miércoles, 30 de agosto de 2017

Iberia desde el Cono Sur: Arrau y Barenboim

En el Cono Sur nacieron dos de los más grandes pianistas del siglo XX: Claudio Arrau y Daniel Barenboim. Ambos sintieron la tentación de grabar la Iberia de Isaac Albéniz, pero a la postre solo registraron los dos primeros cuadernos de los cuatro que integran ese enorme monumento. La razón debe de residir en la extraordinaria dificultad digital que presentan los dos últimos, y de hecho el de Buenos Aires ha confesado que si no ha completado el ciclo es porque sus dedos no pueden con Lavapiés. De hecho, no son pocas las grandes figuras del teclado que no han tomado la iniciativa de adentrarse en las terribles dificultades de la partitura. Pero volviendo a nuestros artistas, veamos que hicieron con la primera mitad de la obra.


Arrau registró los dos primeros cuadernos para el sello Columbia entre 1946 y 1947, en grabación monofónica recientemente reprocesada que suena bien en formato HD. Como era de esperar, el chileno mira mucho antes a Francia que a España a la hora de abordar la partitura, careciendo en este sentido de cualquier tipo de sintonía con el folclore y el sabor que la misma demanda. Por otra parte, a sus cuarenta y tres años Arrau no era todavía el genial artista en que se convertiría más tarde, entiéndase que en lo expresivo, no en lo técnico: sin ser el más virtuoso de los pianistas posibles, su destreza a la hora de enfrentarse a las terribles dificultades de la escritura es digna de admiración, al menos en estos dos cuadernos "fáciles" en comparación con los otros.

Así las cosas, los resultados son irregulares. Evocación, en manos de Arrau puro Debussy, es una maravilla. En El puerto hay pasajes desaprovechados y otros –toda la parte final– de elevadísima inspiración poética. Inspiración de la que no hay ni rastro en El Corpus Christi, salvo quizá en la melancólica sección conclusiva. El segundo cuaderno está todo él bien a secas: dicho con encanto, con empuje y con garra, cantando las melodías de manera muy hermosa y ofreciendo detalles aquí y allá de una excelsa categoría, pero sin saber muy bien por dónde tirar. ¡Qué lástima que el maestro no volviera a llegar al disco esta música en las excelsas últimas décadas de su carrera


Barenboim espera más tiempo –cincuenta y siete años frente a los cuarenta y tres de Arrau– a la hora de llevar al disco esta música, haciéndolo en Berlín entre diciembre de 1998 y febrero de 2000. Y acierta en ellos mucho más que su colega. En primer lugar, porque él sí sabe atender a todas las facetas estilísticas de esta música. Como con Arrau, hay aquí mucho de la delicadeza, la sensualidad y el perfume poético de lo francés. Pero el de Buenos Aires añade considerables dosis de sentido racial, de sabor español, quizá éste visto–comparto la apreciación realizada en su día por Pedro González Mira– desde el otro lado del Atlántico, estableciendo así un puente con América Latina igual que lo hacía en barco el puerto de Cádiz al que hace referencia la segunda de las piezas. Y hay también mucho –en su poderosísima sonoridad, en su planteamiento de las tensiones, en sus abrumadores clímax expresivos– de ese pianismo lisztiano con el que claramente entronca la personalidad de Barenboim; ese mismo pianismo al que hizo directa referencia Esteban Sánchez en su magistral recreación discográfica de la obra completa, sobre la que el propio director de la Staatskapelle de Berlín se deshizo en su momento en elogios.

En segundo lugar, ya al margen de estas consideraciones de estilo, el artista porteño hace gala de un impresionante vuelo poético. Su sonido es riquísimo en colores y en acentos. Su fraseo, muy amplio y cantable, respira naturalidad por los cuatro costados, concede un enorme peso a los silencios y a las retenciones de tempo, se mueve con apreciable flexibilidad y está marcado por una enorme concentración (¡increíbles los finales!). Las melodías vuelan lejos. El sentido del ritmo y el sabor popular se dan de la mano con las atmósferas evocadoras y con la hondura reflexiva. Todas y cada una de las frases son un prodigio de inspiración, como también de dominio de los recursos técnicos puestos al servicio de una idea no solo sensible y seductora, sino también atenta a toda esa riqueza expresiva que alberga la partitura. Es dudoso que Barenboim pueda algún día completar su hazaña abordando los dos cuadernos restantes, pero no queremos perder la esperanza.

martes, 29 de agosto de 2017

Mi Patria por Rafael Kubelik (I)

Tengo en mi discoteca nada menos que siete grabaciones distintas del ciclo sinfónico Mi Patria, la excelsa creación de Bedřich Smetana que algunos críticos se empeñan en ningunear, a cargo del director checo por excelencia: Rafael Kubelik. ¿Máximo recreador de la partitura? A mi entender no, porque en ninguno de sus registros ofreció un Moldava a la altura de las circunstancias. Pero sí que es uno de los grandes. Vamos a hacer un breve recorrido sus tres primeras grabaciones del título, dejando para otro momento las más recientes, que aún quiero repasar.


La primera grabación es verdaderamente célebre: la realizada en 1952 para el sello Mercury junto a la Sinfónica de Chicago. A sus treinta y ocho años de edad y en el breve periodo al frente de una orquesta que aún necesitaba madurar, el maestro checo logra ya dar una verdadera lección interpretativa ofreciendo frecura, emoción y rusticidad bien entendida en una lectura vehemente ante todo, pero sin por ello descuidar el vuelo lírico ni, menos aún, la finura de trazo –admirable la claridad de la sección fugada del cuarto poema sinfónico–, aunque sea cierto que la fogosidad le haga caer en alguna precipitación, como en la sección marcial de Vysehrad, o incluso en algunas frases un punto frívolas El Moldava, ya dijimos que el poema sinfónico con el que menos va a conectar la batuta. Tábor y Blanik, magníficamente delineados y dichos con una potencia dramática abrumadora, son por el contrario soberbios. La toma sonora, aquejada de molestas distorsiones, no parece hacer justicia a su prestigio.


En 1959 Decca le graba la obra frente a la Filarmónica de Viena. Con unos tempi ahora ligeramente más rápidos (74’27 frente a los 76’18 de Chicago) y sirviéndose de dicha orquesta de ensueño, Kubelik repite su aproximación rústica y encendida, de marcadísmo sabor checo –admirable el toque dancístico en Por los prados y bosques de Bohemia–, resultando quizá ahora más convincente en el primero de los números pero pinchando quizá de manera todavía más obvia en un Moldava sin mucha inspiración, con una sección central dicha con prisas y sin apenas magia sonora. De nuevo la segunda mitad del políptico sinfónico vuelve a ser impresionante. Lo que deja bastante que desear es la toma sonora, estereofónica pero por debajo de lo que podía ofrecer Decca por esas mismas fechas.


Aunque en la apreciación pueden influir las bondades de la toma sonora, por fin a la altura de las circunstancias, lo cierto es que el registro con la Sinfónica de Boston realizado por Deutsche Grammophon en 1971 parece más depurado en lo sonoro, también más cálido y evocador en su poesía –mucho mejor ahora el Moldava–, pero manteniendo íntegramente tanto la tensión dramática y la fuerza expresiva como el sabor checo y popular que desprendían sus anteriores aproximaciones. La excelencia de la orquesta, de voluptuosa cuerda y metales de impresión, contribuye a redondear los resultados. De las tres interpretaciones comentadas, es con esta última con la que me quedo.

domingo, 27 de agosto de 2017

Aburrido Jansons con Stemme

Nunca he comprendido el enorme prestigio de Mariss Jansons: incuestionablemente es un buen director, pero su talento me parece muy por debajo de las orquestas de primerísima fila a las que suele dirigir. Por ejemplo, de la Filarmónica de Viena frente a la que se pone en este Blu-ray de soberbia calidad audiovisual editado por Euroarts que recoge un concierto del Festival de Salzburgo de 2012 con obras de Richard Strauss, Wagner y Brahms.


Comienza la velada con Don Juan. La perfección técnica y la bellísima sonoridad de la que quizá sea la orquesta más adecuada para esta obra son la mayor baza de una interpretación dirigida por Jansons con su habitual solidez y profesionalidad, pero sin ese grado de inspiración extra que necesita para terminar de convencer. Se echan de menos un fraseo más voluptuoso, unas texturas más ricas en color, unos clímax más encendidos… Quizá sea por la falta de estímulo desde el podio por lo que los solistas no parecen todo lo efusivos que debieran.


Prosigue con los Wesendonck Lieder, y aquí sí que hay algo de lo más estimulante: la voz suntuosa de Nina Stemme, que tanto recuerda a las más gloriosas sopranos wagnerianas del pasado. Interpretativamente, aun sin sir el colmo de la emotividad, la sueca se muestra muy centrada y expresiva, pero aquí de nuevo hay que lamentar la apatía de un Jansons que incluso llega a mostrarse inaceptablemente blando en "Im Treibhaus".

Primera de Brahms para terminar.  De nuevo envoltorio de lujo, es decir, una Filarmónica de Viena ideal para la obra, para una interpretación tan correcta como rutinaria que arranca con una introducción por completo plana, lineal y desganada para luego desarrollar un primer movimiento con el piloto automático puesto. Mejora algo el segundo por la naturalidad del fraseo, sin que la poesía termina de brotar en ningún momento: nada de sensualidad, ni de sabor agridulce, ni de espíritu brahmsiano. El tercero está bien, beneficiándose de excelentes intervenciones por partes de las gloriosas maderas vienesas. El cuarto resulta vistoso –por momento un punto decibélico, de lo que da buena cuenta la magnífica toma sonora– y ofrece energía, sin lograr ocultar su superficialidad.

¿Disco recomendable? Creo que no.

viernes, 25 de agosto de 2017

El Falstaff de Karajan y Gobbi

El redescubrimiento del Falstaff verdiano de Bernstein tras su nuevo reprocesado me ha conducido a volver asimismo a la justamente célebre grabación realizada diez años antes, en junio de 1956 para concretar, por el productor Walter Legge uniendo las fuerzas de su Philharmonia Orchestra y su señora esposa Elisabeth Schwarzkopf con las de Herbert von Karajan y Titto Gobbi. La comparación no deja lugar a dudas: la de Lenny es más recomendable por la genialidad tanto de la batuta y como del protagonista canoro, pero en esta del sello EMI hay cosas extraordinarias.


Es el caso de la Alice de la Schwarzkopf, un prodigio de erotismo, de picardía, de elegancia y de inteligencia. No se puede ser más expresiva y más sutil al mismo tiempo, más lúcida e intencionada. O de la Quickly de Fedora Barbieri, una voz sensacional manejada con tremendo acierto teatral. Tampoco se queda precisamente corto el aún joven Rolando Panerai en la primera de sus grabaciones de Ford, mientras que la jovencísima Anna Moffo –veinticuatro años– compone con una voz que es pura crema una sensualísima, en absoluto ñoña Nanetta. Tampoco está nada mal la Meg de Anne Merriman. Al que sí le ha sentado regular el paso del tiempo es al Fenton de Luigi Alva.

¿Y Gobbi? A todas luces un buen Falstaff, desde luego mucho antes rufián que noble venido a menos, pero la comparación con Fischer-Dieskau deja en evidencia la tosquedad y el carácter lineal de su línea de canto, nada pródiga en matices. En cualquier caso, en el gran monólogo que abre el tercer acto el barítono italiano da buena cuenta de su incuestionable sabiduría teatral, que también se manifiesta en múltiples detalles aquí y allá.

Karajan contaba cuarenta y ocho años a sus espaldas y se hallaba en una fase de transición en su carrera, dejando atrás el nervio, la rigidez y la incisividad toscaniniana para ir en busca del refinamiento, la flexibilidad y la opulencia que le caracterizarían en sus grabaciones para DG. Aquí, por tanto, encontramos un poco de cada cosa, y al tiempo que se reconocen ecos de la manera particularmente agresiva que tenía Toscanini –cuyo Falstaff el de Salzburgo pudo conocer de primera mano ejerciendo como repetidor– de abordar esta obra, bien subrayada por las ácidas maderas de la orquesta de Klemperer, hay también una búsqueda de tempi relativamente sosegados, un indisimulado intento de trabajar con la mayor finura de trazo posible y un alejamiento de los excesos de mordacidad para acercarse a una visión más amable de la obra donde los aspectos melódicos tengan un papel destacado. Haciendo uso de tempi mucho más rápidos, Bernstein llegará más lejos en lo que a teatralidad, sentido del humor e imaginación se refiere, pero Karajan le aventaja a la hora de desmenuzar la partitura y de destilar sensualidad, venturosamente respaldado por una toma estereofónica soberbia para la época.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Decepcionante Novena de Bruckner por Muti en Chicago

Una lástima que una orquesta de la calidad de la Sinfónica de Chicago y un maestro de la  categoría de Riccardo Muti hayan realizado tan escasos registros comerciales en los últimos años, insuficiencia solo paliada por los lanzamientos que con cuentagotas va realizando el sello CSO Resound para dar cuenta de la nueva titularidad de la formación norteamericana. Es así como nos llega ahora esta Novena Sinfonía de Anton Bruckner registrada en público en junio de 2016 que, la verdad sea dicha, nos deja con un sabor agridulce en los labios.


No me malinterpreten: esta es una buena interpretación, incluso por momentos muy buena. Lo que ocurre es que decepciona para salir de la batuta de quien sale. Muti sabe hacer sonar a la orquesta de la manera adecuada, es decir, con esa bruma bien entendida y con esa densidad típicamente centroeuropea que esta música necesita, equilibrando cada una de las familias con un empaste prodigioso y consiguiendo una perfecta polifonía; por ende, sin caer en la trampa de recrearse demasiado, ni en lo puramente sonoro ni en lo expresivo, en la brillantez que ofrecen los gloriosos metales de la formación. También sabe planificar tensiones –nada de brusquedades ni de fortísimos precipitados: todo se desarrolla con perfecta lógica– y frasear las melodías con esa cantabilidad que tan bien conoce por ser enorme director de ópera. Y el dominio de la dinámica es asombroso: repárese en cómo están tratados los pizzicati que vienen a continuación del gran clímax del arranque. Pero falta sintonía con eso que anda "más allá de las notas", es decir, con el contenido de la música.

El primer movimiento se desarrolla de manera un poco neutra, sin que los clímax resulten del todo terroríficos ni las melodías alcancen toda la emotividad posible. Sé que esto es  una percepción completamente subjetiva, pero no encuentro otra manera de explicarlo: desde el punto de vista meramente técnico, la recreación es irreprochable. En el scherzo el que el maestro se mueve muy a gusto desatando las furias del más allá sin perder el control, aunque cosas aún más implacables se han escuchado: Solti con la misma orquesta, sin ir más lejos. El trío no me ha gustado tanto, pues aunque el tratamiento de las maderas es de una carnosidad realmente atractiva (¡y qué manera de diseccionar todas las líneas!), las melodías resultan en exceso nerviosas.

El gran fiasco llega con un Adagio más bien aséptico, incluso dicho de pasada. Muti apenas se implica en la música. Parece no sentirla ni en un sentido ni en el otro, es decir, ni desde el horror ante el más allá ni desde la religiosidad más o menos confiada. Faltan garra dramática y carácter visionario, como también sensualidad y vuelo poético. Tampoco es que la toma sonora, con relieve pero no del todo clarificadora, está a la altura de las circunstancias.

Supongo que no hace falta decirlo: también en Chicago, Carlo María Giulini consiguió resultados aplastantemente superiores en su grabación para EMI. Y el mismo director ofreció más tarde con la Filarmónica de Viena en Deutsche Grammophon el que no es solo el mejor Bruckner de la historia, sino uno de los más importantes discos de música clásica jamás realizados.

lunes, 21 de agosto de 2017

La Lulu de Loy y Pappano en el Covent Garden

Este Blu-ray editado por Opus Arte con la extraordinaria calidad audiovisual que es propia del sello corresponde a las funciones que de la Lulu de Alban Berg –versión en tres actos completada por Friedrich Cerha– se ofrecieron en la Royal Opera House de Londres en junio de 2009 en producción escénica de Christopher Loy bajo la batuta de Antonio Pappano. Es la misma propuesta teatral que vimos cuatro meses más tarde en el Teatro Real, en este caso bajo la batuta de Eliahu Inbal, con un elenco en el que repetían las dos principales féminas, Agneta Eichenholz en el rol titular y Jennifer Larmore como la Condesa Geschwitz, además de Will Hartmann como el pintor. En Madrid el vapuleo de la crítica fue monumental, aunque a un servidor, como pude explicar en este blog, no le pareció el bodrio que a muchos aficionados, probablemente porque tuve la oportunidad de ver el espectáculo en primera fila.


Efectivamente, es la de Loy una propuesta pensada para ver muy de cerca: funcionó de manera aceptable estando sentado al lado del escenario, y vuelve a hacerlo con los primeros planos que ofrece la filmación, porque la naturaleza de la misma la hace inoperante para cualquier espectador que no esté lo suficientemente cerca como para percibir la gestualidad diseñada por el regista. Por lo demás, a lo entonces escrito me remito, no sin antes apuntar que, aun con sus insuficiencias y no pocos aspectos discutibles, esta es una producción escénica que sí atiende a la música y al libreto: nada que ver con la no menos conceptual pero pretenciosa y ridícula a más no poder de Andrea Breth que boicotea, en el DVD editado por DG, uno de los mejores trabajos directoriales de Daniel Barenboim.

En cuando a Antonio Pappano, su trabajo no me ha parecido todo lo admirable que esperaba de alguien de su talento para el foso de ópera. Hay que admirar su inmediatez, su comunicatividad y su instinto teatral. También la mezcla de carnalidad e incisividad del tratamiento tímbrico, así como la atención a los aspectos más escarpados –léase expresionistas– de la partitura. Pero a mi entender no termina de profundizar en las atmósferas, ni de conseguir la concentración deseable: una página tan decisiva como la música cinematográfica resulta en exceso nerviosa. Y hay picos dramáticos que no alcanzan la rabia y la fuerza opresiva deseable, particularmente los finales de los dos últimos actos. En cualquier caso, notable trabajo.


Nada tengo que añadir a lo dicho sobre Agneta Eichenholz en mi reseña de las funciones del Real: una Lulu con molestas tiranteces en los agudos pero estimable. Ni sobre las estupendas actuaciones de Jennifer Larmore y Will Hartmann. En Londres Michael Volle se encargó de Schön: más que solvente aunque un tanto monolítico. Su hijo lo encarnaba el otras veces inaguantable Klaus Florian Vogt, aquí cuanto menos correcto. Si en Madrid Schigolch era nada menos que Franz Grundheber, en la capital británica se encargó del papel ese eterno secundario que fue Gwynne Howell, con resultados dignos. Peter Rose y Heather Shipp encarnaron bien al atleta y al muchacho respectivamente, mientras que el malogrado Philip Langridge, ya regular de voz pero enorme artista, resultó un lujo asiático para el mayordomo –personaje generalmente desapercibido pero aquí muy bien atendido por Loy– y para el marqués proxeneta.

¿Recomiendo el visionado? A los muy interesados en esta obra, entre los que me cuento, creo que sí. Al resto de los aficionados les animo a ver el vídeo de Pierre Boulez y Patrice Chéreau, a día de hoy todavía disponible en YouTube.

sábado, 19 de agosto de 2017

La Tosca de Colin Davis recupera la cuadrafonía

La primera grabación que tuve de ese título absolutamente genial que es Tosca de Puccini fue esta que grabaron Montserrat Caballé, José Carreras, Ingar Vixel y Sir Colin Davis, este último frente a sus conjuntos del Covent Garden, en julio de 1976 para Philips. Después de muchos años he vuelto a ella, esta vez en la espléndida edición en SACD de Pentatone que ha recuperado la cuadrafonía original dando nuevo lustre a una toma sonora que ya era extraordinaria. Y he vuelto a quedar maravillado.


Principal responsable de la enorme calidad de esta lectura es Sir Colin Davis, quien no solo ofrece una dirección que contiene toda esa elegancia, esa naturalidad en el fraseo y esa depuración sonora que le caracterizan, sino que también –todo lo dicho sería insuficiente en un título como este– inyecta unas dosis muy considerables de convicción, de carácter narrativo y de fuerza teatral, incluyendo una amplia paleta expresiva donde no hay cabida para narcisismos y para efectos de cara a la galería, pero sí para la sensualidad, la acción trepidante, el éxtasis amoroso, el sentido del humor, el desgarro dramático y la grandeza opresiva y mefistofélica: ¡qué increíble Te Deum! El amanecer en el acto tercero, recreado con una lentitud, una concentración y una magia poética prodigiosas, es otro de los momentos más inspirados de su lectura, aunque si algo hay que destacar es la manera en que paladea, con una voluptuosidad y un sentido melódico inigualables, las grandes arias de los protagonistas y, más aún, el dúo final. El dominio de la agógica en “O dolci mani” es de oírlo para creerlo. En lo que a vuelo lírico se refiere ningún otro director ha llegado tan lejos. Y globalmente, con permiso de la garra de un Mehta y de la riqueza tímbrica de un Sinopoli, probablemente tampoco.

Algo parecido se puede decir de José Carreras, para mi gusto el mejor Cavaradossi que he escuchado. A pocos meses de cumplir treinta años, la voz del tenor catalán ofrece una lozanía envidiable y apenas evidencia los problemas de emisión que sufrirá posteriormente en su carrera. La belleza tímbrica es abrumadora y la línea de canto ofrece valentía, musicalidad y luminosidad mediterránea a raudales. En la Floria Tosca de Montserrat Caballé se pueden echar de menos la teatralidad de la Verret, la carnalidad italiana de la Freni, la complejidad psicológica de la Malfitano y, por descontado, la identificación absoluta de María Callas son el personaje. Y se le puede reprochar una dicción manifiestamente mejorable. Pero su canto es bellísimo –memorable Vissi d'arte–, su proverbial dominio de los reguladores está utilizado con sensibilidad extraordinaria y en el decisivo enfrentamiento con Scarpia no faltan arrojo y sinceridad. Al pérfido barón lo encarna un Ingvar Wixell que canta bien y, sin ser del todo sutil, se encuentra venturosamente alejado de la truculencia de otros reputados intérpretes de su parte. Samuel Ramey compone un Angelotti referencial, Piero di Palma hace un excelente Spoletta y Ann Murray es un verdadero lujo para el pastorcillo. Solo desentona un poco el sacristán de Domenico Trimarchi, en exceso bufo.

La audición en SACD otorga la naturalidad y el relieve que son propios del formato. En cuanto a la cuadrafonía, no está pensada para ofrecer espectáculo sino para dar relieve y espacialidad a la toma, si bien es cierto que los ingenieros se toman la libertad, a mi entender muy bienvenida, de colocar en los canales traseros efectos off stage como la cantata de Tosca en el segundo acto, los redobles al final de este mismo o las campanas en el amanecer. Con respecto al CD se echan de menos el cañonazo que avisa de la huida de Angelotti y la pólvora del fusilamiento, si bien Pentatone ha corregido el tremendo error de Philips a la hora de dividir el segundo acto por la mitad: tras el Te Deum se cierra el disco primero y el resto de la obra va en el segundo. Creo que no hace falta insistir en la recomendación. O quizá sí, porque en la guía Los mejores disco de ópera escrita por Fernando Fraga y Enrique Pérez Adrián esta Tosca no solo no aparece entre las diez grabaciones más recomendables, sino que solo se la cita de pasada para hablar de su presunta irregularidad. Qué cosas.

viernes, 18 de agosto de 2017

Lágrimas

Este disco, registrado allá por 1987, bien podría ser considerado como uno de los mejores de todos los que nos ha legado Jordi Savall. En su momento me pareció hermosísimo. El otro día volví a él, esta vez en un trasvase a SACD que suena de manera admirable, y volví a quedar maravillado: belleza y emoción en estado puro. Por la música y por la interpretación. Sirva hoy este fragmento, estas pocas lágrimas vertidas por el más grande músico clásico catalán de nuestros días y su admirable consort de violas, como pequeño homenaje a las víctimas del atentado de hoy en Barcelona. Ojalá nunca más tengamos que conocer una tragedia semejante. Descansen en paz.


miércoles, 16 de agosto de 2017

Quinta de Bruckner por Abbado en Lucerna

Empecé escuchando esta Quinta de Bruckner registrada en agosto de 2011 en Lucerna, con soberbia calidad de imagen y gloriosa toma de sonido por los ingenieros de Accentus, con la mejor voluntad posible. Sabía que me iba a encontrar, desde luego, con esas irritantes sonoridades ingrávidas que tanto le gustaban a Claudio Abbado en la última etapa de su carrera, y también con esos grandes contrastes dinámicos, antes espectaculares que llenos de significado expresivo, que pareció heredar de Karajan cuando el italiano llegó al podio de la Filarmónica de Berlín. Pero estaba muy dispuesto a disfrutar de las bellísimas sonoridades que el maestro iba a extraer de la orquesta del festival, de su fraseo lleno de cantabilidad, de su asombrosa capacidad para matizar las dinámicas hasta extremos impensables, de su incuestionable claridad polifónica, de su empaste al mismo tiempo cálido y luminoso en el que la luz mediterránea parece bañar las brumas germánicas. De las muchas virtudes, en definitiva, que aún seguía conservando quien había sido un enorme director sinfónico.


Lo hice, al menos durante un primer movimiento muy bien llevado. Ya en el Adagio empecé a darme cuenta de que la propuesta era superficial, de que apenas se apreciaba la religiosidad agónica y trascendida que caracteriza al compositor, pero me resultaba muy difícil sustraerme a semejante despliege de belleza: terrena antes que espiritual, ciertamente, pero belleza al fin y al cabo. Dejó Abbado de convencerme en un Scherzo carente de tensión y garra dramática, incluso un tanto blando en el trío. Y en el Finale, tan extraordinariamente difícil de plantear para cualquier batuta, la irregularidad de la arquitectura se hizo bien patente y la discontinuidad terminó imperando, dejándome un mal sabor de boca pese a una coda extraordinaria.

Entiéndaseme bien: esta es una interpretación de altura, pero resulta difícil comprender por qué tantos músicos y melómanos se entusiasmaban y siguen entusiasmando ante el Abbado de los últimos tiempos. Y por qué este Blu-ray ganó tan importantes premios.

lunes, 14 de agosto de 2017

Dos Diabelli por Barenboim

Daniel Barenboim ha grabado tres veces –no sabemos si vendrá una cuarta– las descomunales Variaciones Diabelli de Beethoven: para Westminster en 1965 –con apenas veintitrés años ya se enfrentó al monstruo–, en 1982 para Deutsche Grammophon y en 1991 al mismo tiempo para audio y vídeo, siendo el primero editado por Erato y apareciendo el segundo en DVD en el sello Euroarts. He querido comparar los dos últimos registros.



Como era de esperar, en 1982 Barenboim plantea una interpretación en la línea de su Beethoven de aquellos años, es decir, decidida y dramática, no del todo interesada por lo que esta música puede albergar de encanto, de sensualidad o incluso de carácter lúdico –aunque tampoco le falte un sentido del humor socarrón, como en la referencia al Don Giovanni mozartiano de la variación nº 22–, para en su lugar mirar cara a cara los aspectos más conflictivos, más reflexivos y más visionarios de la partitura. Lo hace mezclando pasión y control –nada de nerviosismo– en un fraseo tan natural como rico en acentos expresivos, marcando claroscuros con agudísimos picos de tensión, abordando las variaciones más extrovertidas con una efervescencia más ardiente que lúdica, ofreciendo una increíble concentración en las introvertidas –las geniales nº 14 y nº 29– y desplegando altísimas dosis de poesía humanística cuando las circunstancias lo requieren –la no menos admirable nº 21–. Y todo ello lo consigue, por descontado, con un sonido beethoveniano al cien por cien, denso y poderoso pero también capaz de plegarse a las mayores sutilezas sin acercarse por ningún momento a lo preciosista ni intentando seducir a través de la belleza sonora en sí misma. Que en algunas de las variaciones más rápidas algunas cascadas de notas no suenen con toda la claridad deseable no importa lo más mínimo en esta recreación, a mi entender referencial e imprescindible para cualquier melómano de verdad. Es decir, para aquel que busque en la música algo más que pasar un buen rato.


En la de 1991, registrada en la Philharmonie de Múnich, no se perciben grandes diferencias con respecto a la anterior: la variación nº 14 es ahora menos lenta (4’51 frente a 5’13), como ocurre de manera aún más acentuada con la nº 20 (3’30 frente a 4’10), y quizá en ambos casos se pierde un poco de carácter abstracto y visionario en las mismas, que no suenan ahora tan increíblemente modernas. A cambio tenemos, en líneas generales, una pulsación un punto más rica (¡impresionantes los trinos de la variación nº 33, en la que Barenboim no deja de mirar a Chopin!) y una continuidad aún mayor en el discurso, circunstancia esta última que contribuye a subrayar la realización televisiva a cargo de János Darvas. Por desgracia la nueva toma resulta más bien seca, ofrece poca “carne” en comparación con la magnífica realizada nueve años atrás por los ingenieros de DG, particularmente en el DVD –el CD de Erato suena mejor–, por lo que a la postre este registro, aun siendo magistral y aportando cosas nuevas, no resulta tan recomendable como el anterior.

domingo, 13 de agosto de 2017

El cine italiano por Henry Mancini

Ha sido un placer volver a este disco que, registrado en los estudios de Abbey Road allá por octubre de 1990, tanto me gustó en su momento. Se titula Cinema Italiano, y en él Henry Mancini realiza arreglos y dirige temas cinematográficos de sus colegas Nino Rota y Ennio Morricone poniéndose al frente de una supuesta Henry Mancini Pops Orchestra, muy probablemente no otra que la National Philharmonic toda vez que su concertino es Sidney Sax. El propio autor de La pantera rosa toca los solos de piano y nada menos que los inolvidables Ambrosians Singers se encargan de las breves intervenciones corales.


Los resultados son, con un par de excepciones que luego comentaré, estupendos. Pero muy distintos entre sí según se trate de un compositor u otro. En el caso de Morricone, las partituras originales solo reciben ligeras modificaciones: apenas alguna que otra introducción o secuencia puente, más ligeros retoques de orquestación. Sensata actitud por parte de Mancini, pues la música de Don Ennio se basa en gran medida en las texturas. El placer de la audición se encuentra, por tanto, en la oportunidad de escuchar estas piezas mucho mejor grabadas –soberbia toma sonora– que en sus versiones originales. Y también mejor dirigidas, mejor tocadas y mejor cantadas: ¡qué maravilla escuchar El hombre de la armónica con un coro que no patina gravemente en los agudos!

En cuanto a Nino Rota, la cosa cambia por completo: aquí tenemos al Mancini gran arreglista que hace suyas las músicas de otro, hasta el punto de que la mayoría de las piezas parecen escritas por él mismo. Lo mejor es que no traiciona el espíritu de su autor. Antes al contrario, parece haber una enorme sintonía con él. Efectivamente, es italianitá pura lo que tienen en común. Ese particular sentido de la melodía, de la frescura, de las ganas de vivir... También de la melancolía. ¡Y de lo festivo! Porque Mancini, enorme compositor de música "de fiesta" para Blake Edwards, se lo pasa verdaderamente en grande con esas músicas circenses que adoraba Federico Fellini.

Ah, los dos garbanzos negros: el tema principal de Los intocables suena en exceso hinchado, hollywoodiense en el peor de los sentidos –tampoco es precisamente la mejor música de Morricone–, mientras que en Romeo y Julieta aparece el Mancini más vulgar y hortera. No todo podía ser extraordinario.

viernes, 11 de agosto de 2017

El Falstaff de Bernstein, reprocesado

Un verdadero redescubrimiento el Falstaff de Verdi registrado por Leonard Bernstein al frente de la Filarmónica de Viena, con Dietrich Fischer-Dieskau como protagonista, al ser escuchado en la nueva remasterización y en la descarga digital a 24bit/96khz: suena muchísimo mejor que el trasvase a compacto lanzado por CBS en los años ochenta. Al final resulta que el registro realizado en la Sofiensaal vienesa en marzo de 1966 era, a pesar de la compresión dinámica que aún permanece y presumo insalvable, bastante bueno. Lo de redescubrimiento es literal. No solo la paleta tímbrica desplegada por Lenny resulta ahora mucho más rica, los instrumentos adquieren inmediatez y la orquesta alcanza mayor relieve. Es que la voz del genial barítono protagonista casi suena diferente: ahora tiene más redondez y un color más oscuro, toda vez que la alta definición favorece sobre todo a las frecuencias graves.


Por lo demás, a mí me parece claro que Fischer-Dieskau es el más grande recreador del personaje –con permiso de Orson Welles– que se ha conocido. Y no solo porque su incomparable inteligencia musical le lleva a matizar en lo expresivo todas y cada una de las palabras del texto, sino también porque asume plenamente los aspectos vulgares del personaje sin caer en la vulgaridad canora: una cosa es hacerse el ordinario y otra muy distinta cantar con ordinariez. El berlinés mantiene siempre una línea canora exquisita, y cuando tiene que resultar jocoso, agresivo, grosero o chabacano lo hace a través de medio musicales, no de efectos de cara a la galería. ¡Cuántos cantantes de ayer y hoy deberían aprender de él!

Rolando Panerai recrea a la perfección un rol, el de Ford, en el que fue especialista, y lo hace todavía lozano en lo vocal y muy implicado en lo expresivo, particularmente en su monólogo del segundo acto. Por desgracia, el resto del equipo no termina de brillar. Están solo bien Ilva Ligabue y Regina Resnik haciendo de Alice y Quickly respectivamente. Se queda algo corta Graziella Sciutti, soubrette total, en el rol de Nanetta. Hilde Rössel-Majdan pasa tan desapercibida como todas las Meg. Mejor el Fenton del tenor catalán Juan Oncina, con su voz carnosa y su cálida expresividad.

En cualquier caso, lo que eleva este registro a la altura de las más grandes grabaciones de ópera jamás realizadas es, junto con la actuación de Fischer-Dieskau, la labor de la batuta. Leonard Bernstein fue recibido por la Filarmónica de Viena con los colmillos muy afilados, en plan “a ver qué viene ahora a enseñarnos el americano este”. Ese mes de marzo grabaron este Falstaff y, para el sello Decca, el disco Mozart con el Concierto para piano nº 15 –con el maestro al teclado– y la Sinfonía Linz. La historia de la dirección de orquesta no volvería a ser la misma, pues comenzó entonces un romance de más de dos décadas en el que la indomable formación austríaca encontró al único director ante el que se rindió absoluta e incondicionalmente. Mahler, Beethoven, Brahms, Sibelius, Shostakovich… La lista de hitos discográficos la tenemos todos en mente.

¿Qué es lo que hizo de este Falstaff algo tan especial? Podríamos hablar del inmenso sentido teatral de Bernstein, quien no frecuentó el foso operístico pero sí compuso música escénica de altísima calidad: basta citar On the Town y West Side Story. También de esa inmediatez, de esa comunicatividad, de esas inmensas ganas de vivir que acostumbraban a presidir sus mejores lecturas. De su sentido del humor, de su jovialidad. De su talento para hacer que lo perfectamente planificado suene natural e incluso espontáneo. De su olfato para obtener el máximo sentido expresivo de la tímbrica orquestal. De su imaginación. Pero quizá la clave resida en el mismo lugar que hizo grande su Mahler: su plena asunción de los aspectos vulgares de la música como parte indispensable de la misma, sin miedos ni complejos. Trabajándolos a fondo y concediéndoles la mayor potencia expresiva. La manera en la que saca partido de las geniales onomatopeyas que nos regala Verdi habla por sí sola.

Dicho esto, que nadie piense que nos encontramos ante una interpretación unilateral. Ni mucho menos. Y aunque en determinados momentos de los dos primeros actos –las apariciones de la parejita de enamorados– Lenny se precipite un poco y no paladee la música todo lo debido, en el tercero destapa el tarro de la más sublime poesía. El misterio con el que suenan las doce campanadas (¡qué manejo de la agógica!) o el refinamiento en absoluto preciosista con que trata las texturas mendelssohnianas de la escena de las hadas hay que escucharlos para creerlos. Solo una cosa hay que lamentar: que no quede testimonio –creo que circula algún fragmento aislado con otro director de orquesta– de la producción escénica de Luchino Visconti con los mismos intérpretes.

Para terminar, les apunto que la caja “Une Discotheque Ideale De L'Opera”, 56 discos que actualmente venden Amazon y FNAC por algo más de 35 euros, al parecer contiene la versión remasterizada de este Falstaff. No es HD, pero si no tienen este reprocesado (¡y no digamos si nunca han escuchado el disco!) no deberían dudarlo ni un instante.

PD. Hace años escribí este artículo en Ritmo donde comentaba esta partitura y las principales grabaciones entonces disponibles.

martes, 8 de agosto de 2017

Barenboim y la WEDO en el Colón 2017 (I): Ravel, Shostakovich, Berg

El Festival Barenboim del Teatro Colón de este año ha incluido un recital a dúo con Martha Argerich, un concierto de música de cámara y dos programas a cargo de la West-Eastern Divan Orchestra. Estos últimos han sido retransmitidos en directo vía webstream, siendo el primero de ellos registrado por un aficionado y subido a YouTube. Lo comento ahora y les animo a ustedes a realizar la descarga cuanto antes, quedando a la espera de ver si aparece el segundo de ellos en su filmación oficial, y no en la grabación "cámara en mano que ahora circula".

Este concierto del día 2 –que se había ofrecido también el día antes– tenía a Ravel, Shostakovich y Berg en los atriles. Comenzó con una recreación de Le toumbeau de Couperin parecida a la que ofreció en Versalles frente a la Filarmónica de Berlín veinte años atrás, que he vuelto a escuchar: vitalista y animada antes que proclive a la ensoñación y la delicadeza, dotada de sentido del humor y sorprendente a la hora de revelarnos un interesante clímax dramático en el tercer movimiento. Quizá ahora Barenboim, además de aportar una dosis algo superior de picardía, de agilidad y de carácter bullicioso, consigue un colorido un poco más adecuado y alcanza una mayor sensualidad, circunstancia esta última a la que no es ajena la musicalidad de los miembros de la West-Eastern Divan, admirables en sus intervenciones y tratados desde el podio con mano maestra: se escucha todo. En contrapartida, al último movimiento le sobra músculo y le falta delicadeza. Me sigo quedando con Ansermet, con Ozawa y, sobre todo, con Cluytens, interpretaciones mucho más propiamente ravelianas.


El morbo de la velada estaba en el Concierto para piano nº 1 de Dmitri Shostakovich, obvia imposición de Argerich a un Barenboim que apenas ha frecuentado este repertorio: solo el Concierto para violín nº 1 con Vengerov y la Sinfonía Babi Yar. Lo cierto es que el maestro da la lección no ya de musicalidad, que se da por supuesta, sino también de compromiso y de inspiración, ofreciendo una lectura magníficamente sonada, mejor tensada y que muestra una perfecta comprensión del universo del compositor. No solo hay en ella una excelente mezcla de elegancia e ironía en el Allegro moderato y una enorme hondura trágica en el Largo, sino también tremenda vehemencia en un movimiento conclusivo al que pocas veces he escuchado tan arrebatado y furioso, sin menoscabo de la buena dosis de retranca –al maestro le va la socarronería, ya lo saben ustedes– que éste necesita.

Once años después de grabación para EMI –mejor que su registro para DG, algo inmaduro–, Argerich demuestra que la obra sigue siendo suya –pareciera que Shostakovich la escribió con alguien como ella en mente– por la manera en la que esta le permite lucir su toque incisivo, su fraseo elástico y efervescente, su desparpajo y su capacidad para la caricatura, pero también su capacidad para ofrecer hondura, concentración y sentido trágico, todo ello repitiendo e incluso ampliando –final del primer movimiento- la variedad de matices de aquella ocasión y maravillosamente respaldada por orquesta y director, redondeando así la mejor de sus interpretaciones. Al trompetista Bassam Mussad, antes clásico que jazzístico, se le podría pedir un poco más de retranca, pero en cualquier caso realiza una labor formidable. En mi discografía comparada le pondría un 10 a esta interpretación.


La propina fue una hermosísima versión a cuatro manos de Laideronnette –con Barenboim, claro está– que sirvió para enlazar con la interpretación de la suite completa –no el ballet– de Mi madre la oca en su versión orquestal. Aunque obviamente muy lejos de la poesía ensoñada y espiritual de Giulini, quien en sus diferentes registros de esta obra alcanzó algunos de los más gloriosos hitos de su carrera, Barenboim recrea el mundo infantil de manera bulliciosa y animada, con adecuado sentido del humor, pero sin olvidar ese sentido de la delicadeza, de la sensualidad y del colorido pastel que esta música necesita y que el maestro ha venido desarrollando de manera especial en los últimos años. La orquesta, tratada con enorme depuración sonora, realiza una formidable labor expresiva pese a dos solos de violín –Michael Barenboim y una chica– no precisamente afortunados.

Y queda el peso pesado: las Tres piezas para orquesta de Alban Berg. En el polo opuesto a la radicalidad de aquella memorable grabación, seca y dramática, de Pierre Boulez al frente de la Sinfónica de la BBC, el de Buenos Aires nos ofrece una lectura que, aun sin andar precisamente escasa de fuerza expresiva ni de tensión sonora, se encuentra impregnada de atmósfera y resulta cálida y voluptuosa a más no poder, sensualísima en el color y refinadísima en las texturas. Marcada por un admirable sentido orgánico del fraseo y dicha con enorme comunicatividad, cada una de las piezas se desarrolla con plena lógica tanto constructiva como expresiva explotando al máximo el potencial lírico y hasta emotivo que la música del autor de Lulu, todo lo expresionista que se quiera, sin duda también alberga.

Solo hay que lamentar que la toma sonora no esté a la altura. Ojalá conozcamos una edición comercial del evento, porque a todas luces lo merece.

domingo, 6 de agosto de 2017

Barenboim en los Proms de 2017 (y II): Birtwistle, Elgar

Hora y media después del concierto de Haitink con la Orquesta de Cámara de Europa, comenzaba la segunda actuación –aquí se encuentra comentada la primera– de Daniel Barenboim y Staatskapelle de Berlín en los Proms de este año. Para escribir he esperado a disfrutarla de nuevo, esta vez en la filmación realizada por la BBC. En ella hay una importante pega: desaparece la imagen durante cuatro minutos del primer movimiento de la sinfonía de Elgar, circunstancia ante la que la propia BBC pide disculpas. Parece que la ausencia no es subsanable, así que nuestro gozo en un pozo. La calidad de imagen es divina, no tanto el sonido: el volumen sufre algunas alteraciones, quizá debido a la compresión dinámica. Pero vamos ya al contenido.

La primera parte la ocupaba el estreno en Reino Unido de una página encargada por el propio Barenboim a Sir Harrison Birtwistle (n. 1934). Como del compositor británico solo conocía su admirable ópera The Minotaur, que comenté hace tiempo, decidí hacer un repaso (¡qué suerte tener integrado Spotify en mi receptor!) por su obra sinfónica: Secret Theater, Earth Dances, Panic, The Cry of Anubis, The Shadow of Night y Theseus Game son las páginas que han pasado por mi equipo.

En Deep Time se reconocen sin problemas los rasgos que, a tenor de las obras anteriormente citadas, parecen caracterizar la producción del autor: denso trazado polifónico, apreciable angulosidad tímbrica y un ritmo obsesivo que, a través de breves células que se van yuxtaponiendo de manera implacable, crea una atmósfera opresiva y una fuerte tensión dramática. Por no hablar, claro está, de esa obsesión por el tiempo que aquí queda patente ya en el mismo título de la composición. El problema, de haberlo, es que Birtwistle no parece decir nada nuevo que no haya dicho ya. Quizá haya aquí mayor riqueza en el color –la plantilla orquestal es inmensa– que en obras pasadas, quizá también resulte menos virulento que en otras ocasiones, pero lo cierto es que esperaba más aún. En cualquier caso, una obra magníficamente escrita y de incuestionable calidad que recibe una interpretación de bandera: diríase que Barenboim y los berlineses han crecido con esta música.

Y algo parecido se puede decir con respecto a su afinidad con Edward Elgar. Poco que añadir a lo que escribí a propósito de su interpretación en Madrid hace ahora tres años de su Segunda sinfonía: una monumental lección de dominio del fraseo, del color y de la polifonía, y una palmaria evidencia de la inspiración poética que nuestro intérprete ha alcanzado empuñando la batuta. Hay en su lectura voluptuosidad, grandeza, gozo dionisíaco, lirismo, hondo sentido trágico, urgencia dramática, melancolía, reflexión humanística, hondura... Para qué seguir: si el autor de las Variaciones Enigma quiso hacer una síntesis de toda su experiencia vital en esta música, Barenboim ha conseguido reflejar todo ello con una intensidad y una convicción abrumadoras. Y lo hace subrayando de manera marcada las conexiones con Bruckner, si bien en la entrevista del intermedio a quien termina citando es a Gustav Mahler. Y a Jacqueline Du Pré, en este caso como inspiradora de su manera de poner de relieve el lado más intenso, trágico y sensible de la música elgariana tal y como ella hizo en sus justamente míticas recreaciones del Concierto para violonchelo. Repaso mientras escribo estas líneas la interpretación de Kirill Petrenko, nada menos que con la Berliner Philharmoniker, y no hay color: la de Barenboim no ya abiertamente superior, sino por completo genial.

Mención aparte merece la labor de la Staatskapelle de Berlín. Hasta hace no muchos años un servidor mantenía que se trataba de una orquesta de segunda a la que Barenboim, mediando su prodigiosa técnica, hacía sonar como una de primera. No sé si me equivoqué en mi apreciación –creo que no–, pero de lo que estoy seguro es de que ahora sí que se encuentra entre las cuatro o cinco más grandes formaciones sinfónicas del continente. Diré más: aunque la Filarmónica de Berlín ofrece mayor seguridad en todas sus secciones y un músculo incomparable, además de poseer un rosario de solistas que son auténticas estrellas, la Staatskapelle se muestra más flexible y ofrece un sonido más cálido y luminoso, yo diría que más bello, en el que se percibe con claridad la huella de esa tradición centroeuropea que quizá solo en la otra Staatskapelle, la de Dresde, se sigue manteniendo.

La primera propina estaba cantada: intensa recreación de Nimrod. Luego vino el valiente y necesario –hoy más que nunca, también en Cataluña– discurso de Barenboim en contra de los "aislacionismos" y en defensa de la cultura europea, cuya traducción ya ofrecí aquí. Se cerró la velada, no podía ser menos, con una Pompa y circunstancia de lo más significativa. Memorable concierto.

PD. Descarguen el vídeo completo de YouTube cuanto antes. Pronto la BBC reclamará el copyright y se quedarán sin él.

sábado, 5 de agosto de 2017

Barenboim y Argerich en la Plaza Vaticano de Buenos Aires

Trece días después de su segundo concierto en los Proms –tengo aún que escribir sobre él–, concretamente el 29 de julio, Barenboim se presentaba junto con su amiga Martha Argerich en la Plaza Vaticano de Buenos Aires para ofrecer un tan breve como multitudinario concierto que anda circulando por la red, con aceptable imagen y deficiente calidad de sonido –prácticamente monofónico–, y que me gustaría ahora comentar brevemente, aunque sea por el relativo mal sabor de boca que me ha dejado.

Y es que ese día Barenboim, a mi entender el más genial intérprete de música clásica de nuestro tiempo, no estuvo bien de dedos. Ojo, que me limito a decir dedos: gran parte su enorme técnica pianística sigue ahí, incluyendo su habilidad para extraer colores, para obtener densidad sonora (¡qué registro grave!), para planificar tensiones, para crear grandes arcos melódicos... Pero lo cierto es que no estuvo muy ágil que digamos, por lo que el diálogo con Argerich, espléndida, se resintió un tanto. Quizá tuvieran parte de la culpa las malas condiciones bajo las que se ofreció el recital, sufriendo un insoportable ruido de tráfico –bien presente en la transmisión– del que Barenboim se quejó con visible molestia en una de sus breves alocuciones al respetable. Estas cosas le molestan muchísimo al maestro: aún recuerdo su monumental cabreo del concierto que dio al aire libre en Algeciras hace años.

Dicho esto, las interpretaciones de este concierto porteño fueron de enorme altura. La Sonata para dos pianos en re mayor, KV 448 de Mozart fue similar a las dos filmaciones comerciales de 2014, la de Berlín y la de Buenos Aires. Es decir, una recreación claramente en estilo Argerich, lo que significa que la vitalidad, la chispa y la inmediatez expresiva se imponen sobre otras consideraciones, sin que escaseen precisamente los matices poéticos.

Vino a continuación la obertura del Holandés errante en la inhabitual, y magnífica, transcripción para dos pianos de Claude Debussy. Tratándose de Wagner, aquí quien llevó la voz cantante un Barenboim que supo imponer su concepto denso y visionario de este universo sonoro, lo que no impidió a la electrizante Argerich sentirse como pez en el agua desatando tempestades marinas.

En los bises volvieron las transcripciones de Debussy, concretamente del Lago de los cisnes: una Danza española y una Danza napolitana recreadas con una chispa, una elegancia y una delectación melódica abrumadoras. Entre medias, Bailecito de Guastavino: pura melancolía argentina sublimada sen poesía de altísimos vuelos por nuestros dos artistas.

Confío en que las limitaciones digitales de Barenboim no hayan sido más que una molestia pasajera. Sus cualidades interpretativas, desde luego, permanecen intactas. Por no hablar de su talento sobre el podio, del que tendré la ocasión de decir más cosas en los próximos días.

PS (18/08/2017). El vídeo ha desaparecido de YouTube.  Comprensiblemente, a Barenboim no le hace gracia de que este testimonio ande circulando.

jueves, 3 de agosto de 2017

Schippers dirige Prokofiev y Mussorgsky

¿Qué sabía yo de Thomas Schippers? Que además de haber sido amante de Samuel Barber, Gian Carlo Menotti y Leonard Bernstein para luego casarse con una rica heredera y fallecer de manera prematura, ofreció una dirección maravillosa de Lucia di Lammermoor en el registro protagonizado por Beverly Sills. Poco más. Por eso he escuchado con particular interés este SACD editado por Sony en el que el maestro dirige a la Filarmónica de Nueva York –supongo que Lenny le facilitaría el empujoncito hasta su podio– dos obras de repertorio: Alexander Nevsky de Prokofiev y los Cuadros de una exposición de Mussorgsky/Ravel, grabaciones de 1961 y 1965 respectivamente. Ambas parecen confirmar un talento cuanto menos notable.


La cantata del compositor ruso recibe una interpretación entusiasta y comprometida, dicha con la garra teatral que es de esperar en un maestro con amplia experiencia en el foso operístico, a veces arrebatadora –sección central de la batalla en el hielo– y dotada también de un muy destacado sentido del humor en los momentos en los que corresponde. No por ello se encuentra precisamente desatenta a los aspectos opresivos de la página ni a su fundamental vertiente lírica –muy bien recreado el campo de los muertos–, aunque también sea verdad que en determinadas frases –canción de Alexander– se echa de menos ese último punto de elevación poética de la referencial grabación de Abbado. Por lo demás, la claridad es admirable y la tímbrica, incisiva y carnosa al mismo tiempo, resulta la ideal para Prokofiev. La gran pega viene por parte de las serias limitaciones que tenía la Filarmónica de Nueva York por aquella época, por no hablar de las del Westminster Choir. La contralto Lili Chookasian sí realiza una muy buena labor. La grabación, por su parte, es simplemente buena para la época, aunque el SACD multicanal permite obtener un gran relieve en las frecuencias más graves

 
Aunque ello no le impida paladear con delectación el Viejo castillo ni hacer gala de un excelente sentido del humor en los Pollitos –admirablemente desmenuzados, por cierto–, la de los Cuadros es una interpretación que mira mucho antes al mundo de Mussorgsky que al de Ravel, lo que significa que hay poco de sensualidad, de elegancia y de refinamiento, y mucho de carácter bronco, de sonoridades rústicas, ocres y escarpadas, de tensión dramática. Todo ello bien controlado por una batuta ágil y de elevado sentido teatral, pero muy atenta a la claridad y que sabe –ni siquiera en un Mercado de Limoges particularmente bullicioso– no dejarse llevar por la precipitación. A destacar la circunstancia de que en Bydlo, la pieza más alterada –al planificarla como un gigantesco doble regulador– por Maurice Ravel, Schippers parece mirar a la idea del original pianístico antes que a la del compositor francés. La orquesta se comporta aquí mucho mejor que en el Alexander Nevsky que la acompaña, y la toma sonora es también de más calidad.

martes, 1 de agosto de 2017

El mejor coro para la mejor orquesta: coros de Verdi por Georg Solti y Margaret Hillis

En este disco íntegramente dedicado a Verdi, Sir Georg Solti y la Sinfónica de Chicago quisieron realiza un homenaje a sus compañeros del Chicago Symphony Chorus y a la que en 1957 lo había fundado y aún seguía siendo su directora, Margaret Hillis, para dejar claro que pocas veces se había conocido orquesta con un coro asociado tan extraordinario. Y lo lograron: difícil es cantar estas piezas con semejante perfección, tal es el virtuosismo de la agrupación coral. En el mundo operístico, quizá tan solo los Ambrosian Singers de John McCarthy –en su momento vinculados a la Sinfónica de Londres, por cierto– fueran comparables.


Las interpretaciones propiamente dichas son del alto nivel esperable en Sir Georg, y aunque en algún caso defrauden un tanto –las brujas de Macbeth, los gitanos de Il trovatore–, en general Solti da buena cuenta de su desarrolladísimo sentido teatral, de su capacidad para descender a la filigrana sin perder de vista el trazo global y, sobre todo, de esa mezcla de electricidad y rusticidad bien entendida que tan bien le sientan al mundo verdiano. La Sinfónica de Chicago, por su parte, despliega una brillantez ideal para números tan vistosos como el auto de fe de Don Carlo o la marcha triunfal de Aida. Y Margaret Hillis da buena cuenta de su habilidad en la complicada fuga del Sanctus de la misa de difuntos.

Un único reparo serio: la toma sonora, realizada en el Orchestra Hall entre el 4 y el 7 de noviembre de 1989, dista de ser la mejor posible.

Brahms por Axelrod: blandura y amaneramiento

Para la próxima temporada de la Sinfónica de Sevilla, de la que ahora es director plenipotenciario, John Axelrod ha programado las cuatro sinfonías y los cuatro conciertos de Johannes Brahms. Y esto me ha llevado a escuchar un doble disco ("Brahms Beloved") del sello Telarc con las sinfonías Primera y Tercera del compositor hamburgués, más algunos bellísimos lieder de Clara Schumann interpretados por Wolfgang Holzmair y la enorme Felicity Lott.  El registro se realizó en vivo –toma sonora mejorable– en 2014 y cuenta con la participación de la Sinfónica de Milán, de la que el maestro tejano sigue siendo principal director invitado. Hay otro doble con el resto de las sinfonías: a tenor de lo aquí escuchado, creo que lo voy a dejar para más adelante.


Nada más arrancar la interpretación de la Primera sinfonía las cejas se arquean sin remedio. ¿Qué está pasando aquí? La desgarrada introducción brahmsiana suena flácida, blanda, incluso un punto amanerada. Cuando llega el Allegro parece que las cosas se van a arreglar, pero muy pronto Axelrod termina de poner las cartas sobre la mesa. Es el suyo un Brahms que pretende ser otoñal y atmosférico, antes reflexivo y contemplativo que dramático, lo que en principio es un planteamiento por completo plausible; y es un Brahms fraseado con apreciable delectación melódica y enorme flexibilidad, lo que tampoco es ningún disparate. El problema es que estas cosas hay que saber hacerlas, y en su momento las hicieron músicos de enorme talento. Fundamentalmente Celibidache, a mi entender el modelo seguido –antes que el de su maestro Bernstein– por el director norteamericano. Pero éste no es Celi, ni Furtwaengler, ni Giulini, por citar tres opciones en línea semejante. Cuando Axelrod relaja el tempo las tensiones se quiebran y la arquitectura se viene abajo; cuando pretende bucear en el goticismo de la escritura, las brumas devienen en amaneramiento; y cuando busca sensualidad y lirismo, termina resultando de una irritante blandura.

En el Andante sostenuto quedan claras las virtudes de la aproximación de Axelrod, que las tiene: una enorme cantabilidad a la hora de desgranar las bellísimas melodías y, esto es lo más difícil de conseguir, un sonido netamente brahmsiano por parte de una orquesta que, no siendo de primera fila, rinde estupendamente bajo su batuta. Por desgracia, a la postre las insuficiencias antes citadas se terminan imponiendo en esta lectura antes romanticoide que romántica, aunque en modo alguno de la manera en que lo hacen en un tercer movimiento por completo fallido: aunque venturosamente la batuta no aligera la sonoridad, sí que ablanda de manera considerable las texturas y relaja las tensiones, con resultados irritantes. En el cuarto las desigualdades se vuelven a hacer patentes, y si a eso añadimos unas trompetas hinchadas hacia el final, se comprenderá que la audición deje mal sabor de boca.

La Tercera recibe una interpretación algo menos insatisfactoria, pero a la postre irregular. El épico arranque suena sin la fuerza y la garra que debería, pero el resto del movimiento se encuentra bien trazado, y está dicho con sensatez y musicalidad dentro de una línea ciertamente antes lírica que dramática. En el segundo Axelrod despliega una plasticidad sonora de apreciable sensualidad y, haciendo gala de un fraseo tan flexible como atento al peso de los silencios, logra recrear la página con esa atmósfera misteriosa que necesita, aunque sin terminar de atender al profundo amargor de la misma. En el sublime Poco Allegretto no convence: el maestro quiere parecer ensoñado y evocador, pero el resultado es extremadamente blando, dulce y amanerado. Las cosas mejoran mucho en el cuatro, paladeado sin prisas y con apreciable aliento poético, hasta llegar a una coda más bien gangosa que termina volviéndonos a dejar con un mal sabor en los labios.

Lo siento: no me gusta este Brahms. Mis preferencias ya saben por dónde van.

La Bella Susona: el Maestranza estrena su primera ópera

El Teatro de la Maestranza ha dado dos pasos decisivos a lo largo de su historia lírica –que se remonta a 1991, cuando se hicieron Rigoletto...