Sencillamente, estoy harto. Harto del desastroso panorama de la crítica musical de este país. Aunque el número de barbaridades siempre ha ido in crescendo, las dos últimas que he leído marcan un verdadero récord. La primera, que Barenboim es "un director ruidoso". La segunda, que Kirill Petrenko es "una de las batutas más sobresalientes de todos los tiempos". Escritas ambas afirmaciones por críticos presuntamente serios y de criterios bien formados.
En fin, si lo referente al de Buenos Aires es una barbaridad que solo puede escribir un perfecto ignorante, un sordo o un malintencionado –sospecho que más bien esto último–, lo del ruso es de una pedantería y de una pretenciosidad sin límites. De acuerdo con que el nuevo titular de la Berliner Philharmoniker ha hecho en el foso de Múnich algunas cosas grandísimas, pero ya me dirán ustedes dónde están los Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms, Bruckner, Tchaikovsky, Mahler, Debussy, Ravel, Bartók y Stravinsky que certifiquen que este señor es comparable a los grandes, grandísimos directores que han dictado lecciones en la mayor parte de esos compositores.
Mientras tanto, las revistas con largo recorrido continúan haciéndole la pelota descaradamente a los sellos que ponen publicidad en sus páginas, mientras que los críticos que se autodenominan "comprometidos" siguen sin rubor escribiendo reseñas siempre positivas a sus amigos (¡y amigas!) personales. Y encima se permiten mirar por encima del hombro a los demás, los muy sinvergüenzas.
¿Saben que les digo? ¡Al cuerno con todos ellos! ¡Y al cuerno con dedicar mi tiempo a esto! Llegó el momento del descanso. Volveré en uno o dos meses. Mientras tanto, procuraré escuchar la mejor música posible en las mejores interpretaciones que encuentre. Hasta entonces.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
jueves, 30 de agosto de 2018
miércoles, 29 de agosto de 2018
Sinfonías de Nielsen con la Sinfónica de Londres: Ole Schmidt y Colin Davis
Dos ciclos tiene la Orquesta Sinfónica de Londres de las seis sinfonías de Carl Nielsen. El primero lo grabó para Unicorn con el maestro danés Ole Schmidt en el año 1974, utilizando como estudio la misma iglesia de St. Gilles en la que por las mismas fechas mi queridísimo Bernard Herrmann registraba para idéntico sello diferentes páginas cinematográficas y no cinematográficas. El segundo lo protagonizaba nada menos que Sir Colin Davis, siendo registrado en vivo y editado por LSO Live a partir de una serie de conciertos ofrecidos entre 2009 y 2011 en el Barbican Hall, es decir, justo al lado del templo gótico antes referido.
Aquí se acaban las similitudes, porque son dos ciclos que, dentro de su excelencia, resultan muy diferentes. Abreviando para quienes no quieran leer el texto completo: Schmidt aborda las partituras desde una especie de expresionismo que llega de manera muy inmediata al oyente pese a resultar algo tosco, mientras que Sir Colin, como no podía ser menos, apuesta por el trazo fino y la emotividad lírica, pero sin eludir en modo alguno tensiones sonoras y el dramatismo expresivo.
Ya en la Sinfonía nº 1 esas diferencias quedan claras. Ole Schmidt ofrece una interpretación de trazo sólido, decidido, directo, de una adecuada rusticidad sonora y muy atenta a las tensiones, pero escasa de flexibilidad e imaginación, no muy poética ni emotiva, amén de algo gruesa en el trazo. La de Colin Davis posee las virtudes de la de Schmidt, pero añadiendo el refinamiento, la flexibilidad y el vuelo lírico que allí se echaban en falta. Eso sí, el enfoque es clasicista en el buen sentido, lo que significa que mira más al pasado y al presente, Elgar incluido, que al futuro más o menos expresionista.
En la Sinfonía nº 2, "los cuatro temperamentos", Schmidt vuelve a combinar solidez y tensión dramática sin preocuparse demasiado de la tensión sonora, mientras que en el tercer movimiento, el dedicado al temperamento melancólico, resulta antes incandescente que sensual o emotivo. La de Sir Colin ofrece exquisito gusto, fraseo holgado y nobleza equilibrada con intensidad, aunque quizá resulta del todo idiomática. En este sentido, al primer movimiento, maravillosamente dicho y con incandescentes picos de tensión a los que se llega con lógica absoluta –sin necesidad de arrebatos, dejando respirar a la música– le falta un punto de rusticidad y carácter escarpado. En el segundo las maneras británicas de Sir Colin en principio son ideales para el temperamento flemático, aunque quizá su lírica visión, plena de sensualidad, resulte en exceso amable y contemplativa. En el tercero la cantabilidad, la poesía y la nobleza del maestro se imponen sobre los aspectos más ardientes. Lo que menos bien funciona es el cuarto, de nuevo paladeado sin prisas y con gran lógica constructiva, pero falto de nervio.
Reconozcámoslo: la Sinfonía nº 3, "expansiva", no es de lo mejor del autor. La lectura de Ole Schmidt resulta encendida, briosa, encontrándose más atenta al trazo global que al detalle, y suena con una rusticidad apropiada que se ve acentuada por la estridencia de la toma. No es muy imaginativa, pero sí comunicativa y sincera. Tras un muy notable primer movimiento, Schmidt sabe remansarse para ofrecer las esencias pastorales del segundo –solo correctos los dos solistas vocales– pero, pese a la excelencia del trazo, no logra salvar la escasa inspiración de la segunda mitad de la obra.
No hay novedad con respecto a Sir Colin: como en el resto del ciclo, interpretación ante todo musical, de gusto irreprochable y corte digamos “clásico”, que alcanza un gran equilibrio entre cantabilidad, entusiasmo, suave ironía y grandeza bien entendida; todo ello haciendo gala de una materialización sonora perfectamente delineada y de una lógica irreprochable. Se pueden preferir sonoridades más rústicas, enfoques más escarpadas y un sentido del humor más vitriólico, pero en su estilo es espléndida. Bien la soprano y el barítono.
En la Sinfonía º 4, "inextingible", hay mucha competencia, empezando por un tal Herbert von Karajan. Ole Schmidt ofrece una interpretación de sonoridad áspera y temperamento dramático, tendente a la virulencia expresionista, pero cayendo en el exceso de nervio y de crispación, sin aclarar del todo la polifonía –en el último movimiento hay bastante barullo– ni frasear con la grandeza debida. Entre tanto alto voltaje, el segundo movimiento se apacigua de manera admirable y sabe ser no solo sensual, sino también sarcástico e inquietante.
Extrañamente, a Sir Colin le funcionan mejor los momentos más extrovertidos e impactantes de la página, dichos con fuerza y grandeza, que los más líricos, que en sus manos suenan en exceso apolíneos. Se aprecia, en este sentido, cierta discontinuidad en el discurso. La LSO está imponente: ¡cómo ha mejorado el nivel de las orquestas en general a lo largo de las últimas décadas!
Schmidt ofrece una lectura rocosa, encendida y virulenta –magnífico el tratamiento de las maderas– de la Sinfonía nº 5, pero de nuevo se echan en falta sensualidad, emotividad lírica y, sobre todo, depuración sonora. Incluso grandeza: toda la acumulación de tensiones hacia el gran clímax final suena antes decibélica y masiva que bien delineada. La toma sonora pone demasiado en primer plano la caja, si bien en contrapartida ofrece una amplia gama dinámica ideal para esta partitura.
Sir Colin ofrece de la Quinta la interpretación en él esperable, esto es, realizada desde un clasicismo noble y elocuente, donde priman el equilibrio y la cantabilidad impregnada de humanismo, como pone bien de manifiesto la conmovedora, mágica manera de plantear el tema lírico del Adagio que ocupa la segunda mitad del primer movimiento. Esto no le impide conducirlo hasta un clímax lleno de tensión al que se llega con asombrosa naturalidad, ni hacer lo propio con la fuga rápida del segundo movimiento –la fuga lenta está planteada con una espiritualidad impregnada de desazón muy adecuada–; o con todo el final. Podrán preferirse interpretaciones más viscerales, pero en su línea resulta admirable. La toma sonora en SACD recoge muy bien la espléndida sonoridad de orquesta, y particularmente la formidable labor dos músicos extraordinarios, el clarinete y el solista de caja.
Como era de esperar, esa singularísima partitura que es la Sinfonía nº 6, "semplice", resulta mucho más adecuada para el temperamento del maestro británico que para el del danés. Aun así, Schmidt resulta muy atractivo por cargar las tintas en los aspectos más escarpados del primer movimiento y, en general, por ofrecer un sentido del humor mucho más gamberro y socarrón que el de su colega. Quizá la primera parte del cuarto movimiento resulte un poco insípido, pero luego va mejorando y ofrece un final con mucha fuerza.
Es Sir Colin el que, en cualquier caso, gana la partida. Y no solo porque su técnica soberbia le permite alcanzar un altísimo grado de refinamiento al tiempo que traza la arquitectura con una solidez impresionante, sino también porque ofrece dos enormes virtudes expresivas. La primera, calidez, emotividad y poesía en un grado sorprendente para una obra tan enigmática como esta, tan llena de ironía, de autoparodia y de malintencionado distanciamiento digamos que "antirromántico". La segunda, un sentido del humor semejante al que le ha permitido siempre a Sir Colin triunfar en la música de Haydn, es decir, aquel que encuentra el equilibrio entre elegancia y vulgaridad bien entendida, entre suave ironía y carácter burlón, entre equilibrio y desenfreno.
Aquí se acaban las similitudes, porque son dos ciclos que, dentro de su excelencia, resultan muy diferentes. Abreviando para quienes no quieran leer el texto completo: Schmidt aborda las partituras desde una especie de expresionismo que llega de manera muy inmediata al oyente pese a resultar algo tosco, mientras que Sir Colin, como no podía ser menos, apuesta por el trazo fino y la emotividad lírica, pero sin eludir en modo alguno tensiones sonoras y el dramatismo expresivo.
Ya en la Sinfonía nº 1 esas diferencias quedan claras. Ole Schmidt ofrece una interpretación de trazo sólido, decidido, directo, de una adecuada rusticidad sonora y muy atenta a las tensiones, pero escasa de flexibilidad e imaginación, no muy poética ni emotiva, amén de algo gruesa en el trazo. La de Colin Davis posee las virtudes de la de Schmidt, pero añadiendo el refinamiento, la flexibilidad y el vuelo lírico que allí se echaban en falta. Eso sí, el enfoque es clasicista en el buen sentido, lo que significa que mira más al pasado y al presente, Elgar incluido, que al futuro más o menos expresionista.
En la Sinfonía nº 2, "los cuatro temperamentos", Schmidt vuelve a combinar solidez y tensión dramática sin preocuparse demasiado de la tensión sonora, mientras que en el tercer movimiento, el dedicado al temperamento melancólico, resulta antes incandescente que sensual o emotivo. La de Sir Colin ofrece exquisito gusto, fraseo holgado y nobleza equilibrada con intensidad, aunque quizá resulta del todo idiomática. En este sentido, al primer movimiento, maravillosamente dicho y con incandescentes picos de tensión a los que se llega con lógica absoluta –sin necesidad de arrebatos, dejando respirar a la música– le falta un punto de rusticidad y carácter escarpado. En el segundo las maneras británicas de Sir Colin en principio son ideales para el temperamento flemático, aunque quizá su lírica visión, plena de sensualidad, resulte en exceso amable y contemplativa. En el tercero la cantabilidad, la poesía y la nobleza del maestro se imponen sobre los aspectos más ardientes. Lo que menos bien funciona es el cuarto, de nuevo paladeado sin prisas y con gran lógica constructiva, pero falto de nervio.
Reconozcámoslo: la Sinfonía nº 3, "expansiva", no es de lo mejor del autor. La lectura de Ole Schmidt resulta encendida, briosa, encontrándose más atenta al trazo global que al detalle, y suena con una rusticidad apropiada que se ve acentuada por la estridencia de la toma. No es muy imaginativa, pero sí comunicativa y sincera. Tras un muy notable primer movimiento, Schmidt sabe remansarse para ofrecer las esencias pastorales del segundo –solo correctos los dos solistas vocales– pero, pese a la excelencia del trazo, no logra salvar la escasa inspiración de la segunda mitad de la obra.
No hay novedad con respecto a Sir Colin: como en el resto del ciclo, interpretación ante todo musical, de gusto irreprochable y corte digamos “clásico”, que alcanza un gran equilibrio entre cantabilidad, entusiasmo, suave ironía y grandeza bien entendida; todo ello haciendo gala de una materialización sonora perfectamente delineada y de una lógica irreprochable. Se pueden preferir sonoridades más rústicas, enfoques más escarpadas y un sentido del humor más vitriólico, pero en su estilo es espléndida. Bien la soprano y el barítono.
En la Sinfonía º 4, "inextingible", hay mucha competencia, empezando por un tal Herbert von Karajan. Ole Schmidt ofrece una interpretación de sonoridad áspera y temperamento dramático, tendente a la virulencia expresionista, pero cayendo en el exceso de nervio y de crispación, sin aclarar del todo la polifonía –en el último movimiento hay bastante barullo– ni frasear con la grandeza debida. Entre tanto alto voltaje, el segundo movimiento se apacigua de manera admirable y sabe ser no solo sensual, sino también sarcástico e inquietante.
Extrañamente, a Sir Colin le funcionan mejor los momentos más extrovertidos e impactantes de la página, dichos con fuerza y grandeza, que los más líricos, que en sus manos suenan en exceso apolíneos. Se aprecia, en este sentido, cierta discontinuidad en el discurso. La LSO está imponente: ¡cómo ha mejorado el nivel de las orquestas en general a lo largo de las últimas décadas!
Schmidt ofrece una lectura rocosa, encendida y virulenta –magnífico el tratamiento de las maderas– de la Sinfonía nº 5, pero de nuevo se echan en falta sensualidad, emotividad lírica y, sobre todo, depuración sonora. Incluso grandeza: toda la acumulación de tensiones hacia el gran clímax final suena antes decibélica y masiva que bien delineada. La toma sonora pone demasiado en primer plano la caja, si bien en contrapartida ofrece una amplia gama dinámica ideal para esta partitura.
Sir Colin ofrece de la Quinta la interpretación en él esperable, esto es, realizada desde un clasicismo noble y elocuente, donde priman el equilibrio y la cantabilidad impregnada de humanismo, como pone bien de manifiesto la conmovedora, mágica manera de plantear el tema lírico del Adagio que ocupa la segunda mitad del primer movimiento. Esto no le impide conducirlo hasta un clímax lleno de tensión al que se llega con asombrosa naturalidad, ni hacer lo propio con la fuga rápida del segundo movimiento –la fuga lenta está planteada con una espiritualidad impregnada de desazón muy adecuada–; o con todo el final. Podrán preferirse interpretaciones más viscerales, pero en su línea resulta admirable. La toma sonora en SACD recoge muy bien la espléndida sonoridad de orquesta, y particularmente la formidable labor dos músicos extraordinarios, el clarinete y el solista de caja.
Como era de esperar, esa singularísima partitura que es la Sinfonía nº 6, "semplice", resulta mucho más adecuada para el temperamento del maestro británico que para el del danés. Aun así, Schmidt resulta muy atractivo por cargar las tintas en los aspectos más escarpados del primer movimiento y, en general, por ofrecer un sentido del humor mucho más gamberro y socarrón que el de su colega. Quizá la primera parte del cuarto movimiento resulte un poco insípido, pero luego va mejorando y ofrece un final con mucha fuerza.
Es Sir Colin el que, en cualquier caso, gana la partida. Y no solo porque su técnica soberbia le permite alcanzar un altísimo grado de refinamiento al tiempo que traza la arquitectura con una solidez impresionante, sino también porque ofrece dos enormes virtudes expresivas. La primera, calidez, emotividad y poesía en un grado sorprendente para una obra tan enigmática como esta, tan llena de ironía, de autoparodia y de malintencionado distanciamiento digamos que "antirromántico". La segunda, un sentido del humor semejante al que le ha permitido siempre a Sir Colin triunfar en la música de Haydn, es decir, aquel que encuentra el equilibrio entre elegancia y vulgaridad bien entendida, entre suave ironía y carácter burlón, entre equilibrio y desenfreno.
lunes, 27 de agosto de 2018
Éxtasis Barenboim
He conseguido en YouTube la retransmisión televisiva del segundo de los
conciertos ofrecidos este año por Daniel Barenboim y su West-Eastern
Divan Orchestra en el Festival de Salzburgo, concretamente el del pasado 17
de agosto. La toma sonora sufre compresión dinámica, pero aun así se puede
disfrutar de la excelencia artística de un auténtico genio de la interpretación
musical en el mejor momento de su carrera. Y no solo de él, sino también de una
Lisa Batiashvili repitiendo el milagro de su grabación del Concierto
para violín de Tchaikovsky realizada hace tres años junto al maestro
para DG.
De este modo, y haciendo gala de un sonido increíblemente bello, carnoso en el centro y con un sobreagudo que parece milagroso, la joven artista georgiana ofrece una interpretación eminentemente lírica, fraseada con una cantabilidad, una delicadeza y una ternura difícilmente superables, pero por completo alejada de los preciosismos y amaneramientos de otras grandes figuras del violín –pienso ahora en la Mutter– que han intentado una aproximación semejante. Por otro lado, su enorme agilidad digital le viene de maravilla a un Finale que aborda con un planteamiento más efervescente que arrebatado, lo que no le impide rematarlo con un considerable ardor. Barenboim arropa a la solista con ese particular sentido de lo amoroso, lo cálido y lo sensual que ha adquirido a lo largo de los últimos años, fraseando con amplitud, nobleza y emotividad, pero sin olvidar ofrecer esos clímax dramáticos y esa fogosidad arrebatada que son marca de la casa. La conjunción de los dos artistas vuelve a ofrecer, como en el disco, unos resultados memorables, aunque ello no nos haga olvidar otras aproximaciones más temperamentales y escarpadas.
Ya en la segunda parte –la filmación solo ofrece unos segundos de la polonesa de Eugenio Oneguin que abría la velada, lástima–, Barenboim ofrece una recreación de La mer en la línea de sus dos grabaciones con la Sinfónica de Chicago del año 2000 que comenté brevemente hace tiempo en la discografía comparada: una lectura reflexiva, concentrada y sensual, mucho antes atmosférica que arrebatada, que sobresale ante todo por el carácter flexible y orgánico de un fraseo en el que el maestro parece querer demostrar que, como decía en referencia a Furtwängler, la dirección de orquesta no consiste sino en el arte de la transición. Diría que todavía esta recreación con la WEDO (por cierto: formidable Cristina Gómez Godoy!), a todas luces más personal y creativa que las anteriores, ha avanzado más aún en ese sentido: siendo cierto que en el tercer movimiento se echan en falta electricidad y carácter visionario, la resolución de todas las transiciones –en realidad, cada uno de los movimientos está concebido como una única transición– ofrece una minuciosidad en la planificación (¡qué increíble técnica de batuta!) y una magia poética que quien escribe estas líneas ha escuchado en pocas, poquísimas interpretaciones de esta obra maestra de Claude Debussy.
Creo que en el Poema del éxtasis –magnífica idea ponerla junto a la página del francés: sus paralelismos quedan más a la vista que nunca– Barenboim también supera sus dos lecturas discográficas anteriores, con París y Chicago respectivamente. Diré más: esta interpretación de la página de Alexander Scriabin es de lo mejor que le he escuchado al maestro en su faceta de director en los últimos años, que ya es decir. No encuentro palabras para hacerle justicia. Inútil apuntar la increíble voluptuosidad del fraseo, ni sensualidad de la tímbrica, ni la fascinación de las texturas, ni el carácter orgánico de una arquitectura al mismo tiempo flexible y perfectamente lógica, ni la fuerza visionaria alcanzada en los clímax… Hay que escucharlo para creerlo. Háganlo cuando antes, antes de que quiten el vídeo de en medio. Por favor.
PS. Desapareció el concierto completo, pero ha vuelto a aparecer el Tchaikovsky. Algo es algo.
De este modo, y haciendo gala de un sonido increíblemente bello, carnoso en el centro y con un sobreagudo que parece milagroso, la joven artista georgiana ofrece una interpretación eminentemente lírica, fraseada con una cantabilidad, una delicadeza y una ternura difícilmente superables, pero por completo alejada de los preciosismos y amaneramientos de otras grandes figuras del violín –pienso ahora en la Mutter– que han intentado una aproximación semejante. Por otro lado, su enorme agilidad digital le viene de maravilla a un Finale que aborda con un planteamiento más efervescente que arrebatado, lo que no le impide rematarlo con un considerable ardor. Barenboim arropa a la solista con ese particular sentido de lo amoroso, lo cálido y lo sensual que ha adquirido a lo largo de los últimos años, fraseando con amplitud, nobleza y emotividad, pero sin olvidar ofrecer esos clímax dramáticos y esa fogosidad arrebatada que son marca de la casa. La conjunción de los dos artistas vuelve a ofrecer, como en el disco, unos resultados memorables, aunque ello no nos haga olvidar otras aproximaciones más temperamentales y escarpadas.
Ya en la segunda parte –la filmación solo ofrece unos segundos de la polonesa de Eugenio Oneguin que abría la velada, lástima–, Barenboim ofrece una recreación de La mer en la línea de sus dos grabaciones con la Sinfónica de Chicago del año 2000 que comenté brevemente hace tiempo en la discografía comparada: una lectura reflexiva, concentrada y sensual, mucho antes atmosférica que arrebatada, que sobresale ante todo por el carácter flexible y orgánico de un fraseo en el que el maestro parece querer demostrar que, como decía en referencia a Furtwängler, la dirección de orquesta no consiste sino en el arte de la transición. Diría que todavía esta recreación con la WEDO (por cierto: formidable Cristina Gómez Godoy!), a todas luces más personal y creativa que las anteriores, ha avanzado más aún en ese sentido: siendo cierto que en el tercer movimiento se echan en falta electricidad y carácter visionario, la resolución de todas las transiciones –en realidad, cada uno de los movimientos está concebido como una única transición– ofrece una minuciosidad en la planificación (¡qué increíble técnica de batuta!) y una magia poética que quien escribe estas líneas ha escuchado en pocas, poquísimas interpretaciones de esta obra maestra de Claude Debussy.
Creo que en el Poema del éxtasis –magnífica idea ponerla junto a la página del francés: sus paralelismos quedan más a la vista que nunca– Barenboim también supera sus dos lecturas discográficas anteriores, con París y Chicago respectivamente. Diré más: esta interpretación de la página de Alexander Scriabin es de lo mejor que le he escuchado al maestro en su faceta de director en los últimos años, que ya es decir. No encuentro palabras para hacerle justicia. Inútil apuntar la increíble voluptuosidad del fraseo, ni sensualidad de la tímbrica, ni la fascinación de las texturas, ni el carácter orgánico de una arquitectura al mismo tiempo flexible y perfectamente lógica, ni la fuerza visionaria alcanzada en los clímax… Hay que escucharlo para creerlo. Háganlo cuando antes, antes de que quiten el vídeo de en medio. Por favor.
PS. Desapareció el concierto completo, pero ha vuelto a aparecer el Tchaikovsky. Algo es algo.
Algunas grabaciones de las Sonatas y Partitas para violín de Bach (II): Julia Fischer
Después de hablar de la grabación de las Sonatas y Partitas para violín solo BWV 1000-1006 de J. S. Bach registradas por Rachel Podger, me toca decir algo sobre la que la que llevó al disco Julia Fischer para
el sello Pentatone en 2004. Y debo constatar que lo de esta señorita es asombroso si tenemos en cuenta que contaba tan solo veintiún años de edad. ¡Qué increíble virtuosismo! ¡Qué sonido
más increíblemente terso, homogéneo y tímbricamente bello! ¡Qué manera
de clarificar la polifonía! Que Hilary Hahn tuviera solo
diecisiete cuando grabó su milagro también comentado en este blog no le resta mérito a la violinista
bávara.
Ahora bien, los resultados expresivos de Julia Fischer no son tan apasionantes
como los de su colega norteamericana. Su acercamiento, en absoluto
historicista, es ante todo
elegante, esencial, trascendente, diríase que espiritual, también un
punto distanciada, mucho antes que tensa o llena de aristas. El
equilibrio, la serenidad y la belleza sonora se imponen sobre cualquier
otra consideración en este acercamiento que podríamos calificar de
apolíneo.
En este sentido, en la Sonata para violín BWV 1001 sobresale la nobleza y la fuerza expresiva del Adagio inicial, paladeado con lentitud pero pulso admirablemente sostenido. La Fuga arranca con cierta timidez y a partir de ahí se desarrolla de manera muy fluida, ofreciendo interesantes juegos dinámicos. Elegante y serena la Siciliana, y espléndido el presto final, dicho con asombrosa fluidez sin necesidad, al igual que Podger, de marcar en exceso los claroscuros.
La Partita BWV 1002 necesita una vuelta de tuerca en lo que a variedad expresiva se refiere, también en sentido de los contrastes y en incisividad rítmica, pero sobre todo en diferenciación expresiva entre cada uno de los números: el conjunto no resulta del todo variado.
En la Sonata BWV 1003 también resulta Fischer un punto distanciada, incluso falta de carácter, echándose de menos una articulación más contrastada, aunque la referida trascendencia espiritual de nuestra artista le hace ganar la partida en un Andante recreado con singular hondura.
La Partita BWV 1004 conoce una lectura de hermosísima sonoridad y admirable vuelo lírico, pero algo falta de contrastes y de tensión interna; incluso un poco sosa, lo que no le impide a Fischer salir airosa de la monumental chacona.
En el adagio inicial de la Sonata BWV 1005 Fischer atiende al dolor que alberga la página, pero procura no extremar los contrastes ni las tensiones. La gran fuga se encuentra estupendamente delineada, graduando con atención las dinámicas hacia los clímax y no renunciando a las asperezas, si bien se echa de menos algo de carácter. Tras un lírico mas no muy hondo Largo, nuestra artista ofrece gran vivacidad y comunicatividad en el Allegro assai final, todo ello con una claridad meridiana.
Para terminar, en la Partita BWV 1006 Julia Fischer pone nuevamente su bellísimo sonido al servicio de una interpretación muy lírica y cantable, de exquisito gusto, pero escasa de personalidad, de contrastes y de garra, amén de poco atenta a las raíces dancísticas de la música, quizá por una articulación en exceso tradicional.
Muy en resumen: una interpretación para aquellos partidarios de una línea "no historicista" que antepongan la belleza por encima de cualquier otra circunstancia. La toma sonora es absolutamente excepcional, sobre todo escuchada en SACD.
En este sentido, en la Sonata para violín BWV 1001 sobresale la nobleza y la fuerza expresiva del Adagio inicial, paladeado con lentitud pero pulso admirablemente sostenido. La Fuga arranca con cierta timidez y a partir de ahí se desarrolla de manera muy fluida, ofreciendo interesantes juegos dinámicos. Elegante y serena la Siciliana, y espléndido el presto final, dicho con asombrosa fluidez sin necesidad, al igual que Podger, de marcar en exceso los claroscuros.
La Partita BWV 1002 necesita una vuelta de tuerca en lo que a variedad expresiva se refiere, también en sentido de los contrastes y en incisividad rítmica, pero sobre todo en diferenciación expresiva entre cada uno de los números: el conjunto no resulta del todo variado.
En la Sonata BWV 1003 también resulta Fischer un punto distanciada, incluso falta de carácter, echándose de menos una articulación más contrastada, aunque la referida trascendencia espiritual de nuestra artista le hace ganar la partida en un Andante recreado con singular hondura.
La Partita BWV 1004 conoce una lectura de hermosísima sonoridad y admirable vuelo lírico, pero algo falta de contrastes y de tensión interna; incluso un poco sosa, lo que no le impide a Fischer salir airosa de la monumental chacona.
En el adagio inicial de la Sonata BWV 1005 Fischer atiende al dolor que alberga la página, pero procura no extremar los contrastes ni las tensiones. La gran fuga se encuentra estupendamente delineada, graduando con atención las dinámicas hacia los clímax y no renunciando a las asperezas, si bien se echa de menos algo de carácter. Tras un lírico mas no muy hondo Largo, nuestra artista ofrece gran vivacidad y comunicatividad en el Allegro assai final, todo ello con una claridad meridiana.
Para terminar, en la Partita BWV 1006 Julia Fischer pone nuevamente su bellísimo sonido al servicio de una interpretación muy lírica y cantable, de exquisito gusto, pero escasa de personalidad, de contrastes y de garra, amén de poco atenta a las raíces dancísticas de la música, quizá por una articulación en exceso tradicional.
Muy en resumen: una interpretación para aquellos partidarios de una línea "no historicista" que antepongan la belleza por encima de cualquier otra circunstancia. La toma sonora es absolutamente excepcional, sobre todo escuchada en SACD.
jueves, 23 de agosto de 2018
La maravillosa Pastoral de Kubelik
Hablé hace poco de la Novena de Beethoven por Rafael Kubelik, dentro del ciclo con nueve orquestas diferentes registrado por DG y ahora reeditado por Pentatone recuperando la cuadrafonía con que se grabó en origen, y hoy quiero traer el doble SACD que incluye la maravillosa Pastoral que grabó en 1973 con la Orquesta de París.
No queda claro si el maestro escogió a la orquesta porque la consideraba ideal para su concepto o más bien modeló este para adaptarse a la idiosincrasia de la formación parisina, pero lo cierto es que esta es una versión que respira “sensualidad francesa” por los cuatro costados, tanto en la tímbrica como en la propia concepción del fraseo, cálido y voluptuoso a más no poder, alcanzando en este sentido su cénit en el que probablemente sea el más poético y embriagador segundo movimiento de la historia del disco, cantado además con una naturalidad y una flexibilidad admirables: ¡qué magistral, insuperable dominio de la agógica demuestra Kubelik a partir de 7’56’’! ¡Qué plasticidad en el tratamiento de la cuerda! ¡Qué dominio de las masas sonoras! En comparación con semejante prodigio, al muy sensible y bien paladeado primer movimiento le falta un punto de magia poética. Irreprochable la danza campesina, poderosísima la tormenta y exultante, como debe ser, el movimiento conclusivo, tratado con una naturalidad en las tensiones y distensiones –plenos de grandeza los clímax– digna de ser escuchada. La Sala Wagram nunca ha ofrecido especial claridad, pero la remasterización cuadrafónica de Pentatone otorga un relieve y una gama dinámica asombrosas.
Obviamente no acaba ahí el contenido del doble disco. Está también la Séptima de 1974 con la Filarmónica de Viena. Otra magnífica versión en la que, haciendo gala de una extraordinaria depuración sonora a la que no son ajenas las cualidades intrínsecas de la formación austriaca, sencillamente la ideal para el enfoque adoptado por la batuta, Kubelik construye una elegante, equilibrada y hermosísima interpretación de corte apolíneo, ajena a frenesís dionisíacos y a honduras filosóficas, pero albergando toda la fuerza arquitectónica, toda la cantabilidad –lirismo puro, luminoso, transparente– y toda la elocuencia que debe, siempre con una lógica y una naturalidad en el fraseo que sortean el peligro de la rigidez en que caen otras interpretaciones. En su línea, portentosa. La toma sonora ya era espléndida en CD y ahora ha mejorado con la cuadrafonía. Esta, por cierto, es muy distinta de la que en la misma sala y con la misma orquesta, ofrecerá el mismo sello con protagonismo de Kleiber: aquella ofrecerá abundante información por los canales traseros, mientras que esta se limita a recoger una reverberación de los más confortable.
Queda la Octava con la Orquesta de Cleveland, registrada en 1975. Ya desde un comienzo verdaderamente enérgico, lleno de brío, queda claro que Kubelik va a apostar por una visión mucho menos apolínea que la de la Séptima, y que tampoco está muy dispuesto a ver aquí un “retorno al clasicismo”; pero eso no le impide precisamente hacer gala de esa naturalidad en el planteamiento de las tensiones, esa fluidez en el fraseo y y esa transparente cantabilidad que caracterizan su arte, como tampoco ofrecer un segundo movimiento que es todo finura con un punto de picardía. En cualquier caso, lo que llama la atención en esta lectura es la portentosa planificación de las dinámicas y la excepcional atención al entramado orquestal, por no hablar de la formidable ejecución por parte de la formación norteamericana, todo músculo pero capaz también de las mayores sutilezas. El sonido en SACD ofrece una gama dinámica y un relieve formidables.
¿Hay que decir más? Un doble SACD por completo imprescindible.
No queda claro si el maestro escogió a la orquesta porque la consideraba ideal para su concepto o más bien modeló este para adaptarse a la idiosincrasia de la formación parisina, pero lo cierto es que esta es una versión que respira “sensualidad francesa” por los cuatro costados, tanto en la tímbrica como en la propia concepción del fraseo, cálido y voluptuoso a más no poder, alcanzando en este sentido su cénit en el que probablemente sea el más poético y embriagador segundo movimiento de la historia del disco, cantado además con una naturalidad y una flexibilidad admirables: ¡qué magistral, insuperable dominio de la agógica demuestra Kubelik a partir de 7’56’’! ¡Qué plasticidad en el tratamiento de la cuerda! ¡Qué dominio de las masas sonoras! En comparación con semejante prodigio, al muy sensible y bien paladeado primer movimiento le falta un punto de magia poética. Irreprochable la danza campesina, poderosísima la tormenta y exultante, como debe ser, el movimiento conclusivo, tratado con una naturalidad en las tensiones y distensiones –plenos de grandeza los clímax– digna de ser escuchada. La Sala Wagram nunca ha ofrecido especial claridad, pero la remasterización cuadrafónica de Pentatone otorga un relieve y una gama dinámica asombrosas.
Obviamente no acaba ahí el contenido del doble disco. Está también la Séptima de 1974 con la Filarmónica de Viena. Otra magnífica versión en la que, haciendo gala de una extraordinaria depuración sonora a la que no son ajenas las cualidades intrínsecas de la formación austriaca, sencillamente la ideal para el enfoque adoptado por la batuta, Kubelik construye una elegante, equilibrada y hermosísima interpretación de corte apolíneo, ajena a frenesís dionisíacos y a honduras filosóficas, pero albergando toda la fuerza arquitectónica, toda la cantabilidad –lirismo puro, luminoso, transparente– y toda la elocuencia que debe, siempre con una lógica y una naturalidad en el fraseo que sortean el peligro de la rigidez en que caen otras interpretaciones. En su línea, portentosa. La toma sonora ya era espléndida en CD y ahora ha mejorado con la cuadrafonía. Esta, por cierto, es muy distinta de la que en la misma sala y con la misma orquesta, ofrecerá el mismo sello con protagonismo de Kleiber: aquella ofrecerá abundante información por los canales traseros, mientras que esta se limita a recoger una reverberación de los más confortable.
Queda la Octava con la Orquesta de Cleveland, registrada en 1975. Ya desde un comienzo verdaderamente enérgico, lleno de brío, queda claro que Kubelik va a apostar por una visión mucho menos apolínea que la de la Séptima, y que tampoco está muy dispuesto a ver aquí un “retorno al clasicismo”; pero eso no le impide precisamente hacer gala de esa naturalidad en el planteamiento de las tensiones, esa fluidez en el fraseo y y esa transparente cantabilidad que caracterizan su arte, como tampoco ofrecer un segundo movimiento que es todo finura con un punto de picardía. En cualquier caso, lo que llama la atención en esta lectura es la portentosa planificación de las dinámicas y la excepcional atención al entramado orquestal, por no hablar de la formidable ejecución por parte de la formación norteamericana, todo músculo pero capaz también de las mayores sutilezas. El sonido en SACD ofrece una gama dinámica y un relieve formidables.
¿Hay que decir más? Un doble SACD por completo imprescindible.
martes, 21 de agosto de 2018
Deslavazado Maazel en Cleveland
La etapa de Lorin Maazel al frente de la Orquesta de Cleveland se repartió discográficamente entre Decca, CBS y Telarc, aprovechando este último sello para realizar algunas de las primeras grabaciones digitales de música sinfónica que se conocen. Es el caso de esta Cuarta sinfonía de Tchaikovsky grabada en mayo 1979, que he podido escuchar en un trasvase a SACD que posee muchísima "carne". Por desgracia, los resultados interpretativos no están a la altura. La verdad es que parece mentira que un
director de tan extraordinaria técnica y, en numerosas ocasiones, tan fino
olfato para el repertorio tradicional, se quede en una versión más
bien irregular y deslavazada que, siempre dentro de una incuestionable
solvencia, no termina de despegar.
De este modo el primer movimiento, impecable, resulta más
decibélico que rebelde en sus clímax, no del todo encrespados por culpa de una
planificación algo escasa de fuelle. El Andantino se encuentra increíblemente
bien diseccionado, pero no solo no resulta emotivo, sino que se ve lastrado por
cierta dulzonería en el tratamiento de la cuerda. El Scherzo interesa por el
cuidadoso tratamiento de las maderas, mas carece de esa vivacidad, esa
efervescencia y ese peculiar sentido del humor de las grandes versiones. El
Finale, sin caer en el desmadre de cara a la galería, tampoco posee el nervio y
el fuelle que necesita, e incluso incurre en alguna blandura. Mis recomendaciones, en la discografía comparada.
El SACD se completa con una Consagración de la Primavera de mayo de 1980, que ya comenté en la discografía que realicé del más famoso ballet de Igor Stravinsky. Escuchada otra vez, se confirma como una buena versión sin más que tiene como principal acierto no atender solamente a la vertiente explosiva de la obra, sino también a las atmósferas más o menos sensuales, más o menos inquietantes, que esta música asimismo necesita. Ahora bien, prácticamente en todo momento, menos en una Danza del sacrificio bien planificada, se percibe la sensación de cierta desgana, cierta flojera incluso, tanto en lo que a la administración de las tensiones se refiere como en el interés por clarificar texturas y equilibrar planos sonoros; en cierto modo, como si Maazel hubiera realizado este registro más por obligación o por dinero que por verdadera sintonía con la partitura, lo que tampoco sería de extrañar. Además, los tremendos golpes de bombo -espléndido trasvase a SACD- que dan paso a la Glorificación de la Elegida son de una lentitud exasperante, y poco después hay alguna otra excentricidad no menos innecesaria.
A la postre, dos registros totalmente prescindibles.
El SACD se completa con una Consagración de la Primavera de mayo de 1980, que ya comenté en la discografía que realicé del más famoso ballet de Igor Stravinsky. Escuchada otra vez, se confirma como una buena versión sin más que tiene como principal acierto no atender solamente a la vertiente explosiva de la obra, sino también a las atmósferas más o menos sensuales, más o menos inquietantes, que esta música asimismo necesita. Ahora bien, prácticamente en todo momento, menos en una Danza del sacrificio bien planificada, se percibe la sensación de cierta desgana, cierta flojera incluso, tanto en lo que a la administración de las tensiones se refiere como en el interés por clarificar texturas y equilibrar planos sonoros; en cierto modo, como si Maazel hubiera realizado este registro más por obligación o por dinero que por verdadera sintonía con la partitura, lo que tampoco sería de extrañar. Además, los tremendos golpes de bombo -espléndido trasvase a SACD- que dan paso a la Glorificación de la Elegida son de una lentitud exasperante, y poco después hay alguna otra excentricidad no menos innecesaria.
A la postre, dos registros totalmente prescindibles.
domingo, 19 de agosto de 2018
Más Dvorák: Octava por Previn
Tiene cierta fama la Séptima de Dvorák que André Previn grabó al frente de la Filarmónica de los Ángeles para el sello Telarc. No he podido localizarla, pero sí esta Octava registrada con idénticos sello y orquesta en el año 1989. Me ha parecido muy interesante, pero irregular: va de más a menos.
Es esta una versión que, siendo sus tempi normales, ofrece una visión un punto otoñal, llena de sensualidad, de lirismo ensoñado y embriagador, todo ello haciendo gala de un fraseo muy cantable, fluido y natural y de un enorme control de la orquesta. Funciona de manera admirable en los dos primeros movimientos, porque los aspectos más encendidos y dramáticos de la obra en absoluto están suavizados. El tercero es bellísimo, pero aquí hay algunos portamentos inconvenientes en el trío. Y flojea el cuarto, falta de garra y mala leche en la sección que viene tras el arranque –no del todo clarificada, además–, y cayendo en la blandura en la sección lírica intermedia. La coda funciona muy bien, pero la continuidad se ha perdido. Para un servidor, las dos más grandes versiones siguen siendo las de Giulini en Chicago y en Ámsterdam, sin olvidar la recientemente comentada de Dohnányi en Cleveland.
Continúa el disco con el Scherzo capriccioso, servido en una notable recreación que sobresale por la naturalidad de su trazo y, sobre todo, por la embriagadora sensualidad que desprende la sección lírica, pero a la que le falta un punto de vigor y nervio interno para ser excepcional.
Como complemento, el infrecuente Notturno op. 40, un arreglo realizado por el propio autor del único movimiento superviviente de los tres cuartetos de cuerda que escribiera entre 1869 y 1870 bajo la influencia wagneriana, y que él mismo había decidido destruir por considerarlos de poco valor. Lo cierto es que se trata de una obra muy hermosa, interpretada por Previn potenciando su lirismo sereno y reflexivo.
La toma del disco es muy buena, sobresaliendo por su amplia gama dinámica, aunque por otra parte resulta un punto turbia. En conjunto, recomendable.
Es esta una versión que, siendo sus tempi normales, ofrece una visión un punto otoñal, llena de sensualidad, de lirismo ensoñado y embriagador, todo ello haciendo gala de un fraseo muy cantable, fluido y natural y de un enorme control de la orquesta. Funciona de manera admirable en los dos primeros movimientos, porque los aspectos más encendidos y dramáticos de la obra en absoluto están suavizados. El tercero es bellísimo, pero aquí hay algunos portamentos inconvenientes en el trío. Y flojea el cuarto, falta de garra y mala leche en la sección que viene tras el arranque –no del todo clarificada, además–, y cayendo en la blandura en la sección lírica intermedia. La coda funciona muy bien, pero la continuidad se ha perdido. Para un servidor, las dos más grandes versiones siguen siendo las de Giulini en Chicago y en Ámsterdam, sin olvidar la recientemente comentada de Dohnányi en Cleveland.
Continúa el disco con el Scherzo capriccioso, servido en una notable recreación que sobresale por la naturalidad de su trazo y, sobre todo, por la embriagadora sensualidad que desprende la sección lírica, pero a la que le falta un punto de vigor y nervio interno para ser excepcional.
Como complemento, el infrecuente Notturno op. 40, un arreglo realizado por el propio autor del único movimiento superviviente de los tres cuartetos de cuerda que escribiera entre 1869 y 1870 bajo la influencia wagneriana, y que él mismo había decidido destruir por considerarlos de poco valor. Lo cierto es que se trata de una obra muy hermosa, interpretada por Previn potenciando su lirismo sereno y reflexivo.
La toma del disco es muy buena, sobresaliendo por su amplia gama dinámica, aunque por otra parte resulta un punto turbia. En conjunto, recomendable.
viernes, 17 de agosto de 2018
Rattle se despide de Berlín con la Sexta de Mahler
En septiembre de 1987, un joven Rattle accedía por primera
vez al podio de la Filarmónica de Berlín –todavía la de Karajan– con la Sexta sinfonía
de Gustav Mahler (en mi reciente visita a la capital de Alemania pude comprar la limitadísima edición en compacto lanzada
por la propia orquesta, pero aún no la he escuchado). Casi treinta y un años después de aquella ocasión, concretamente el pasado junio, Sir Simon se
despedía oficialmente de la titularidad de la mítica formación recreando
la misma partitura. Y esta la pude ver ayer mismo, a través de la Digital Concert Hall. El resultado no es ni más ni menos que el esperado: una notable interpretación, pero solo eso.
Por descontado, la orquesta toca de manera superlativa y el
maestro la maneja con una extraordinaria plasticidad, especialmente en lo
que al tratamiento de las texturas se refiere. También sabe levantar la
arquitectura con suficiente unidad y sin que haya caídas de tensión –cosa bien
difícil en una partitura como esta–, y ciertamente frasea la obra con riqueza
de matices y atención al detalle, sin espacio para la rutina. Mis reparos
llegan más bien desde el punto de vista expresivo.
Porque esta Trágica
mahleriana no es, precisamente, del todo trágica. Además, Rattle parece mirar antes
al pasado romántico que a la Segunda Escuela de Viena, opción esta última que
es la que a mí más me gusta y me parece que subraya de manera más adecuada sus valores visionarios. Las secuencias dramáticas del primer
movimiento están bien planteadas, mientras que los pasajes líricos entre ellas resultan algo
más suaves de la cuenta: al maestro le gusta recrearse en la belleza sonora.
El Andante Moderato –ubicado el segundo lugar– se encuentra cantado con amplitud, calidez y emotivo humanismo, pero la visión de la batuta resulta mucho antes consoladora que doliente. El Scherzo no me convence: en lugar de optar por la virulencia expresionista, Sir Simon busca una tímbrica más bien sensual –así lo hace a lo largo de toda la interpretación– y se recrea sin complejos en los aires de Lander. Que en el tratamiento de las maderas plantee un humor socarrón, que no ambiguo ni siniestro, sirve de poco.
El Andante Moderato –ubicado el segundo lugar– se encuentra cantado con amplitud, calidez y emotivo humanismo, pero la visión de la batuta resulta mucho antes consoladora que doliente. El Scherzo no me convence: en lugar de optar por la virulencia expresionista, Sir Simon busca una tímbrica más bien sensual –así lo hace a lo largo de toda la interpretación– y se recrea sin complejos en los aires de Lander. Que en el tratamiento de las maderas plantee un humor socarrón, que no ambiguo ni siniestro, sirve de poco.
El Finale es quizá lo más
logrado, porque aquí no hay problema conceptual alguno y la conjunción de la enorme
técnica del maestro con la excelsitud de la orquesta hace milagros. Ahora bien, que nadie espere el nivel de tensión
dramática de Barbirolli/New Philharmonia, Bernstein/Filarmónica de Viena o
Maazel/Concertgebouw, interpretaciones globalmente muy superiores a esta de
Rattle. Aunque tampoco hace falta irse tan lejos: hace tres años, Daniel
Harding ofrecía con la misma orquesta una interpretación que, aun adoleciendo
de ciertas irregularidades, quizá resultaba más interesante.
miércoles, 15 de agosto de 2018
El Tristán de Bernstein: puro onanismo
Recuerdo que fue en 1989 cuando leí el libro sobre Leonard
Bernstein escrito por Peter Gradenwitz. Una de las cosas que más me llamó la
atención fue la discrepancia en torno a su lectura de Tristán e Isolda por parte de dos figuras tan significativas como
Karl Böhm y Dietrich-Fischer Dieskau: el primero afirmaba haber escuchado Tristán por primera vez, mientras que el
segundo consideraba que su colega y amigo había cometido un inmenso error.
Nunca escuché la grabación oficial, entre otras cosas porque la edición de
Philips ocupaba cinco compactos y estaba fuera de mi alcance; también
porque los críticos expertos afirmaban que el resultado era soporífero.
Han
pasado nada menos que veintinueve años (¡me parece que fue ayer!), y por fin he
tenido la oportunidad. Me ha animado que, además de escuchar, ahora se puede
asimismo ver, porque CMajor ha editado en Blu-ray la filmación realizada por la
Radio de Baviera de aquellos conciertos que tuvieron lugar en la Herkulessaal
de Múnich a lo largo de 1981: 13 de enero el primer acto, 27 de abril el
segundo y 10 de noviembre el tercero. En versión semiescenificada: los
cantantes se sitúan detrás de la orquesta y con un telón de fondo más o menos
evocador del lugar de la acción, vestidos “a la medieval” y prescindiendo de
partitura, aunque sin apenas interactuar entre ellos.
Mi opinión es que, efectivamente, la dirección de Lenny es
un error. “Mirad cuánta belleza había en esta partitura, menos mal que he llegado
yo para sacarla a la luz”, parece querer decirnos. Y así, frente una orquesta
no especialmente buena como es la de la Bayerischen
Rundfunks, el norteamericano decide ofrecer sonoridades de asombrosa
belleza, desplegar un fraseo flexible a más no poder y seducirnos con una
voluptuosidad, un colorido y una atmósfera de sensualidad suprema, pero
quedándose exclusivamente en el puro hedonismo, ese que tanto le gustaba y que
a veces le atrapaba hasta el punto de hacerle olvidar “lo otro”: el servicio a
la partitura. No, no se trata de que sus tempi sean en general muy lentos, a
veces lentísimos, porque su técnica de batuta le permite administrar con
astucia las tensiones y conseguir clímax muy encendidos. Es cuestión de
concepto: más que un dilatado polvo entre Tristán e Isolda, lo que aquí tenemos
es un monumental ejercicio de onanismo made
in Bernstein. Que haya momentos magistrales, como el final del acto primero
o la arrebatadísima conclusión del dúo de amor –justo antes de la aparición de
Melot–, y que en líneas generales la hora larga que duran los delirios de
Tristán esté dirigida de manera admirable, no inclina la balanza en el lado
positivo: la teatralidad se pierde entre blanduras y preciosismos varios, la
sinceridad brilla por su ausencia y el estilo Wagner no aparece por ningún
lado.
Dicho esto, entiendo que es infinitamente mejor acercarse a
esta lectura en la filmación que en los correspondientes compactos, por una
razón muy sencilla: se ve a Lenny. No todo el tiempo, porque tiene que
compartir cámara con los cantantes, pero sí lo suficiente como para disfrutar
de lo lindo. No hace falta añadir más, porque quienes hayan visto a Bernstein
moverse en el podio saben de qué estoy hablando. Aunque también es cierto que
aquí hay alguien que se beneficia en la misma medida de la presencia de
cámaras: Hildegard Behrens. ¡Qué
actriz! Al contrario que sus compañeros, ella actúa el personaje de principio a
fin, no con los parcos movimientos escénicos posibles en semejante contexto, pero
sí con un rostro lleno de expresividad. Como cantante apenas resulta menos intensa,
y además conoce a la perfección los pliegues psicológicos del personaje. Eso
sí, hay que advertir que en el primer acto aparece tocada en lo vocal: ya saben
que esta señora duró dos telediarios. A su mismo nivel de excelencia la
Brangania de Yvonne Minton. Su
instrumento, maravillosamente timbrado, no es el más oscuro y sensual posible,
lo que nos perfila un personaje más candoroso e inocente de lo que en otras
ocasiones escuchamos; por lo demás, su
canto es de una depuración exquisita.
El fugaz y malogrado Peter
Hofmann –falleció en 2010– ofrece en
el primer acto realiza una dignísima labor. En el segundo, pese a algunos
problemas, cumple de manera satisfactoria. Y en el tercero, con la voz fresca
por no haber tenido que cantar en las horas anteriores (¡ya quisieran la
mayoría de los tenores que abordan el rol hacerlo en tres meses diferentes!) y
aun teniendo que recurrir a la presencia de atril y partitura, da la sorpresa
poniendo su bella voz al servicio de una recreación ciertamente no agónica,
pero sí muy esforzada y meritoria.
Bernd Weikl y Hans Sotin, Kurwenal y Marke
respectivamente, son de lo mejorcito que había por aquellas fechas, aunque ya
se sabe que su incuestionable solvencia no lograba disimular la sensación de
monotonía que producían como intérpretes. Mediocre el Melot de Heribert Steinbach, espléndido el
pastor de Heinz Zednik y formidable
el joven marino de Thomas Moser.
La calidad de imagen es buena para la época. La realización televisiva no es gran cosa: había pocas cámaras, por lo que muchos planos se repiten, aunque también es cierto que se ofrecen algunos detalles –fundido en el instante de la muerte de Tristán– de considerable acierto. La toma ofrece una muy buena definición tímbrica, pero no es del todo clara y, esto es más grave, sufre de compresión dinámica, lo que obliga a hacer uso del mando a distancia para regular el volumen y escuchar determinados momentos –final del acto primero– con cierta propiedad. Aunque la traducción no sea la mejor posible, se agradece muchísimo que haya subtítulos en castellano.
En Amazon España el BR se vende a 60 euros, pero yo lo adquirí en Berlín por 35. Si lo encuentran a este precio, mi recomendación es clara: cómprenlo. Eviten los CDs, porque sin imágenes se pierde uno lo mejor.
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