanto el discurso horizontal –considerables altibajos, transiciones mal resueltas– como el equilibrio de planos sonoros. Tampoco anda muy inspirado a la hora de transmitir la poesía que anida en su inspiradísima escritura. La orquesta, eso sí, es ya formidable: ¡qué soberbia cuerda grave! El excelente trabajo de restauración de Michael J. Dutton –esa es la edición que he manejado– nos permite disfrutar de este testimonio sin sufrir en exceso las limitaciones sonoras de la época. (7)

 

2. Mitropoulos/Sinfónica de Minneapolis (Columbia, 1945). La grandeza del maestro ateniense queda bien clara en su capacidad para trabajar de manera admirable a una orquesta muy discreta, mediante un fraseo insinuante, flexible y dotado de enorme sentido para las texturas. A destacar un altamente sugestivo arranque, así como un muy lento, atmosférico y concentrado primer segmento. En los dos clímax se encrespa de manera considerable, quizá en exceso. La sección final vuelve a estar muy paladeada. (8)

 


3. Ansermet/Orquesta del Conservatorio de París (Decca, 1954). Resulta atractivo el enfoque áspero y escarpado con que el maestro suizo aborda la obra, ideal para abordar los grandes clímax dramáticos, como también el peculiar cruce que se produce entre su enorme afinidad con el repertorio ruso, por un lado y la sonoridad francesa de la orquesta –las maderas– y esa particular sensibilidad que poseía el director. Pero lo cierto es que en esta ocasión Ansermet no solo va con rapidez, sino también con prisas: el barquero avanza implacable, a veces inflexible, sin detenerse en otras consideraciones. Numerosas bellezas pasan desapercibidas, la música no termina de respirar como debe y se pierde riqueza en la expresión. Ni siquiera la planificación está a la altura: hay serios problemas de equilibrio y líneas importantes llegan a quedar en segundo plano. La toma, monofónica, es buena para la época, si bien la ausencia de graves se deja notar en demasía. (7)


4. Ormandy/ Orquesta de Filadelfia (Sony, 1954). El maestro de origen húngaro, siempre gran intérprete del compositor, sigue tanto en concepto como en diferentes detalles el registro realizado por el propio Rachmaninov veinticinco años atrás frente a la misma orquesta, pero sabiamente se toma las cosas con un poco de más calma (19’08’’), planea mucho mejor la continuidad del discurso y obtiene un mayor grado de depuración sonora. En cualquier caso, el primer clímax sigue siendo más aparatoso que desgarrador, mientras que el segundo no alcanza toda la fuerza dramática deseable. Tampoco es una interpretación especialmente emotiva. Buena toma monofónica, bien recuperada en HD. (8)


5. Reiner/Sinfónica de Chicago (RCA, 1957). Sorprendentemente floja, dentro de su incuestionable buen nivel, esta interpretación a cargo de un Reiner que aun haciendo gala de la claridad de trazo, la brillantez bien entendida y el sentido teatral que caracterizan su batuta, se muestra un tanto discontinuo en el discurso, irregular en el pulso –da la impresión de que le cuesta llegar a los clímax–, insuficiente a la hora de generar la atmósfera ominosa e incluso más resignado que rebelde y visionario en su enfoque, lo que no deja de extrañar. (7) 

 

6. Horenstein/Royal Philharmonic (Chesky, 1965). Desigual interpretación la del gran Horenstein. defrauda seriamente el primer tercio: lineal, frío, sin atmósfera ni sensualidad. Mucho mejor la sección central, que continúa ajena al idioma, pero al menos ofrece ese atractivo carácter escarpado y dramático que generalmente asociamos con el arte del maestro. De nuevo floja la sección final. De la toma sonora de Kenneth G. Wilkinson se podía esperar mucho más. (7)

7. Previn/Sinfónica de Londres (EMI, 1975): Armado de una técnica sin fisuras –admirable el tratamiento del diseño polifónico que sigue al último clímax, por ejemplo– y perfecto conocedor del lenguaje de Rachmaninov, el maestro norteamericano ofrece una lectura ante todo atmosférica, brumosa, llena de melancolía, decadentista en su punto justo, en la que la música se encuentra paladeada con sosiego y perfecta lógica sin que por ello dejan de avanzar las tensiones de manera implacable. Quizá solo falta, para ser una interpretación perfecta, un punto de garra dramática y carácter visionario en los momentos más escarpados. Aun así, quizá sea la mejor de las escuchadas: por eso le pongo el 10. La toma posee cuerpo, relieve y admirable equilibrio de planos, pero no parece del todo limpia ni brillante. (10)

 

8. Maazel/Filarmónica de Berlín (DG, 1981). Ya desde una introducción rápida y seca se aprecia que esta va a ser una lectura sin mucho interés por la atmósfera. Tampoco por la opulencia sinfónica, a pesar de contar con una orquesta formidable. Antes al contrario, Maazel ofrece una interpretación angulosa y escarpada, de clímax tal vez no muy preparados, pero sí llenos de rabia y carácter implacable. La opción a priori resulta de lo más interesante, pero no termina de convencer debido a una planificación no del todo convincente del arco global de tensiones, así como por cierta tendencia a subrayar determinados detalles al tiempo que se descuida el análisis de algunas líneas del entramado orquestal. A destacar el carácter obsesivo del Dies Irae tras el clímax final. (8) 

 

9. Ashkenazy/Orquesta del Concertgebouw (Decca, 1983). Dos son los grandes atractivos de esta interpretación. Uno, la sonoridad densa, oscura, prieta y un punto áspera con que el de Gorki hace sonar a la soberbia orquesta holandesa, tan maleable que parece cualquier otra menos ella misma. Cierto es que hay lecturas mejor clarificadas línea a línea, también más detallistas y sin duda más flexibles, pero pocas que suenen tal claramente a Rachmaninov. Segundo, un concepto especialmente negro y dramático de la página. Negro, pero no –como ocurre con otros maestros– resignado ni –menos aún– “mortuorio”. Antes al contrario, hay mucho aquí de dolor, de desesperación, de rebeldía y de súplica: los grandes clímax –magníficamente planificados, pero sin que se note la preparación– alcanzan una fuerza implacable, mientras que la sección lírica central suena con una intensidad lacerante ante la que es imposible resistirse. El final nos deja con el corazón en un puño. (9)


10. Dutoit/Orquesta de Philadelphia (Decca, 1991). Philadelphia consigue por fin una interpretación redonda con un maestro que en principio no parece especialmente afín a la música de Rachmaninov, pero que demuestra no solo una técnica colosal a la hora de planificar el discurso –abordado sin prisas: 21’05’’- y de modelar con extrema atención a las sutilezas su suntuosa sonoridad –riquísima e idónea tímbrica–, sino que además es capaz de aportar una visión más lírica de lo habitual, más atenta a la fragilidad y a la delicadeza que también contiene esta música. En cualquier caso, se puede echar de menos mayor densidad atmosférica, como también de rabia más intensa en los momentos escarpados: globalmente, un poco de mayor carácter convertiría esta lectura en referencia absoluta. La toma sonora, realizada a volumen muy bajo para garantizar la mayor gama dinámica posible, es sensacional y hace parecer a la interpretación todavía mejor de lo que es. (9)


11. Jansons/Filarmónica de San Petersburgo (EMI, 1998). El desaparecido maestro letón ofrece una lectura mucho antes lírica que dramática, bellamente sonada, pero sin la atmósfera malsana necesaria y sin especial garra dramática. Esto se evidencia de manera especial en unos clímax pocos preparados, sin mucha fuerza, y en una coda expresivamente indiferente. (7)

 

12. Pletnev/Sinfónica Nacional de Rusia (DG, 1999). El controvertido maestro se pone al frente de la orquesta que él mismo fundó para, adoptando tempi nada lentos (18’41’’), dejar a un lado la atmósfera, planificar la arquitectura de un solo trazo y mirar los aspectos dramáticos de la música frente a frente, todo ello haciendo gala de un muy notable trabajo en lo que a la planificación vertical se refiere: atención a cómo clarifica las líneas que se van entrecruzando, tras el gran clímax, en toda la sección final. El problema es que Pletnev no se aleja solo del sentimentalismo, sino también del sentimiento: esta es una interpretación fría, carente de ese lirismo nostálgico y agónico propio del autor e imprescindible en esta música. La orquesta se beneficia de la excelente acústica de la Gran Sala del Conservatorio de Moscú y de la pericia de los ingenieros de DG, pero los metales, como ocurre con unas cuantas formaciones rusas, resultan algo broncos y no terminan de empastar. (7)


13. Svetlanov/Sinfónica de la BBC (BBC Music, 1999). Los últimos años de Svetlanov fueron de riesgo y creatividad en grado extremo. De ello da buena cuenta esta recreación en la que unos tempi lentísimos (¡nada menos que 24’30’’!) contribuyen a generar una atmósfera extremadamente sombría y a clarificar las líneas de la escritura, aunque también a transmitir cierta sensación de excesivo decadentismo –no de blandura o dulzonería–, lo que no impide al maestro planificar de manera magistral las tensiones y alcanzar momentos de una conmovedora fuerza trágica, particularmente la sección tras el primer clímax y todo el conflicto final, siempre dentro de un estilo perfecto y trabajando a la orquesta con una sonoridad musculosa y prieta de lo más adecuada. Lástima que la extensa coda resulte más meditativa que inquietante. (9)

 

14. Vladimir Jurowski/Filarmónica de Londres (LPO, 2004). Desconcertante y no muy lograda visión la del maestro moscovita, quien apuesta por una enorme lentitud en las secciones extremas –el registro se extiende hasta los 22’30’’–, una atmósfera cargadísima y una relativa renuncia a la opulencia orquestal, en contraste con una sección central relativamente rápida y algo lastimera. El problema, en cualquier caso, es la falta de carácter dramático, por no decir de progresión de las tensiones: si la lectura en general se ve marcada por una resignación que no permite que aflore la rebeldía –los clímax carecen de fuerza–, el tercio final termina resultando más bien mortecino. Tampoco la toma es ninguna maravilla, si bien el SACD ofrece sonido multicanal y una amplia gama dinámica. No debe extrañar que los mismos intérpretes quisieran hacer otro intento diez años más tarde. (7)

 

15. Ashkenazy/Sinfónica de Sidney (Exton, 2007). Triste testimonio de la decadencia de Ashkenazy: el estilo vuelve a ser perfecto, la expresión destila toda la atmósfera necesaria y las texturas están bien tratadas, pero hay más de un momento de excesiva delicadeza y los clímax no respiran toda la sinceridad deseada. Tampoco la orquesta es ninguna maravilla: la cuerda se queda corta. (7)


16. Noseda/Filarmónica de la BBC (Chandos, 2008). El maestro milanés frasea recreándose en la música, atiende muy bien a las texturas y consigue una sonoridad voluptuosa muy adecuada, pero pronto se percibe que falla la planificación horizontal. Las tensiones sufren caídas, la amenaza no se hace presente y el discurso se vuelve discontinuo hasta llegar al primer clímax sin suficiente preparación La sección central pasa sin pena ni gloria hasta los dos grandes clímax dramáticos, correctamente resueltos. Todo el tercio final se ve lastrado por una mezcla de laxitud y resignación por completo inconveniente. La orquesta es espléndida, como también la toma. (6)

 

17. Vasily Petrenko/Royal Liverpool Philharmonic (AVIE, 2008-09). Beneficiándose de una toma sonora asombrosa, el maestro ofrece una interpretación oscura en la tímbrica y rebelde en el espíritu, más dramática y nihilista que ensoñada; por ende no muy sensual, pero sí llena de desgarro. A destacar la enorme incisividad de la tímbrica y, sobre todo, la claridad de líneas: se escuchan bastantes cosas nuevas. Solo hay que reprochar, lástima, alguna frase en los violines algo blanda. (9)

 

18. Dudamel/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2009). El venezolano ofrece una interpretación de magnífica planta sinfónica, muy bien trazada, excelentemente sonada, ajena a blanduras y dotada de unos clímax muy encendidos, pero carente de la atmósfera turbulenta y enrarecida que necesitan estos pentagramas. Siendo el nivel francamente alto, falta idioma. (8)


19. Vladimir Jurowski/Filarmónica de Londres (LPO, 2014). No es solo cuestión de velocidad –21’25’’, un minuto menos que antes–, ni tampoco de una orquesta ahora en mejor forma. Es que Jurowski, sin renunciar a un carácter eminentemente gótico y a una sonoridad tan severa como oscura, mantiene mucho mejor el pulso interno, planifica de manera más satisfactoria los clímax, atiende con mayor acierto a los diferentes estados de ánimo y, en general, ofrece una mucha mayor convicción expresiva. Lástima que la sección central siga sin sintonizar con el particular lirismo de Rachmaninov. La toma sonora también es ahora bastante mejor, sobre todo si se escucha el streaming en alta definición. (8)


20. Kirill Petrenko/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2021). Curioso que esta interpretación recuerde en su tercio inicial a la primera que grabó la orquesta, la de Maazel: angulosa y algo seca, pero también de un refinadísimo tratamiento tímbrico. Desconcierta la sección central, la que podríamos llamar “de los recuerdos”: no solo suena anhelante –que es como tiene que sonar–, sino también excesivamente nerviosa y algo frágil, por no decir quejumbrosa, además carente de la voluptuosidad sonora y expresiva que necesita. Los dos grandes clímax de la sección final sí que son formidables. Por otro lado, toda la lectura está expuesta con una técnica de batuta absolutamente soberbia y un virtuosismo insuperable por parte de la orquesta. La filmación se realizó a puerta cerrada en formado 4K, pero la toma sonora no es perfecta: le falta un poco de dinámica en los momentos más encrespados. (8)

miércoles, 26 de mayo de 2021

Las tres Iberias de Alicia

El próximo sábado la pianista barcelonesa Alba Ventura (n. 1978) tendrá la maravillosa osadía de interpretar completa la Iberia de Isaac Albéniz en el Teatro Villamarta de Jerez de la Frontera. El 8 de junio intentará repetir la proeza nada menos que en el Palau de la Música Catalana. Parece oportuno volver la mirada hacia una señora que también era de la ciudad condal y llegó a grabar tres veces la genial suite pianística. Estoy hablando, claro está, de la grandísima Alicia de Larrocha.

Su primer testimonio lo deja en el sello Hispavox en 1959. El registro, de sonido realizado a un volumen excesivo y lastrado por diversas insuficiencias, ha sido reeditado por EMI. A sus 36 años, Alicia no solo deslumbra con un virtuosismo asombroso que le permite superar con holgura todos los escollos técnicos de la obra –su agilidad, potencia, riqueza de color y capacidad para modelar el sonido son increíbles–, sino también por un enorme compromiso expresivo que le permite entregar interpretaciones muy raciales, de sabor folclórico bien entendido, de vigor rítmico, de empuje y de duende. Eso sí, aunque también es capaz de ofrecer concentración, refinamiento y lirismo de altos vuelos, en este sentido sus futuras aproximaciones le permitirán ahondar más en esa faceta de la obra.Por eso mismo este temprano acercamiento queda reservado a los grandes amantes del piano, no a los melómanos en general.

Pasamos al registro realizado por Decca en 1972. Los trece años no han pasado en balde. Nuestra artista sigue haciendo gala de una sinceridad admirable, de un salero y un sabor netamente españoles, de una intensidad por momentos abrasadora –inflamadísima Rondeña, por ejemplo–, pero ahora, y siempre haciendo gala de una pulsación riquísima y de un ejemplar dominio de la gama dinámica y de las transiciones, la barcelonesa es capaz de hacer volar más aún las melodías, de profundizar en los aspectos más refinados, poéticos y evocadores de esta música; de subrayar lo que tiene de sensual y de acariciado y, de ofrecer momentos de una concentración mágica, algo en lo que seguramente tienen que ver unos tempi por lo general más lentos –a veces mucho más lentos, como en una sensacional Almería– de los de la ocasión anterior. De propina se incluye Navarra, en recreación no menos magnífica. La toma –realizada en Londres– es también mucho mejor que la de antes, aunque a día de hoy deja muy en evidencia su edad.


Fue también Decca el sello que se encargó de su último registro, realizado en Oxford en 1986 con toma sensacional. Sin que se aprecie una gran diferencia conceptual con respecto a su recreación anterior, se diría que De Larrocha avanza un poco más por el sendero que ya había emprendido. No se puede decir precisamente que falten temperamento, sentido rítmico, valentía a la hora de marcar contrastes ni sabor folclórico (¡faltaría más!), pero ahora esos componentes se atemperan todavía un poco más para poner de relieve, mirando con el rabillo del ojo al universo de “lo francés”, lo que en esta música hay de sensual, de ensoñación, incluso de intemporal.

Todo ello lo materializa mediante un toque aún más variado, más rico en colores y acentos, de mayor depuración, aún más hermoso, y de un vuelo poético todavía más emotivo e inspirado. Cierto es que no todas las piezas igualan o superan las anteriores –Albaicín va algo más rápida y no paladea la última sección todo lo posible–, pero globalmente la lectura es más redonda y alcanza especial inspiración en el último cuaderno, el más “extraño” y quizá el más visionario, sobre todo en esa página esencial, marcadamente abstracta y dificilísima que lleva el nombre de mi tierra: Jerez. Como regalo, vuelve a incluirse una tan temperamental como controlada lectura de Navarra. A continuación, una increíble Suite Española se encarga de cerrar un disco por completo imprescindible. 

Creo que las recomendaciones quedan claras. Pero aún tendré que hablar de otra dama, injustamente olvidada, que también era de Barcelona y que dijo cosas muy interesantes en su registro de Iberia. Sí, me refiero a Rosa Sabater.

domingo, 23 de mayo de 2021

Algo de Prokofiev por Gaffigan

Insiste la prensa en que James Gaffigan (Nueva York, 1979) podría convertirse en el nuevo director musical del Palau de Les Arts. El asunto, pese a que dudo muchísimo que vuelva a ir a Valencia en los años venideros, me despierta la curiosidad. De este señor hasta ahora conozco muy poco, entre otras cosas una Tercera de Sergei Prokofiev más bien decepcionante (comparativa aquí), así que he decidido escuchar –streaming de Qobuz en alta resolución– un disco con otras dos sinfonías del compositor ruso, la Sexta y la Séptima, registros realizados en 2015 y 2012 respectivamente, que ha sido editado en SACD por el sello Challenge.

La Sexta se han convertido inmediatamente en mi versión favorita junto con la ya algo antigua de Rostropovich para Erato. Ya desde una carcajada inicial –las  trompetas con sordina– particularmente despreciativa, el maestro norteamericano va desgranando sin prisas, pero manteniendo muy bien el pulso, un primer movimiento lleno de negrura; no es el suyo el más expresionista o visceral posible, pero sí el que mejor pone de relieve los aspectos más retorcidos de esta música. Consecuentemente, en el lirismo del Largo no apuesta por la melancolía ni el humanismo, sino por el más intenso dolor. El Vivace conclusivo no intenta, ni siquiera en su arranque, arrojar un poco de luz sobre las tinieblas: el carácter ambiguo de la página se pone por encima de otras consideraciones, aunque aquí lo que más hay que aplaudir es el portentoso trabajo técnico –trazo horizontal sin fisuras, clarificación meridiana de las líneas orquestales– que realiza Gaffigan. La toma sonora es, sencillamente, la mejor que ha recibido esta partitura.

En claro contraste con la Op. 111, la Séptima –registrada tres años antes con toma sonora no menos excepcional– resulta extremadamente lírica. Depuradísima y muy elegante, tierna y delicada a más no poder, ensoñada en el mejor de los sentidos –no hay caídas de pulso, ni blandura, ni amaneramiento–, poética en grado extremo –el retorno del tema principal al terminar el primer movimiento llega a poner los vellos de punta–, mirando de manera indisimulada a la magia poética de La cenicienta… Ya Previn –en su registro de Los Ángeles– y Ozawa lo hicieron así, el segundo de ellos de manera particularmente lograda. Yo diría que esta interpretación de Gaffigan es todavía más bella. Ahora bien, a mí me parece que esta música necesita más contrastes sonoros para poner en evidencia el enorme amargor que esconde, que en determinados momentos convendría marcar más la incisividad de los timbres, que la ironía debería hacer acto de presencia y, sobre todo, que el lirismo debería sonar no solo nostálgico, sino también intenso, anhelante y de regusto amargo, incluso doliente, además de negro e implacable –a Gaffigan no se le mueve un pelo– en la disolución final: justo lo que hizo el citado Rostropovich en aquel registro para Erato que, sin ser redondo, sigue siendo quizá el más convincente de todos.

viernes, 21 de mayo de 2021

Héroes y villanos

Dos imágenes. Dos héroes, Juan Francisco y Luna, que son solo un botón de muestra: hay muchos más que no han salido en la foto. Él es de aquí, de Jerez de la Frontera: me uno a la petición del PP local del Premio Ciudad de Jerez para este miembro de nuestra Guardia Civil. La voluntaria de la Cruz Roja no sé de dónde es. Da igual. Ella y él han demostrado que los seres humanos podemos seguir comportándonos con solidaridad y ternura, aun arriesgándonos a ser brutalmente vilipendiados en las redes sociales –Luna se ha visto obligada a abandonarlas– o incluso a perder la vida –caso de mi paisano–, en unos momentos en los que amenazas de todo tipo impulsan a individuos y sociedades a refugiarnos en nuestro egoísmo. Frente al terrible desafío a nuestras fronteras, a nuestra política y a nuestro modo de vida que ha llevado a cabo la monarquía de Marruecos haciendo uso, de manera repugnante, del hambre y la desesperación de sus propios súbditos, nuestras fuerzas de seguridad y nuestro voluntariado no solo han hecho lo que tenían que hacer, poner barreras para evitar males mayores. También han sabido dar muestras de valentía, de sacrificio y de bondad. Son nuestros pequeños grandes héroes.

¿Y los villanos? No hace falta que les diga quiénes son. Están ahí, moviéndose entre la sonrisa irónica y la burla más hiriente, exhibiendo con orgullo su desprecio hacia personas infinitamente más admirables. Lo triste es que algunas, muchas de ellas han tenido la suerte –no así la mayoría de estas criaturas que han cruzado la frontera de Ceuta– de recibir una sólida e incluso selecta educación. Que conocen bien el complicado engranaje de mecanismos que mueven la Historia. Y que, al mismo tiempo, suelen mostrar una extrema sensibilidad ante la belleza que las grandes creaciones del ser humano nos ha ido legando a lo largo de los siglos.

Por eso mismo, en un primer momento resulta difícil de entender que quienes se extasían ante un lienzo de Velázquez o ante una fuga de Bach sean capaces de mostrarse tan extraordinariamente insensible no solo ante el sufrimiento de sus semejantes, sino también hacia la entrega solidaria de quienes tienen al lado. Pero claro, inmediatamente uno repara en que el pasado está lleno de contradicciones como esta y los ánimos se vienen abajo. Por eso mismo gracias a Juan Francisco, gracias a Luna por permitirnos creer que el ser humano se sigue mereciendo una oportunidad.

martes, 18 de mayo de 2021

Embriagador Savall en Sevilla

Se dirigió Jordi Savall al patio de butacas antes del concierto en el Maestranza del pasado domingo 16 mostrando su alegría por seguir haciendo música junto a Les Concert des Nations –al día anterior habían presentado el mismo programa en Oviedo– tras haber pasado lo peor de la pandemia. Por parte del público no había menor júbilo. Yo ya mostré el mío en una entrada anterior, y el público del teatro sevillano lo dejó bien claro mostrando un entusiasmo fuera de lo común –incluyendo palmas por sevillanas– al terminar el concierto. Había ganas, muchísimas ganas de escuchar al maestro, o al menos de escucharle al frente de una orquesta barroca. Los melómanos lo saben perfectamente: aunque en su momento –hace ya muchos años– las incursiones cinematográficas le otorgaran un especial prestigio entre un público muchísimo más amplio que el de los aficionados a la música antigua, el de Igualada se ha ganado un merecidísimo prestigio como recreador del barroco francés, un repertorio con el que sintoniza como nadie y en el que ha sido capaz de crear un idioma interpretativo tan personal como apropiado a unas músicas que nos quedan demasiado distantes en el tiempo como para establecer unos parámetros filológicos más o menos fijos.

Otra cosa es que algunos lleven un tiempo ninguneándolo: que si no es para tanto, que si no es sino uno más entre muchos, que si la publicidad y las subvenciones, etcétera. Mucho me temo que en esta actitud –conozco a gente que llega a odiarle– tiene que ver mucho antes con la política que con la música: es normal que un músico que reconoce abiertamente la plurinacionalidad de nuestro estado, se confiesa “profundamente catalán y profundamente español” y aboga por la independencia de Cataluña (les recomiendo esta entrevista), genere aversión entre quienes siguen afirmando que España es Una –Grande y Libre, por descontado– y anden ridiculizando constantemente todo aquello que les suene a “progre”. Sin ir más lejos, las notas al programa escritas por el propio Savall finalizaban con un párrafo ecologista de esos que provocan “una agresividad inusitada entre los intelectuales conversos al libertarismo”, como hace unos días explicaba Antonio Muñoz Molina en este magistral artículo.

Pero no nos vayamos por los cerros de Úbeda –literalmente: Muñoz Molina es de la ciudad jiennense– y volvamos a lo nuestro. En su programa Tempêtes, Orages & Fêtes Marines, reducido por cuestiones sanitarias con respecto a la grabación en vivo de 2015, el maestro ha vuelto a demostrar cuáles son las señas de identidad que identifican su aproximación a los tiempos de Luis XV. Diría incluso que ha acentuado tales características, aun no siempre para mejorar los resultados. Esto se percibió ya en el asombroso Caos con que arranca Les Eléments de Jean-Fery Rebel: en lugar de optar por la tensión extrema, del choque violento que se describe en las lecturas de Goebel –con su grupo y con la mismísima Berliner Philharmoniker– o de la Akademie für Alte Musik Berlin, lo que escuchamos en el escenario sevillano fue una especie de progresivo despezarse de las fuerzas de la naturaleza, para luego dar paso a una sucesión de danzas a cual más sensual y evanescente. El fraseo de Savall es ahora aún más mórbido, más curvilíneo, más aéreo en las texturas, más difuminado en los timbres. Diríase que a veces en exceso: en más de un momento me hubiera gustado una sonoridad más densa, un fraseo de mayor nervio interno y un sentido más desarrollado de los claroscuros. En cualquier caso, lo que se allí se hizo fue ortodoxia “H.I.P.” al cien por cien: que lo escuchado se apartara de la radicalidad de otros planeamientos no evidencia intento alguno de complacer a todos los públicos, sino que no es más que el deseo de Savall de seguir transitando el sendero que él mismo abrió.

La selección de Alcione de Marin Marais nos llevaba al final del reinado de Luis XIII. Los resultados no se prestan a discusión alguna: aquí Savall es dueño y señor absoluto del repertorio. Si acaso, podemos elogiar la excelencia de los músicos de una orquesta en la que quizá brillan más las individualidades que el conjunto: imposible permanecer ajeno a la excelencia de Luca Guglielmi al clave, riquísimo sin excesiva exuberancia, de la guitarra impetuosa de Xavier Díaz-Latorre o de la percusión de Daniel Garay y Pedro Estevan, todo un modelo de imaginación y de saber estar (¡qué lejos de la sobreactuación en el terrible ciclo Beethoven que están grabando!).

De la Música Acuática de Telemann he escuchado la semana pasada un buen número de grabaciones, diría que casi todas las existentes. La de Savall no llega a la altura inmensa de la clásica de Robert King ni de la mucho más arriesgada de Alfredo Bernardini, pero sí que es la que más pone en evidencia lo que esta música debe a Francia. Hay algo de versallesco en la obertura que ofrece el de Igualada. Luego se confirma la impresión inicial, que no es sino la que todos esperábamos: Savall lleva esta música a su propio terreno. Hay pompa y riqueza ornamental, mucho hedonismo, indolencia bien entendida –los oboes suenan galos a más no poder– y un buen equilibrio entre festejo y elegancia. El maestro dirige, además, con entrega y pasión, aunque su batuta nunca ha sido –aquí tampoco– el colmo de la depuración sonora ni de la atención al matiz. Y justo es reconocer que no necesariamente tener a primerísimas figuras en la plantilla –me refiero a las maderas– significa el máximo de virtuosismo.

Una gozada, en cualquier caso, que se prolongó durante los números extraídos de Les Indes Galantes, Hippolyte et Aricie y Zoroastre que cerraban la velada. Las cosas están claras: el Rameau de Savall es el más rococó de los posibles, el más delicado, más lleno de gracia y de coquetería, sin que ello signifique acercarse ni un solo paso hacia lo cursi. Tras el final de Les Boréades –el público lo siguió con sus palmas, como en el disco– Savall anunció que nos íbamos al nacimiento de Luis XIII con la Bourree d'avignon, re-creada de manera muy singular. Pero lo mejor fue la última propina, nada menos que la hermosísima “Entree” de Les Boréades en una interpretación quizá todavía más ensoñada, más flexible y más bella que la que los mismos intérpretes grabaron en aquel el doble compacto L’Orchestre de Louis XV. Embriagadora, emocionante despedida de Savall y su equipo.

lunes, 17 de mayo de 2021

Referencial Dvórak de Kempe

Aún tengo que escribir sobre el concierto de ayer de Jordi Savall en Sevilla, pero no quiero irme a cenar sin escribir unas líneas sobre un registro que me ha recomendado calorosamente el amigo "Bruckner 13": Serenata para cuerdas de Dvorák por Rudolf Kempe y la Filarmónica de Múnich. Interpretación llena de nobleza, de serenidad bien entendida, diría incluso que de hondura espiritual, pero también de una carnalidad y una voluptuosidad (¡increíble el cuarto movimiento!) ante las que resulta imposible no caer rendido. Y eso lo consigue el maestro sajón modelando con una plasticidad asombrosa a la cuerda muniquesa, alcanzando un perfecto equilibrio polifónico y haciendo gala de fraseo cantable a más no poder, flexible sin capricho alguno, sutilísimo en las gradaciones dinámicas, acariciador siempre, que dan buena cuenta de la increíble altura que podía alcanzar su batuta.


Creo que coincido con Bruckner 13: esta es la versión que más me gusta, incluso todavía más que la de los Orpheus. Y qué decirles de la toma: corresponde a mayo de 1968, pero parece que fue realizada ayer. La pueden encontrar en Qobuz, dentro de la caja de sinfonías del autor checo protagonizada por Andrew Davis editada por Sony Classical. También está en Spotify.

sábado, 15 de mayo de 2021

Jordi Savall, rey de Francia

Siento una enorme ilusión por el concierto de mañana domingo 16 en el Teatro de la Maestranza: Jordi Savall al frente de Le Concert des Nations para hacer el programa de tempestades barrocas que grabaron en la Abadía de Fontfroide el 19 de julio de 2015 al mismo tiempo para audio (doble SACD en Alia Vox) y para vídeo (en Medici TV). La expectación se debe en parte a la casi total abstinencia de conciertos en vivo que vengo sufriendo –encerrado en Jerez– desde el inicio de la pandemia, pero la razón fundamental es escuchar por primera vez en directo a mi admiradísimo Savall al frente de su orquesta barroca.

 
Voy a ser sincero: no me gusta absolutamente nada el Beethoven que andan haciendo juntos, y sus recreaciones de Haydn y Mozart me parecen muy desiguales. Ahora bien, en el repertorio barroco en general me parece que las cosas funcionan de manera muchísimo más satisfactoria, mientras que en el francés en particular pienso que el de Igualada es el rey. Con todos los respetos hacia el enorme William Christie y hacia otras aportaciones de gran interés –pienso ahora mismo en el radical, discutible y revelador Rameau de Currentzis–, me parece que Jordi Savall ha logrado recrear como nadie el espíritu de los Lully, Charpentier, Marais y Rameau, hasta el punto de que él mismo se ha encargado de crear un sonido que asociamos inmediatamente dos grandes monarcas absolutos del país vecino, Luis XIV y su bisnieto Luis XV.

¿Culpa quizá de la película, hermosa y sensible pero quizá un tanto pedantorra, que se llamaba Todas las mañanas del mundo? Gracias a ella el fundador de Hespèrion XX se hizo de oro allá por 1991 y pasó a ser universalmente reconocido como un enorme violagambista, pero creo que hay algo más. La música francesa en general desprende una sensibilidad especial con la que el intérprete debe sintonizar. Sensibilidad que en lo que al repertorio cortesano de los siglos XVII y XVIII se refiere demanda elevado sentido teatral y cierta pompa, como también un toque singular de hedonismo, de sensualidad en el colorido, de carácter curvilíneo y mórbido en el fraseo, de levedad bien entendida. También de cierta indolencia. Y ya en pleno reinado de Luis XV, no debe olvidarse lo que significa ese movimiento maravilloso, aún detestado por numerosas sensibilidades, que es el rococó: delicadeza, amabilidad, coquetería y sentido de “lo bonito” bordeando o incluso entrando de lleno en el terreno de lo que para nosotros puede resultar cursi. A la hora de ponerse al frente de una orquesta barroca, Jordi Savall ha encontrado una articulación, una ornamentación, una combinación de colores instrumentales y un discurso general que sintoniza perfectamente con todo lo antedicho haciendo gala de una sensibilidad exquisita, y también de un verdadero derroche de imaginación.

De este modo, el “toque Savall” no tiene mucho que ver con los contrastes extremos del barroco italiano, con las densidades del territorio germano ni con ese distinción y solemnidad que asociamos a lo británico, aunque estas sean en buena medida responsabilidad de un alemán –Haendel– que antes de llegar a tierras británicas se había paseado por Italia absorbiendo todo lo que encontraba. Tiene que ver con Francia. Por eso quizá en el eminentemente “pictórico” programa Tempêtes, Orages & Fêtes Marines son Mathew Locke y Antonio Vivaldi quienes no acaban de convencer. Significativamente, son quienes –por razones sanitarias hay que abreviar el concierto– han caído del espectáculo de mañana. Pero ahí siguen un Rébel, un Marais y un Rameau difícilmente superables, además de un interesantísimo Telemann indisimuladamente afrancesado: no hay que escandalizarse, su música acuática deriva directamente del modelo de suite francesa. Todo ello servido, como era de esperar, por una orquesta all-stars que incluye nombres como los de Manfred Kraemer, Pierre Hamon, Marc Hantaï, Luca Giglielmi o Pedro Estevan. Lo dicho, un concierto para disfrutar a tope sin necesidad de zambullirse en profundidades sonoras ni expresivas.

jueves, 13 de mayo de 2021

50 años, me quedan 20

 Acabo de cumplir los cincuenta. Malísima y buenísima noticia al mismo tiempo, según como se mire. “Qué alegría, solo te quedan diez años trabajando”, me ha dicho un compañero. “¿Cómo?” Me dejó frío la respuesta: “Claro, a los sesenta te prejubilas y te dedicas a investigar sobre arte, escribir sobre música y todo eso que te gusta”. Y es que tal cosa ni se me había pasado por la cabeza, porque en todo momento –llevo desde 2000 en la enseñanza– he tenido claro que voy a prorrogar mi vida laboral hasta los setenta, que es la edad de jubilación forzosa en España.


Siento verdadera pasión por escuchar música, y –como saben ustedes– me encanta escribir sobre discos y conciertos. Tengo a la investigación científica sobre temas artísticos –el arte medieval de Jerez y su entorno es mi especialidad– como una labor apasionante a la que no pienso renunciar. Tampoco a la divulgación sobre esos mismos temas y otras cuestiones que tengan que ver a la cultura. Ahora bien, mi vida es la enseñanza. No solo es lo que más me gusta, sino que creo que es aquello para lo que estoy más capacitado y en lo que resulto más útil. Por descontado que en este mundillo se sufren muchos sinsabores, y que desde que comenzó la pandemia lo que a estos nos dedicamos nos hemos quemado mucho. En mi caso doblemente, debido a mi implicación en el fascinante pero muy exigente proyecto del Bachillerato Internacional –para que ustedes me entiendan, lo que se va a estudiar la princesa Leonor a Gales–. Pero por muy cansado que esté, me resulta imposible concebir mi vida sin las clases, sin el contacto directo con los alumnos, sin el emocionante, revelador y altamente satisfactorio proceso de enriquecimiento bidireccional que supone ejercer la docencia con chavales que están a punto de empezar su proceso definitivo de maduración.

¿La muerte? Nunca se sabe, porque las mutaciones del virus andan amenazando, pero de momento tendrá que esperar. Aunque me queda un día menos, eso seguro.

PD. La foto es de hoy, en un restaurante en el que mi madre y yo hemos ido a festejar.

miércoles, 12 de mayo de 2021

Concierto para violonchelo de Schumann: discografía comparada

Robert Schumann escribió su Concierto para violonchelo en 1850, cuatro años antes de su muerte. El resultado fue una enorme obra maestra, pero desdichadamente sus dificultades interpretativas son considerables. Muy parecidas a las de su no menos sublime Concierto para piano, que intenté exponer en la comparativa que hice sobre él. Me ahorro así volver sobre el asunto y doy paso a estas pobres líneas que intentan esbozar ideas en torno a las diferentes posibilidades a que se abre su lectura. Eso sí, no hay sorpresas en lo que se refiere a la identidas de sus más grandes intérpretes: Rostropovich y Du Pré siguen en la cima. Probablemente lo seguirán estando durante mucho tiempo.

 


1. Piatigorsky. Barbirolli/Filarmónica de Londres (Warner, 1934). Una toma de estudio –Abbey Road– magnífica para su época nos permite disfrutar sin problemas de esta notable versión en la que un Barbirolli que aún no había cumplido los treinta y cinco se mostraba todo lo inmaduro que se quiera, pero ya solidísimo director que sabe paladear la música sin prisas y con plena musicalidad, planificar con mucha atención para que se escuche todo y alcanzar un buen punto de encuentro entre el equilibrio clásico y la soterrada tensión dramática, aunque escorándose más hacia lo primero que hacia lo último. Es justo lo que le pasa a un Gregor Piatigorsky de sonido carnoso –sorprendente riqueza de armónicos si se escucha el streaming a 192 hKz– y fraseo de enorme calidez y cantabilidad, pero poco interesado por el anhelo, el desgarro y la agitación schumanniana. En cualquier caso, entre los dos maestros nos regalan un segundo movimiento de enorme belleza que merece mucho la pena ser escuchado. (8)

 

2. Tibor de Machuda. Furtwängler/Filarmónica de Berlín (DG, 1942). La fecha ya deja muy claro por dónde van a ir el asunto: esta es una dirección típica del Furt "de guerra", sincera a más no poder al tiempo que llena de riesgo, intensísima en lo emocional y muy flexible en el fraseo, que sabe atraparnos con una enorme comunicatividad al tiempo que profundiza en las notas con el más hondo sentido dramático. A destacar, entre otros hallazgos, los acentos lacerantes y muy intensos hacia el final del segundo movimiento que genialmente descubre el maestro. Espléndido el chelista, que sintoniza bien con la batuta aun sin llegar a lo excepcional. (9) 



3. Gendron. Ansermet/Suisse Romande (Testament, 1953).
Admirable dirección la del maestro suizo: ágil, elegante y fluida, un punto cuadriculada quizá, pero muy bien expuesta, atentísima a la clarificación de texturas y dicha en el punto justo de equilibio entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Maurice Gendron hace gala de un sonido muy hermoso y fraseo muy humano, pero resulta no todo lo intenso y creativo que se podría esperar en semejante artista. (8)


4. Casals. Ormandy/Orquesta del Festival de Prades (Sony, 1953). Es absolutamente necesario conocer cómo respira el sonido profundo y robusto del violonchelista catalán en esta obra maestra schumanniana, cómo con enorme cantabilidad y elocuencia alcanza el punto justo de equilibrio entre la incandescencia y el lirismo reflexivo, aunque sea sin el grado último de intensidad, ternura y confesión íntima que más tarde ofrecerá Du Pré; a destacar la larga cadencia del tercer movimiento. La dirección de Ormandy logra combinar ardor y musicalidad, pero no resulta muy honda ni creativa. Quizá incluso termine siendo algo convencional, sobre todo en un segundo movimiento que podía estar más paladeado y resultar más tierno, aunque también es cierto que se encrespa lo suficiente hacia el final del mismo. Toma discreta. (8)



5. Rostropovich. Rozhdestvensky/Filarmónica de Leningrado (DG, 1960). El interés de este registro se encuentra en chelo de sonido extraordinariamente bello, altísima cantabilidad y enorme fuerza expresiva, que sabe oscilar entre lo anhelante, lo reflexivo y lo dramático. Puro humanismo marca de la casa. Buena la dirección de Rozhdestvensky, robusta y encendida, ya que no muy personal. (9)


6. Du Pré. Albrecht/Sinfónica de la Radio de Berlín (Audite, 1963). Parece mentira que una muchacha de dieciocho años sea capaz de tocar con semejante mezcla de pasión y de control, fraseando con un ardor intenso y lacerante, a veces rebelde, revolviéndonos las entrañas con la escritura alucinada e incluso esquizofrénica –genialmente esquizofrénica– del compositor. Todo ello sin dejarse llevar por el exceso de nervio, ni por el desbordamiento, ni por la locura, porque semejante huracán de pasiones alterna de manera prodigiosa con la cantabilidad más tierna, más poética y más humana, algo que solo es posible no solo manteniendo una absoluta concentración, sino también extrayendo de su instrumento sonoriodades que consiguen el prodigio de resultar bellísimas sin recurrir ni a la suavidad ni a la dulzura: el amargor está presente en todas y cada una de las notas. La artista, además, no muestra reparos a la hora de ser creativa e incluye una cadenza en el tercer movimimiento. Solo diez años mayor que ella, Gerd Albrecht dirige con enorme convicción y propiedad. Lástima que el sonido, aun muy digno, sea monofónico. (9)


7. Du Pré. Bernstein/Nueva York (NPY, 1967). La unión de dos talentos como los que protagonizan esta lectura podía haber alcanzado una cima interpretativa memorable, pero lo cierto es que no fue así por parte de ninguno de los artistas. Por descontado que ambos ofrecen una dosis impresionante de frescura, de vuelo melódico de comunicatividad y de garra, alcanzando incluso la excelsitud en pasajes como las tempestuosas frases hacia el final del segundo movimiento, pero ni ella profundiza como lo había hecho en el registro con Albretch –menos aún si lo comparamos con su milagro de año y medio más tarde con Barenboim–, ni el incendecente y extrovertido Bernstein, todavía en lo que podríamos denominar su “fase de transición” para convertirse en un director genial, derrocha la imaginación, el compromiso y la depuración sonora deseables; incluso la coda resulta no ya contundente, sino incluso vulgar. Toma estéreo de origen radiofónico, no muy allá. (7)

 


8. Du Pré. Barenboim/New Philharmonia (EMI, 1968). Un chelo emocionante y lleno de matices, pero nada lánguido ni decadente, sino más bien lleno de fuerza, se une a una poderosa, decidida y dramática batuta, de tempi en absoluto precipitados y pulso firme, que trata con tanto rigor como capacidad de análisis a una orquesta portentosa, para ofrecernos una interpretación cuya altísima intensidad emocional está siempre encauzada por el más absoluto control de los medios. Espléndida la remasterización: escúchese a ser posible en streaming de alta definición. (10)



9. Rostropovich. Bernstein/Nacional de Francia (DVD DG y CD EMI, 1976). Una vez más el violonchelo del de Baku se encuentra en un permanente estado de ebullición, pero sin perder nunca el control. Luce además un sonido bellísimo y una amplísima gama expresiva, además de esa enorme cantabilidad que todos le conocemos. La batuta no es la más profunda ni dramática posible, pero sí extrovertida, vital, sincera y apasionada, particularmente en el último movimiento. La perfecta comunión entre los dos grandes amigos da como resultado una interpretación histórica, venturosamente conservada no solo en audio, sino también con imágenes. (10)



 10. Yo-Yo Ma. Colin Davis/Radio Bávara (Sony, 1985). El sonido del solista no puede ser más bello –homogéneo en sus diferentes registros, y por eso no especialmente profundo–, ni su fraseo más cantable, natural y efusivo. Ahora bien, su enfoque expresivo resulta lírico ante todo, y por eso mismo sin la intensidad dramática y el sentido de los contrastes de que la obra demanda; incluso hay algún esporádico detalle de blandura que desconcierta en un violonchelista de tan considerables dimensiones. La dirección de Sir Colin está en la misma línea: apolínea, noble y elegantísima, de una claridad admirable y una belleza ante la que es difícil resistirse, pero también algo más amable de la cuenta y sin particular garra. Muy buena la toma en vivo. (8)



11. Maisky. Bernstein/Filarmónica de Viena (DG, 1985). El sonido de Maisky, rico en vibraciones, es muy cálido y agradable. Su legato es digno de admiración, como lo es su capacidad para cantar las melodías con amplitud, flexibilidad y aliento lírico. Y en lo expresivo no se puede decir que evite los contrastes, ni que renuncie a encresparse sin que ello le suponga perder el control. Sin embargo, hay algo que no termina de convencer: a pesar de que el de Riga parece ponerle mucho empeño, su aproximación resulta un punto superficial, atractiva pero sin la suficiente carga emocional, ajena tanto al dolor como a la poesía efusiva que los más grandes han sabido extraer de las notas. Incluso hay una tendencia a la dulzura –abierta dulzonería en alguna frase del primer movimiento– que no resulta conveniente. Por su parte, y sin ser la suya la dirección más inflamada y desgarradora posible, Bernstein obtiene el mayor grado de depuración sonora posible de una Filarmónica de Viena en estado de gracia –transparencia absoluta, vistuosismo en grado extremo, belleza infinita– y aporta un equilibrio perfecto entre lo apolíneo y lo dionisíaco que casa bien con el universo schumanniano. Francamente buena la filmación televisiva, como lo es también la toma sonora. (8)



12. Schiff. Haitink/Filarmónica de Berlín (Philips, 1988). Armado de un sonido particularmente cálido, oscuro y profundo, muy rico en armónicos, y haciendo gala de un fraseo de una nobleza y una cantabilidad admirables, el chelista austríaco nos ofrece una interpretación serena y apolínea, muy atenta a la ternura y a la humanidad que desprenden los pentagramas, pero no tanto a los aspectos más dolientes de los mismos, a lo que estos tienen de confesión personal, y desde luego mucho antes interesada por a la belleza que por la garra dramática o por la confesión alucinada. Evitando que la Filarmónica de Berlín suene en exceso musculada, pero aprovechando a fondo la redondez y belleza de su sonido, Haitink aporta rigor, seriedad, tensión sonora y distanciamiento de esos territorios de la excesiva dulzura que parece querer explorar el solista, aunque sin aportar tampoco ese plus de contrastes y de intensidad que la interpretación necesita. (8)



13. Coin. Herreweghe/Orchestre des Champs Élysées (Harmonia Mundi, 1996?). Negar la posibilidad de interpretar esta música siguiendo parámetros historicistas resulta tan estúpido como decir que esta vía es mucho más apropiada –por presuntamente rigurosa con respecto a la praxis de la época– que las maneras más o menos tradicionales. Aquí el gran Christophe Coin, a despecho de algunos rasgos propios de quienes trabajan con instrumentos originales que pueden resultar un pelín amanerados para quienes no están acostumbrados–, ofrece una lección de sensatez, de musicalidad y de sinceridad expresiva, tocando no solo con fluidez, holgura, vistuosismo y belleza, sino también apuntando al meollo expresivo de la música, a su particular mezcla de lirismo, elegancia, ternura y pasión al borde del desbordamiento, y haciéndolo con la mayor convicción posible. La gran sorpresa viene por parte de Herreweghe, aquí lejos aún de su tendencia a la blandura, la ingravidez y el amaneramiento que ha ido desarrollando a lo largo de los últimos años, y dispuesto a aportar fuego, concentración y sentido de los contrastes a una dirección a la que le falta un último punto de claridad y depuración sonora. La toma sonora es magnífica. (8)


14. Maisky. Orpheus Chamber Orchestra (DG, 1997). En su grabación de 1985 el violonchelista de Riga era un joven dotado de talento y se encontraba acompañado por un maestro de primerísimo rango con las ideas expresivas muy claras. Doce años después, y aun manteniendo las virtudes de entonces en lo que a cantabilidad y belleza sonora se refiere, se ha convertido en una estrella narcisista y pretenciosa que decide abordar la partitura con una orquesta de cámara soberbia, pero sin director. ¿Resultados? Maisky llena el primer movimiento de detalles creativos poco convincentes, por no decir amanerados, mientras que aborda el segundo con una blandura, una dulzonería y un carácter lacrimógeno no ya por completo ajenos a la sinceridad que están pidiendo a gritos los pentagramas, sino insufribles para cualquier melómano con buen gusto. El tercer movimiento sale mejor parado gracias al empuje de la orquesta, aunque de nuevo al solista se le va la mano en el azúcar –miren ustedes qué bonita es esta música, parece decir– y nos regala unas cuantas frases que resultan difíciles de soportar. (5)

 

15. Capuçon. Nézet-Séguin/Chamber Orchestra of Europe (YouTube, 2012). Qué pena encontrar tan despistado al maestro canadiense. Su dirección, ciertamente extrovertida y enérgica, cuando no volcánica, resulta también precipitada y rígida en el fraseo, por momentos machacona, ajena a la sensualidad y el misterio, amén de alicorta en lirismo y en ternura. Lo mismo que en su integral de las sinfonías, vamos. De sonido bellísimo, Gautier Capuçon se muestra muy musical y ajeno a devaneos sonoros, pero le falta un punto de profundización en los contrastes anímicos. (7)

 

16. Pablo Ferrández. Radoslaw Szulc/Stuttgarter Philharmoniker (Onyx, 2013). Si la Du Pré tenía dieciocho años cuando dejó su primer testimonio fonográfico de su acercamiento a esta obra maestra, el madrileño Pablo Ferrández tenía veintidós. Un sonido de gran hermosura, un fraseo de enorme fluidez, una concentración que le permite abordar los pasajes más tempestuosos sin caer en el exceso de nervio y, sobre todo, un gusto exquisito –además de virtuosismo más que sobrado–, son sus mejores armas. Pero las comparaciones, por muy odiosas que sean, resultan inevitables. Su acercamiento resulta en exceso apolíneo, su fraseo poco contrastado, su valentía e imaginación algo limitadas. Ferrández ofrece mucha belleza, pero no profundiza en la partitura. Con él la música no emociona con la intensidad que las notas están pidiendo, ni nos hiere el corazón. Seduce, más no acongoja. El acompañamiento de Radoslaw Szulc resulta muy solvente pero algo insulso, funcionando sobre todo en el tercer movimiento. (7)

17. Queyras. Heras-Casado/Orquesta Barroca de Friburgo (Harmonia Mundi, 2014). No echemos la culpa a los instrumentos originales a lo que se debe a una mezcla de pretenciosidad y mal gusto. Si el maestro granadino adopta una articulación mucho más historicista que la de Herreweghe con su orquesta, lo que parece innecesario en un compositor como Schumann, es porque él quiere. Si su fraseo resulta seco y cuadriculado, si no deja respirar a la música para que las melodías vuelen, es porque confunde flexibilidad con excesos románticos. Si se le va la mano en los contrastes –bramidos por aquí, frases pimpantes por allá– es porque quiere llegar al público de la manera más fácil. Si hay excesos, contundencias y machaconería en grandes dosis –qué ordinariez el final de la obra–, es sencillamente porque busca llamar la atención, o incluso porque le apetece ser vulgar. Al menos, eso hay que reconocerlo, su visión es ardiente y pone de relieve los aspectos más tempestuosos, tensos y alucinados de la partitura, en perfecta sintonía con un Jean-Guihen Queyras de bellísimo sonido y dispuesto a dejarse la piel en lo expresivo, pero que tampoco termina de creerse la obra, ni de equilibrar todos sus componentes –como hacía su colega Coin–, sobre todo a la hora de derrochar sensualidad, humanismo y poesía en un segundo movimiento dicho más bien de trámite. (4)

18. Yo-Yo Ma. Honeck/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2016). Han pasado treinta y un años desde su juvenil grabación junto a Sir Colin Davis (¡ahí es nada!), y como es lógico el genial violonchelista franco-estadounidense ha madurado su visión de la obra y, sin llegar a la humanidad de un Rostropovich ni a la intensidad hiriente de una Du Pré, ahora sí que es capaz de una ofrecer una lectura no solo pletórica de virtuosismo, hermosísima en la sonoridad y no menos bella en el fraseo, sino también más plural en el enfoque, más rica en matices –con algún detalle un pelín amanerado– y más emotiva. La dirección de Manfred Honeck es enérgica, decidida y vigorosa; también algo monolítica, no muy sutil y por momentos en exceso contundente, pero cuenta con la gran baza de una Filarmónica de Berlín en el mejor momento de su historia. (9)

 

19. Gabetta. Antonini/Orquesta de Cámara de Basilea (Sony, 2016). De la explosiva mezcla de un director con tanta tendencia al espasmo como Giovanni Antonini y una violonchelista tan "delicada" como Sol Gabetta podía esperarse un destrozo, pero lo cierto es entre ambos artistas ofrecen una interesante y renovadora interpretación que –como era de esperar– apuesta por un fraseo ágil e incisivo, una sonoridad menos masiva y una clara reivindicación del Schumann más enfebrecido, Florestán antes que Eusebius. Se alejan así ambos de esa habitual tendencia de interpretar a este compositor desde la óptica de un Brahms, que es la que –vamos a reconocerlo– más nos suele gustar a muchos. En cualquier caso, lo hacen desde la sensatez y sin deseos de subrayar diferencias con respecto a la tradición: aunque es cierto que hay elementos “históricamente informados” que molestarán a ciertos aficionados, y más de un detalle cercano antes a la retórica barroca que al lenguaje romántico, estamos aquí muy lejos de la sequedad, la violencia gratuita y la vulgaridad de lo de Heras-Casado con Queyras. De hecho, la dirección de Antonini es buena en los dos primeros movimientos –no así en el tercero, en exceso nervioso y un tanto saltarín–, mientras que la solista frasea con técnica muy considerable y gran belleza. Otra cosa es la capacidad de los intérpretes para tocarnos en la fibra más sensible y, al mismo tiempo, ofrecer profundidad reflexiva: para eso hay que volver a las grandes versiones del pasado. La orquesta –cuerdas de tripa, metales de época– funciona francamente bien. Toma sonora de excepcional calidad. (7)

domingo, 9 de mayo de 2021

Ormandy recuperado: Bartók, Khachaturian, Kabalevsky

Sony Music saca una enorme caja de nada menos que 120 compactos con la discografía de Eugene Ormandy y su Philadelphia Orchestra para Columbia con sonido monoaural, en su mayor parte hasta ahora inédita en formato digital. Las plataformas habituales ya han puesto una gran cantidad de estos discos en streaming –Qobuz lo ha hecho a 96kHz–. Los aficionados que no somos muy mayores tenemos por fin acceso a una enorme cantidad de registros de los que hasta ahora ni habíamos oído hablar. Llega el momento de preguntarnos: ¿cómo es posible que un director que no era personal ni creativo, que tenía pocas cosas verdaderamente interesantes que decir, grabara y vendiera tantísimo? Creo que la respuesta es simple: ninguna orquesta norteamericana de los años cuarenta y cincuenta podía competir con la de Filadelfia, que solo encontró serios rivales en Cleveland y Chicago, la cual hasta la era Solti no se convertirá en la número uno indiscutible. El resto, Boston incluida, estaba muy por debajo. Y claro, en un momento en el que en el disco se valoraba por encima de todo escuchar con la mayor perfección técnica posible partituras que en directo sonaban con toda clase de pifias y desajustes, Ormandy y sus muchachos eran los reyes de la función en el territorio norteamericano. Ni siquiera en Europa había muchas formaciones de semejante nivel: Berlín y Viena tenían un personalísimo sonido, pero no alcanzaba tanto virtuosismo, y solo con la Philharmonia podía hablarse de perfección absoluta.

Dicho esto, tampoco es que el maestro fuera ningún mediocre. Cualquier partitura la interpretaba al menos con un mínimo de solvencia y profesionalidad, amén de con bastante más musicalidad que su antecesor Stokowski, mucho más brillante pero lastrado por un mal gusto considerable. Y a veces alcanzaba un nivel muy alto, sobre todo en el repertorio que más amaba. Es el caso de su compatriota Bela Bartók, cuyo Concierto para orquesta registrado el 14 de febrero de 1954 –posteriormente haría dos grabaciones más– he escuchado gracias a Qobuz. Me ha parecido una interpretación globalmente notable, aunque con importantes irregularidades.

La densidad, potencia y densidad del “Sonido de Filadelfia” –la cuerda es portentosa, en los metales hay algún problema– es la gran baza de un primer movimiento muy bien planteado. El segundo, por el contrario, es un fiasco: avanza con pesadez, las tensiones se vienen abajo y carece de frescura. El nivel vuelve a subir en el tercero, dicho con un impresionante sentido de la atmósfera y verdadera elevación poética; impresionante el tratamiento de las maderas. Muy bien el cuarto –un punto estridente, más que jocoso–, y auténtico fulgor orquestal en un Finale fogoso hasta acercarse a la precipitación.


En cualquier caso, para encontrar al Ormandy realmente grande hay que irse a repertorios vistosos y coloristas por encima de otras consideraciones. Es el caso de este otro disco, registrado en abril de 1956, con selecciones de Gayanéh de Khachaturian y Los comediantes de Kabalevsky: puro comunismo vintage. La primera es un prodigio de ritmo, brillantez y –no en menor medida– sensualidad más o menos orientalizante, amén de un incuestionable dominio de la materia prima orquestal que tiene a su disposición. En la segunda Ormandy añade a todo ello una buena dosis de desenfado, frescura y sentido del humor, con resultados absolutamente irresistibles: es difícil interpretar esta música muy menor de manera todavía más satisfactoria. ¡Qué lastima que la toma, aun francamente buena, no fuera ya estereofónica!

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