martes, 30 de agosto de 2016

Las Cuatro estaciones: Jansen frente a Dantone

Me han gustado mucho, pese a su originalidad –o quizá por ella–, las Cuatro estaciones de Vivaldi a cargo de Janine Jansen. Armada de un sonido de increíble belleza y de un fraseo de extraordinario vuelo poético, la violinista holandesa lidera un pequeño conjunto de instrumentistas en el que se incluyen su padre Jan –clave y órgano– y su hermano Maarten –violonchelo– para ofrecer una recreación de tempi rápidos, fraseo ágil y articulación muy marcada –mas no historicista– en la que se apuesta por resaltar los aspectos más tempestuosos de la partitura haciendo gala no solo de un temperamento ardiente a más no poder, sino también de una muy considerable imaginación –las libertades son muy grandes– que genera sorpresas continuas y contrastes extremos; todo ello sin miedo a recurrir a la aspereza o a la fragmentación del discurso musical, aun sin llegar a romperlo.

Obviamente hay muchos momentos en los que el resultado es discutible, a veces por ir demasiado rápido –Largo de El invierno–, a veces por rozar el amaneramiento –primer movimiento de El otoño, por ejemplo–, pero en general no hay caprichos ni extravagancias, porque las aportaciones están presididas por el pleno conocimiento de la retórica barroca, el buen gusto y, sobre todo, la sinceridad emocional. La incorporación de la tiorba al continuo resulta muy de agradecer. La grabación se realizó en 2004, ofreciendo un sonido absolutamente excepcional en el Blu-ray audio editado por Decca.


Movido por el morbo de la comparación, he escuchado inmediatamente después –la conocí hace años, pero no la recordaba bien– el prestigioso registro que realizaron Ottavio Dantone y su Accademia Bizantina para el sello Arts en 1999. Si bien utilizando instrumentos originales y una articulación historicista, el clavecinista italiano y sus chicos coinciden con Jansen en ofrecer una interpretación muy libre e imaginativa, llena de acentos inesperados y atentísima en todo momento al programa descriptivo de la obra. Dicen así muchas cosas nuevas, no pocas de ellas acertadas, pero aquí el fraseo sí que cae, a ratos, en lo lánguido y en lo amanerado, mientras que las originalidades no parecen presididas por la misma sinceridad y fuerza expresiva; incluso los silencios esta vez sí que llegan a romper el discurso musical. El violín de Stefano Montanari, por su parte, no posee en modo alguno la belleza sonora ni la expresividad de la Jansen, aunque tampoco ande precisamente escaso de virtuosismo.

Si tienen tiempo y pueden acceder a estas grabaciones, intenten compararlas. No se arrepentirán.

Blog en piloto automático, otra vez

El intenso trabajo de investigación que he emprendido en las últimas semanas –como curiosidad: sobre la iglesia de San Mateo de Jerez–, sumado al tiempo importante que voy a tener que dedicar dentro de poco al siempre complicado arranque de curso, me obliga a volver a dejar este blog en piloto automático. Durante las próximas semanas, las entradas –ya preparadas– irán saliendo, a las tres de la tarde, a razón de una cada tres días, lo que no quita que de vez en cuando pueda improvisar alguna cosa. Por otra parte, no podré contestar a los comentarios que vayan llegando como éstos se merecen, aunque siempre serán bienvenidos. La serie sobre "mis favoritos musicales" aún tendrá que esperar un poco. Espero que sepan comprenderlo. Gracias por estar ahí.


domingo, 28 de agosto de 2016

Soberbio Wagner de Tennstedt en Tokio

Me hablaron maravillas del programa Richard Wagner que ofrecieron Klaus Tennstedt y la Orquesta Filarmónica de Londres el 18 de octubre de 1988 en el Suntory Hall de Tokio, un concierto editado por el sello EMI en DVD con muy notable calidad de sonido –amplísima gama dinámica– que no resulta nada fácil de encontrar. Yo lo he logrado, pero quizá ustedes no tengan la misma suerte. No importa: aquí tienen los YouTubes, que les recomiendo disfruten antes de que los retiren.



Comienza el programa con la Obertura y bacanal de Tannhäuser –versión París, se entiende– en una recreación que no es la más sensual posible. Tampoco la más arrebatada. Simplemente, está dicha con admirable espiritualidad en el arranque, con fuego magníficamente controlado en las danzas orgiásticas y con admirable concentración en la sección final, todo ello con una elegancia suprema y, sobre todo, con una asombrosa capacidad para la disección del entramado orquestal: se escucha todo, todo, y con una depuración sonora formidable.


La obertura de Rienzi es todavía mejor: ni se pueden cantar con más nobleza las frases líricas (¡conmovedoras!), ni se pueden decir con más garra y brillantez –sin retórica alguna– las marciales, ni se puede trazar mejor la arquitectura global –fraseo sin prisas, pero pulso perfectamente sostenido– ni se puede desentrañar con mayor claridad la escritura orquestal. Importa poco que los metales de la London Philharmonic, por lo demás espléndida, no sean los mejores posibles: una versión de referencia.


Irreprochable, con perfecto estilo y buen sentido teatral, pero sin caer en el arrebato ni en la machaconería con que a veces se escucha esta página, el Amanecer y viaje de Sigfrido por el Rin.

 

La Marcha fúnebre de Sigfrido, sorprendentemente, me ha gustado bastante menos. Los tres famosos "tirones" de la cuerda grave están poco trabajados, la aspereza sonora suena más externa que sincera y se echan de menos concentración interior y hondura reflexiva: hay más nerviosismo de la cuenta.


El nivel se recupera con un prodigioso preludio del acto I de Los maestros cantores, soberbiamente trazado en sus tensiones e increíblemente bien delineado en todas las complicadas figuras de la madera. Hay además, y esto es lo importante, entusiasmo, grandeza bien entendida y –aun manteniendo siempre Tennstedt las distancias– una buena dosis de sentido del humor. El público japonés, enloquecido, obtiene de propina una Cabalgata de las Walkirias brillante en todos los sentidos, pero en absoluto hinchada. Soberbio concierto. Insisto, disfrútenlo cuanto antes.


sábado, 27 de agosto de 2016

Mis favoritos musicales (I): directores de orquesta

Hace poco afirmaba tener unos gustos en interpretación musical muy distintos de los de aquellos críticos que pusieron a caldo, y con una mala leche muy considerable, la interpretación de las tres últimas sinfonías de Mozart por Barenboim en el Maestranza. Creo que va siendo hora de explicar cuáles son esos gustos. Los míos, quiero decir. Porque aunque este blog ha dado durante estos años buena cuenta de ellos, para el lector recién llegado puede resultar interesante saber a qué atenerse y hasta qué punto le puede resultar de utilidad lo que aquí se escriba. Y lo hago empezando por las batutas: poco a poco iré hablando de otras cosas.

Ante todo, me gustan los directores-filósofos. Los que se mueven, y cito mi reseña del referido concierto de Barenboim, en el terreno "de la hipersubjetividad musical, entendiendo esto no como la decisión de ignorar lo que dice la partitura, sino la de entender la dirección de orquesta poniendo como base no necesariamente lo que sabemos sobre el compositor, sobre sus presuntas intenciones o sobre la praxis de la época, sino la pura sensibilidad personal del intérprete, su visión del arte, del ser humano e incluso de la existencia, a veces incluso el estado de ánimo en un momento concreto, pero haciéndolo a partir de las posibilidades que esconden las notas y poniendo de relieve cosas que se escondían en ellas y que, al salir a la luz, nos descubren cuánta genialidad hay en las grandes creaciones de la historia de la música".



Por eso mismo considero a Wilhelm Furtwaengler el mayor genio de la dirección orquestal del que haya quedado testimonio discográfico. Puede que su técnica no fuera la mejor posible –decían los músicos que no le miraban cuando dirigía, porque sus indicaciones eran erróneas–, pero de un modo u otro conseguía transformar el hecho de la interpretación musical en una experiencia emocional y reflexiva de primerísima magnitud. Experiencia al borde del abismo en los tiempos de la II Guerra Mundial, más claramente filosófica y no poco transfigurada en los últimos años de su carrera. Y eso a costa de lo que hiciera falta, incluso pasando por encima de las indicaciones expresas del compositor. ¿Le han escuchado ustedes el Allegretto de la Séptima de Beethoven? Pocas cosas conozco en dirección orquestal tan subjetivas como estas. Y tan grandes. No duden que si Furt reviviera e hiciera esto en Sevilla, el clan de la cuerda de tripa le apedrearía.


Otto Klemperer se sitúa, en principio, en el extremo opuesto. Antirromanticismo puro y duro. Adiós a la delectacion melódica. Rigor absoluto en el tempo. Contención del arrebato temperamental. Desinterés por la belleza sonora. Análisis casi científico del entramado orquestal. Y mucha mala leche. En el fondo, estamos ante una actitud tan subjetiva como la de Furt, e incluso ante una visión del ser humano no muy distinta: trágica, doliente, aunque distanciada del sufrimiento extremo gracias a una buena dosis de humor negro. En los quince últimos años de su carrera alcanzó una genialidad asombrosa. Mi segundo director favorito, desde luego.


Carlo Maria Giulini era el humanismo personificado. El legato al servicio de la más elevada inspiración poética. Belleza sonora extrema y cantabilidad suprema no eran fines en sí mismos, sino una vía para la reflexión, pero esta vez desde un punto de vista distinto al de Furt y el de Klemperer: con el italiano, el dolor se transforma en comprensión, diríase que en reconciliación del ser humano consigo mismo, en una plena asunción de nuestras virtudes y muestras miserias, en un abrazo a la vida –y a lo que pueda haber más allá– sin poner condiciones. Y efectivamente, a este señor también le importaban un pimiento las nuevas vías interpretativas: escúchese su Sinfonía 39 de Mozart con la Filarmónica de Berlín –muy en la línea de la que hizo Barenboim en el Maestranza, pero aún más lenta y densa– y repárese en cómo se puede profundizar más que nadie en las notas manteniéndose por completo a distancia de lo históricamente informado. Ni falta que hace.

 
No sé si clasificar a Leonard Bernstein dentro de la línea digamos filosófica. Probablemente sí, pero su filosofía fue la del goce inmediato de la vida y de la música; de las melodías, de los ritmos, de los colores, de los grandes contrastes sonoros. Asumiendo incluso que en la existencia no solo hay belleza, sino también cosas grotescas, vulgares y hasta desagradables. Quizá por eso fue tan enorme intérprete de Mahler. Y todo ello haciéndolo desde la espontaneidad y desde una subjetividad absoluta, dejándose llevar por la emoción del instante y por cómo se ven las cosas en ese momento concreto, siempre desde una plena sinceridad emocional. O casi siempre, porque a veces se dejaba llevar por el narcisismo. Inolvidable director, en cualquier caso, muy especialmente en las dos últimas décadas de su carrera.


La filosofía de Sergiu Celibidache, ya se sabe, era zen. Hablar de espiritualidad es un tópico, pero un tópico cierto. Como lo es hablar de divinas lentitudes, desmaterialización y todo eso. Muchas de sus interpretaciones resultaban discutibles, por transgresoras en lo estilístico. A veces el oyente tenía que encontrarse en unas condiciones muy especiales para asimilar lo que este señor proponía. Pero en muchas ocasiones fue genial. Y en el repertorio impresionista, único. Dicen quienes estudiaron con él que su fuerte era su manejo de la polifonía –hizo la tesis sobre Josquin des Prez–, aunque los melómanos admiramos ante todo su dominio increíble del color y, más aún, del tiempo. El tiempo que se convierte en espacio, como decía Gurnemanz. Por cierto, en el Maestranza le escuchamos en su momento una 39 de Mozart de lentitudes infinitas. ¿Qué opinarían hoy nuestros ilustres críticos? 


Completo mi lista de favoritos con Daniel Barenboim. Director dramático y combativo, convencido de que la experiencia musical no solo no es una mera distracción, sino que debe exigir un esfuerzo al oyente para su pleno disfrute. En los años sesenta defendió a Mozart como artista más serio de lo que algunos retrataban en sus interpretaciones. En los setenta reivindicó a Bruckner como compositor mucho menos pío y devoto de lo que se pensaba, más lleno de rabia, de dolor, de desafío a la divinidad... En los ochenta su batuta alcanzó control y madurez, probablemente tras la singular experiencia de Tristán e Isolda en Bayreuth, y ya en el siglo XXI su arte se ha enriquecido no solo con la sabiduría que otorga la edad, sino también con una considerable apertura hacia nuevas posibilidades expresivas. Ha dejado entrar en su batuta aspectos como la ternura, la sensualidad, la nobleza, el sentido del humor... Incluso ha aligerado densidades y traído una buena dosis de luz mediterránea a sus interpretaciones. Claro heredero de Furtwaengler, cada día recuerda más al Furt de los últimos tiempos, al menos arrebatado y más reflexivo, aunque a veces da la impresión de que el espíritu de Giulini, también del Giulini más tardío, sobrevuela por su podio. Y el de Celibidache.

Por descontado, hay otros directores que me apasionan. No puedo imaginar la música sin la magia sonora de Karajan, la poesía marmórea del último Karl Böhm, la naturalidad de Kubelik, la fuerza telúrica de Reiner, Solti o el primer Abbado, el desgarro de Barbirolli, la nobleza de Sir Colin Davis, la emotividad de Rostropovich, el sarcasmo de Rozhdestvensky, el empuje viril de Muti... Seguro que se me olvida alguno de los que me gustan muchísimo, aunque mis favoritos son los antedichos.


No estaría completo mi autorretrato si no confesara quiénes son los que, albergando incuestionable talento, me gustan más bien poco. Toscanini es la antítesis de Furtwaengler, la negación sistemática del desarrollo orgánico del discurso horizontal, de la flexibilidad en el fraseo y de la subjetividad expresiva; le reconozco un fuego enorme a su batuta y admiro muchísimo su Falstaff, pero en general no me gusta. Como tampoco lo hacen Gardiner y Chailly –artistas que aprecio bastante en otros repertorios– cuando, sobre todo en estos últimos años, se han puesto a recuperar las maneras del de Parma. De Stokoswski decían que era un mago del color. Comparto la impresión, pero también pienso que era un hortera capaz de regodearse en la más chabacana exhibición de mal gusto. Sin llegar a semejantes extremos, Levine suele hacer gala de una evidente brocha gorda. Como el inefable Gergiev, dispuesto siempre a conseguir el aplauso por la vía más fácil.

El señor Norrington ha hecho un terrible daño a la interpretación musical: frivolidad, amaneramiento y cursilería elevadas a la enésima potencia, pero disfrazadas de rigor filológico. Parece mentira que engañase a alguien de tan enorme talento como Claudio Abbado –el mismo Abbado que en su juventud era uno de mis favoritos–, empeñado en la última etapa de su carrera en ofrecer las sonoridades más ingrávidas y relamidas que uno se pueda imaginar: su Mozart tardío me parece detestable. Minkowski queda, finalmente, como síntesis entre las vulgaridades de unos y las ligerezas de otros.

jueves, 25 de agosto de 2016

Talibanismo historicista y estilo Mozart

A estas alturas de la película, parece claro que el movimiento historicista ha aportado muchas cosas positivas a la interpretación musical, no solo al repertorio en principio más apropiado para el uso de los instrumentos originales, esto es, el que va del barroco hacia atrás, sino también a épocas más recientes, empezando por el clasicismo de Haydn y Mozart. Ha descubierto nuevos colores, renovadas maneras de articular, reveladores claroscuros, acentos insólitos y, con todo ello, nuevas posibilidades expresivas. Bravo.


Pero también ha traído con él factores negativos. Uno de ellos es la confusión entre los medios y el fin, marcando como prioridad el uso de unos instrumentos, unos tempi y una articulación determinadas al tiempo que se pierde de vista la intención expresiva, es decir, la idea "detrás de las notas" que el artista, partiendo tanto del conocimiento de la estética de la época y de la personalidad del compositor como de su particular sensibilidad como intérprete, está obligado a poner de relieve para no ser un simple recreador de sonidos. Quedarse en la mera distinción entre los "históricamente informados" y los que no lo son –algunos, incluso, en lo primero en que se fijan es en el número de ejecutantes– resulta un craso error, porque el concepto interpretativo puede ser de lo más diverso. En Mozart, por ejemplo, Frans Brüggen está más cerca de Otto Klemperer que de Roger Norrington, y este a su vez lo está mucho antes de Claudio Abbado que de John Eliot Gardiner. Y este último casi podría hacer pensar en George Szell más que en su compatriota Trevor Pinnock.

Otra creencia equivocada que es consecuencia del movimiento historicista –aunque no culpa de éste, sino de músicos caracterizados por su mal gusto y de aficionados perezosos de mente– es la de que ligereza sonora equivale a ligereza expresiva, e incluso a fraseo pimpante y frivolón; o de que apostar por el músculo orquestal, por los grandes arcos melódicos, por los tempi reposados y por la reflexión poética equivale a "romantizar" la interpretación. Piensan ellos que limpiar de "adherencias románticas" a Mozart equivale a algo así como quitarle las capas de mugre a la Capilla Sixtina, cuando en realidad lo que están haciendo –me refiero a los malos intérpretes, porque los hay excelentes– es restarle potencia expresiva a la partitura. El pathos y la profundidad emocional, aunque revestidos de las maneras propias de la época, son también un componente esencial del clasicismo. Negarlo supone convertir a Mozart (¡cuántas veces lo hicieron en tiempos pasados algunos de los que no habían ni oído hablar de instrumentos originales!) en una cajita de música o en un amable carrusel de melodías en el que lo más grande del autor, que no es sino su capacidad para reflexionar sobre la condición humana, se diluye por completo.



Por otro lado, si en un momento dado puede parecer que aquello suena a Beethoven, no debería nadie escandalizarse: lo que hace grandes a determinados creadores, y el autor de La flauta mágica es uno de ellos, radica en buena medida en su capacidad para adelantarse a su tiempo, abrir nuevas vías expresivas y mirar hacia el futuro. ¿Qué problema hay en que el último movimiento de la Júpiter, que por algo la llamarían así, mire con descaro al poderoso mundo beethoveniano?

Desdichadamente, en los últimos años se extiende una actitud intolerante que lleva a ciertos melómanos y críticos a demonizar toda propuesta interpretativa que se aleje de la praxis que ellos creen imprescindibles para acercarse a determinados repertorios. Algunos incluso llegan al extremo de descalificar de entrada a cualquier intento, en nuestros días, de abordar a un Bach o a un Haendel sin instrumentos originales y/o sin plegarse a las propuestas del historicismo. O de calificar como pesadas, mastodónticas, y fuera de estilo –wagnerianas dicen algunos, sin rubor a caer en el más risible tópico– lecturas del repertorio clásico hechas en la mejor línea de los Furtwaengler, Walter, Böhm o Bernstein, directores que –de nuevo aquí hay que fijarse en el concepto– tienen mucho que ver entre sí en lo que son las formas interpretativas, esas de la "gran tradición centroeuropea", pero poco en lo que a la idea expresiva se refiere.



Lo curioso es que estos aficionados terminan siendo mucho más papistas que el Papa. Yo diría que auténticos talibanes. Porque algunas de las cabezas visibles del movimiento historicista son más tolerantes que ellos y se niegan en redondo a considerar sus propuestas como únicos modelos a seguir. Además, no confunden –como sí hacen sus ciegos admiradores– la idea expresiva con la materialización concreta de esa idea, que puede resultar de lo más diversa. Fíjense ustedes lo que sobre el Mozart de Leonard Bernstein, para algunos el colmo del "desmelene romántico" –escuchen el "wagneriano" Adagio del Concierto para clarinete que les he dejado arriba–, decía nada más y nada menos que Nikolaus Harnoncourt, un director que no podía ser más distinto al norteamericano en sus planteamientos sonoros:
"Aprecio al director Bernstein como intérprete de Mozart. Sus versiones del músico de Salzburgo me han impresionado como ninguna otra. En efecto, tienen un algo más profundo que no es dado escuchar en la mayoría de las interpretaciones realizadas por otros artistas. (...) Y cuando los críticos dijero en Salzburgo que sus interpretaciones de Mozart no eran sostenibles desde el punto de vista estilístico, tuve la sensación de que estaban haciendo afirmaciones completamente injustas. Porque no hay una sola persona en el mundo que pueda decir éste es el estilo de Mozart, aquél no. Nadie puede decirlo. Y si alguien tiene una visión profunda de la obra y es capaz de interpretarla de manera convincente, entonces eso es el estilo de Mozart en este momento".
Peter GRADENWITZ: Leonard Bernstein, Espasa Calpe, 1986, pp. 144-145 (las cursivas están en el original).
En fin, yo seguiré disfrutando de todos los Mozart, tan variados entre sí, que me llegan emocional e intelectualmente. Los de Furtwaengler, Walter, Klemperer, Kubelik, Böhm, Solti, Giulini o el citado Bernstein; como también del Mozart de Pinnock, Koopman y Brüggen, de algunas grabaciones de Gardiner y de las iconoclastas propuestas de Harnoncourt. Del Mozart que sin duda harán los muchos grandes directores de instrumentos originales que aún están por venir. Y del sublime Mozart que hace hoy Barenboim, por descontado.


miércoles, 24 de agosto de 2016

Imprescindible Mozart de Hogwood... por Anthony Pay

Me preguntaban hace poco qué pensaba del Mozart de Christopher Hogwood. No supe muy bien qué responder, así que puede ser oportuno traer un disco que arroja un poco de luz sobre la cuestión: Concierto para clarinete y Concierto para oboe del salzburgués a cargo de Chris y sus chicos de la Academy of Ancient Music, registrados por Decca en septiembre de 1984 con soberbia toma sonora. La verdad es que me parece una grabación imprescindible. Pero no por él, sino por Anthony Pay.


Lo del clarinetista londinense es algo fuera de serie. Armado del correspondiente corno di bassetto –se ofrece, claro está, la edición original de la partitura, con todas las notas graves del solista–, Pay hace gala de un virtuosismo supremo y una musicalidad excelsa, mostrándose capaz de llenar de chispa, vitalidad y desparpajo los movimientos extremos, aun siempre manteniendo la elegancia necesaria, y de cantar con un vuelo poético insuperable, sin caen caer en lo otoñal, el sublime adagio. Su sonido, por descontado, es de una belleza suprema, y los matices expresivos son riquísimos.

¿Y Hogwood? Pues además de hacer que la AAM suene con su acidez habitual, esta vez dirige con apreciable entusiasmo y comunicatividad, dejando asimismo volar al segundo movimiento sin que decaiga el pulso. Incluso se aprecia en el mismo, cosa no muy habitual en el maestro, un considerable grado de inspiración poética. Y se agradecen los detalles al fortepiano. En la parte negativa, como era de esperar, resulta globalmente un tanto seco y no muy refinado.

En el Concierto para oboe, aun sin llegar a semejante altura interpretativa, los resultados son también muy apreciables, tanto por el solista Michel Piguet como por el propio Hogwood. Entre ambos ofrecen un primer movimiento fresco, jovial y jugoso, un Adagio non troppo notable, aunque no todo lo emotivo que pudiera, y un Allegretto conclusivo mucho menos rápido y pimpante de lo que se pudiera esperar: el desaparecido clavecinista y director intenta aquí ser más galante que efervescente. Por cierto, muy bienvenida la presencia de clave al continuo. No se pierdan este disco.

Por qué no me gusta Onofri

Me acusa alguien de sentir "fobia patológica" (sic) hacia la Orquesta Barroca de Sevilla y un rencor "más allá de lo musical" (sic) hacia Enrico Onofri. Le contesto desde aquí, porque merece la pena. Al señor Onofri no lo conozco y nada me ha hecho. Tampoco he tenido nunca la menor relación personal con la OBS, salvo –no recuerdo ahora mismo cuándo, fue ya hace siglos– haberme acercado alguna vez a Ventura Rico, haberle felicitado por su labor y preguntarle cuándo volvían; en cualquier caso, yo era de los que no se perdía ni uno de los conciertos que ofrecía en Jerez cuando se acercaban por aquí periódicamente. Y de los que la admiraba. Pero sí que es cierto que detesto a Onofri –musicalmente, como persona no tengo el gusto–, y que me parece un craso error que la Barroca lo tenga como uno de sus directores de cabecera habiendo otros músicos de mucha más valía con los que han colaborado y podrían seguir colaborando.


Cuestión de gusto personal, por descontado. Un gusto que ustedes pueden compartir o no. Les pongo como ejemplo este largo de Antonio Vivaldi que se escucha a partir del minuto 4:10 del anterior YouTube. Interpretación de Pablo Valetti y Café Zimmermann a mi entender formidable, con un violín de sonido muy firme, afinadísimo en todo momento, viril en la expresión, cálido y sincero, que no confunde meditación con languidez, ni ornamentación con amaneramiento, respaldado por una orquesta –de instrumentos originales, por descontado– que suena prieta, con músculo y con decisión en el fraseo.


Y ahora reparen en la lectura de Enrico Onofri con los chicos de la OBS. ¿Necesitan que se la comente? Escúchenla más de una vez, como he hecho yo, y saquen sus propias conclusiones.

lunes, 22 de agosto de 2016

En todas partes cuecen habas

Destruir un proyecto que se ha venido consolidando durante años. Echar por tierra la oportunidad de que los melómanos locales escuchen el gran repertorio sinfónico interpretado en el máximo nivel posible, permitiendo de esta forma no solo que los viejos aficionados disfruten de conciertos de primerísima fila, sino también que las nuevas generaciones se acerquen a la música en vivo de la mejor manera. Posibilitar lo que en otras circunstancias solo pueden hacer quienes disponen de medios económicos suficientes para desplazarse a los grandes centros de música internacionales o a los más importantes festivales veraniegos, trátese de Salzburgo, Lucerna o los Proms.

Poner como excusa los crecientes recortes provocados por la crisis económica. Lanzar el tópico de que se trata de un proyecto pensado desde una clase política acomodaticia y aburguesada que solo piensa en beneficiarse del prestigio que otorga lucir un nombre de prestigio, y no para el verdadero estímulo de la cultura musical.

Caer en la demagogia de afirmar que el dinero público hay que destinarlo para promocionar a los músicos de la tierra, cuyo talento –por descontado– sería tan grande como el de los divos mundialmente famosos, olvidando que la –en efecto, necesaria y obligatoria– atención a la cantera local, como también a la divulgación de repertorios menos comerciales –sea mirando hacia la música antigua o a la de vanguardia–, no es incompatible sino complementaria de lo anterior, es decir, de permitir escuchar a un módico precio, por ejemplo, la más inspirada versión imaginable del segundo acto de Tristán e Isolda, de las sinfonías de Beethoven o de las tres últimas de Mozart. Y decir que no se preocupen, que a cambio tenemos a Fahmi Alqhai y su Accademia del Piacere, "grupo de vanguardia de la música antigua española y uno de los punteros en Europa, gracias a su concepción de la música histórica como algo vivo" (sic).

Ya imaginan ustedes que estoy hablándoles del clarinetista y compositor Nino Díaz y de su equipo. De esa bochorosa manera de cargarse el Festival de Música de Canarias que tan justificado revuelo ha despertado entre los melómanos de las Islas. ¿O acaso pensaban que me refería a otro lugar y a otras personas con ideas no menos provincianas?

sábado, 20 de agosto de 2016

Barenboim y las Sinfonías de Mozart en el Maestranza

Una introducción lenta, solemne, impregnada de atmósfera ominosa y con un silencio de poderosísima fuerza expresiva, muy en la línea de lo que hacía Furtwaengler con la escena del Comendador en Don Giovanni, ya dejaba bien claro en el terreno en el que se mueve Barenboim: el de la hipersubjetividad musical, entendiendo esto no como la decisión de ignorar lo que dice la partitura, sino la de entender la dirección de orquesta poniendo como base no necesariamente lo que sabemos sobre el compositor, sobre sus presuntas intenciones o sobre la praxis de la época, sino la pura sensibilidad personal del intérprete, su visión del arte, del ser humano e incluso de la existencia, a veces incluso el estado de ánimo en un momento concreto, pero haciéndolo a partir de las posibilidades que esconden las notas y poniendo de relieve cosas que se escondían en ellas y que, al salir a la luz, nos descubren cuánta genialidad hay en las grandes creaciones de la historia de la música. Es el arte de Furt y de su dolor intenso, ciertamente, pero también del antirromanticismo combativo y lleno de mala leche de un Klemperer, del humanismo conmovedor de un Giulini o del goce dionisíaco de un Bernstein, por citar a los que quizá sean los más grandes directores en esta línea. El intérprete como (re)creador mucho antes que el intérprete como traductor –estoy pensando ahora en un Kubelik, un Karajan o un Solti, enormes maestros que poco tienen que ver con lo que estoy intentando explicar–, y en el extremo opuesto del intérprete como arqueólogo, el que confunde la letra con el espíritu y da primacía a cuestiones sobre organología y articulación aun con el riesgo de ser incapaz de poner de relieve lo que realmente hace grande a las mejores creaciones de la música, que no es sino la capacidad para decir cosas sobre el ser humano, para reflexionar sobre las mismas y, por descontado, para emocionarnos con ellas.


Introducción gótica y cargada de malos presagios, decía, la de esta Sinfonía nº 39 de Mozart que abrió la nueva aparición de Daniel Barenboim y la West-Eastern Divan Orchestra el pasado jueves 18 de agosto en el Teatro de la Maestranza, en un concierto que discurrió de manera bastante similar al que ofreciera el pasado 28 de octubre en Granada. A lo que escribí entonces en este blog me remito, aunque no voy a dejar de señalar algunas significativas diferencias. El Allegro estuvo llevado de la misma manera admirable que entonces, con empuje y con decisión, marcando músculo en la sonoridad pero sin el menor rastro de pesadez y atendiendo siempre a la claridad de todas las líneas instrumentales.

El Andante con moto de Granada me había decepcionado: la considerable lentitud con que lo aborda, lentitud que él encuentra necesaria para generar grandes arcos melódicos llenos de hondura humanística, condujo entonces a una pérdida de pulso con la que quizá tuvo que ver una cuerda que no sonó con la tersura y empaste deseables. En Sevilla la orquesta funcionó mucho mejor –con el enorme Guy Braunstein de concertino y Madeleine Carruzzo, también de la Filarmónica de Berlín, escondida entre los músicos de Oriente– y no hubo, ni aquí ni en ningún momento del concierto, la menor caída de tensión. El resultado fue de una belleza estremecedora, siempre desde la óptica del Mozart que el maestro hace en estos días; es decir, y como expliqué en la discografía comparada, mezclando el dramatismo de su registro discográfico de hace cuarenta y ocho años con ese particular sentido de lo cálido, de lo luminoso e incluso de lo risueño que el maestro ha venido desarrollando en fechas más recientes. En el Menuetto me sigue interesando muchísimo cómo hacen las cosas los historicistas, con tempi más rápidos y marcando de manera clara el tiempo fuerte del compás, pero esta vez se ha apreciado de manera notable el deseo del de Buenos Aires de agilizar las cosas y de aportar ese toque popular y ese particular sentido del humor un poco rústico que tan bien le sienta a esta música. El Allegro conclusivo ha sido espléndido, aunque aquí me resulta difícil olvidar el milagro de Solti –pura electricidad– en este movimiento.

La Sinfonía nº 40 no me recordó a la locura, genial locura, de su toma radiofónica con la Filarmónica de Viena, sino a la de Granada. Dije entonces que la del Auditorio Manuel de Falla fue la más grande de cuantas he escuchado –Furtwaengler, Kubelik, Böhm y cuantos ustedes quieran incluidos–. Lo sigue siendo, aunque esta del Maestranza ha sido bastante similar. Me vuelvo a remitir a lo que escribí en aquella ocasión, añadiendo que esta vez el Molto Allegro me ha parecido menos bien hilado mientras que, por el contrario, el Andante todavía ha alcanzado mayores cotas de emotividad, de vuelo lírico y de carácter agónico: la tragedia interna de Mozart, revestida siempre de la más extraordinaria belleza formal, adquiere con el maestro una profundidad incomparable. Probablemente también ha sido mejor en Sevilla el Menuetto, con una cuerda grave poderosa y un tratamiento de la expresión que dejaron más claro que nunca qué hace esta música metida en medio de una partitura tan dramática como la KV 550. Hubo aquí, como en el resto de la velada, mucha inventiva por parte de un músico siempre dispuesto a que cada interpretación sea una experiencia única e irrepetible. Ángel Carrascosa estaba sentado a mi lado, y él y yo estuvimos todo el tiempo intercambiando señales advirtiéndonos mutuamente las múltiples acentuaciones nuevas, de las líneas sacadas a la luz (¡qué violas, cielo santo!) y los detalles que aquí y allá nos revelaban las múltiples posibilidades que, en manos de un genio de la interpretación, aún albergan creaciones como esta.

En cuanto a la Júpiter, pienso que su primer movimiento tan lleno de empuje podía haber estado un poco más paladeado, e incluso haber revestido su carácter dionisíaco con los aspectos aponíneos que convirtieron la grabación del propio Barenboim con la Orquesta de París –aún no en CD, dicho sea de paso– en un hito discográfico irrepetible. En el Andante cantabile sigue sin convencerme que haga uso de la sordina, si bien la manera de cantar la música, con un legato para derretirse y muchísima atención a los aspectos más lacerantes, elevaron la interpretación a unas cotas de altísima poesía. Irreprochable el Menuetto, y sencillamente excepcional el portentoso movimiento conclusivo, trazado con un magisterio incomparable y dicho con una energía más jupiterina que nunca, redondeando uno de los más grandes conciertos de la historia del Maestranza. El público así lo supo ver, aunque no quienes presuntamente andan mejor informados. Sobre ello y sobre las múltiples razones que explican el rechazo visceral de algunos críticos sevillanos hacia Barenboim, escribiré dentro de unos días. Ahora me toca disfrutar de la playa. Hasta entonces.


PD: la foto se la he robado a un amigo de Instagram. ¡Gracias!

viernes, 19 de agosto de 2016

Profundamente orgulloso

Imaginaba que algunos críticos sevillanos iban a ser duros con el Mozart de anoche de Barenboim, porque su desprecio hacia el artista y su Fundación ya lo han puesto repetidamente de manifiesto todos estos años. Pero no imaginaba que lo fueran a ser tanto, ni con tanta mala leche. Sólo puedo decir dos cosas. Una, que me siento orgulloso de no compartir, casi nunca, sus gustos y criterios sobre interpretación musical. Profundamente orgulloso. Dos, que el de ayer me parece uno de los mejores conciertos de la historia del Maestranza, y desde luego una muestra de talento muy por encima del de los músicos, para mí horrendos (los Onofri y compañía), que esos respetables y sabios señores suelen ensalzar. Estoy seguro de que la mayor parte del público así supo verlo. Un Mozart genial.

lunes, 15 de agosto de 2016

La WEDO, una visita de lujo

Leo en un comunicado de prensa, uno de esos comunicados que rara vez salen en esos mismos medios que lanzan las campanas al vuelo cada vez que hay una noticia con la Barroca de Sevilla o el FeMÀS de por medio, que este año Daniel Barenboim no se trae como concertino de la West Eastern Divan a su hijo Michael, sino a Guy Braunstein. En el Teatro de la Maestranza no es una cara extraña: un chico bastante corpulento que se acostumbrada a sentar entre los violines de la orquesta multicultural. Pero para quienes estamos abonados a la Digital Concert Hall es muchísimo más conocido. Y es que, queridos lectores, este chico ha sido desde 2000 hasta 2013 concertino (puntualicemos: primer concertino) de la Filarmónica de Berlín. Sí, trece años liderando la orquesta más prestigiosa del planeta. Fue seleccionado en su momento por Claudio Abbado, siempre con el imprescidible beneplácito de los profesores de la mítica formación, y ha permanecido como fiel apoyo de Sir Simon Rattle hasta que finalmente ha emprendido una merecidísima carrera de solista. Todo un detalle que alguien de semejante categoría decida invertir su tiempo y su esfuerzo –conviene recordarlo: aquí no se cobra– en un proyecto como este. Y un lujo enorme para Sevilla.


Lujo que es extensible a la visita de la orquesta. Orquesta de niños, seguirán diciendo algunos. Pues sí: niños ya muy creciditos, algunos de los cuales han terminado por derecho propio en las grandes orquestas del mundo. Entre ellos, algunos andaluces. Como los formidables oboístas Ramón Ortega y Cristina Gómez Godoy, de Granada y Linares respectivamente: él forma parte de la Sinfónica de la Radio Bávara y ella de la Staatskapelle de Berlín del propio Barenboim. O el percusionista Pedro Manuel Torrejón González, nacido en Isla Cristina y fogueado en los fosos operísticos de Berlín y de Milán. Por ejemplo.


Del propio Barenboim, qué les voy a decir. Hasta hace veinte años, quienes nos declarábamos incondicionales del maestro éramos considerados poco menos que unos lunáticos por parte de esos melómanos tan listos, lectores de Scherzo por lo general (¡cómo se han cubierto de gloria algunos críticos de esa revista con el paso del tiempo!), para los cuales el de Buenos Aires era "un notable pianista metido a director". Hoy ya no hay quien le tosa: está unánimenente considerado como uno de los más grandes directores de las últimas décadas, y sus visitas anuales con la West-Eastern Divan son uno de los acontecimientos más esperados de los lujosísimos –y carísimos– festivales de Salzburgo y Lucerna, así como de los BBC Proms, lugares emblemáticos por los que también recala este verano justo antes de cerrar la gira en el Teatro de la Maestranza.

¿De verdad se han dado cuenta en Sevilla y su entorno del privilegio que supone contar anualmente con la presencia de todos estos artistas? Imagínense que en los años cuarenta nos hubiese visitado de manera cotidiana Wilhelm Furtwaengler y que algunos hubiesen dicho que vale ya de visitas germanas, que con la Bética Filarmónica basta y sobra. Y hablamos, no tengan la menor duda, de la misma categoría musical que la de Furt, de quien nuestro artista es, también sin duda alguna, su más claro heredero. Lo dicho, un lujo.

viernes, 12 de agosto de 2016

La Júpiter por Brüggen: ¡esto sí!

Tras la frialdad extrema de Gardiner y la desequilibrada mezcla entre luminosidad y carácter aéreo de Herreweghe, cierro un tríptico de versiones historicistas de la Sinfonía nº 41 de Mozart con la registrada en 2010 en Rotterdam por Frans Brüggen y su Orquesta del siglo XVIII. ¡Esto sí que es una Júpiter! Y no se piensen que el maestro holandés ofrece una lectura menos radical en lo sonoro, más cercana a la tradición, que las de sus referidos colegas. En absoluto: el rigor historicista es absoluto. Sencillamente, sintoniza mucho mejor con el universo mozartiano que ellos –desde luego no lo diría en Bach, pero aquí sí– y se muestra como un músico mucho más cabal, más sensato y más inspirado.


En realidad, nada hace Brüggen en especial –salvo el discutible regulador que cierra el Menuetto– en esta interpretación. Simplemente se limita a exponer la música con fuerza, con sinceridad y con garra dramática, manteniendo siempre la sobriedad que le caracteriza pero resultando altamente expresivo y evitando cualquier exceso. No hace falta resultar seco y cuadriculado como Gardiner, ni caer en lo volatil, en lo grácil o en lo pimpante a la manera de un Herreweghe. Seriedad, articulación bien marcada, músculo sin pesadez, rusticidad no agresiva, tensión interna e interés por profundizar en el pathos de la música son sus señas de identidad en Mozart, a lo que en esta sinfonía debemos añadir el convencimiento de que junto al imprescindible carácter épico de la misma hay que hurgar en los aspectos trágicos que se esconden en la partitura. Únicamente se me ocurren dos reparos: escasez de sensualidad y de humanismo –esto también es marca de la casa, vamos a reconocerlo– y descuido a la hora de exponer algunas líneas de las maderas en el Finale. Voy a decirlo: con Klemperer y con Barenboim, músicos mucho más cercanos en lo expresivo a Brüggen que los dos citados colegas de los instrumentos originales, eso no pasaba.

En cualquier caso, lo tengo muy claro: esta grabación del sello Glossa es la ideal para tener las tres últimas sinfonías de Mozart –excelente la 39, no tanto la 40– en versión historicista. Además, suena estupendamente.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Lionheart, la obra maestra de Jerry Goldsmith

No se pueden imaginar la emoción que me ha producido volver a la música que Jerry Goldsmith escribió en 1987 para Lionheart, penúltima cinta de Franklin J. Schaffner y última colaboración entre el compositor norteamericano y el autor de El planeta de los simios. Cinta de aventuras juveniles ambientadas en la Francia del siglo XII de resultados artísticos muy mediocres –volví a verla el otro día– que se ve seriamente lastrada por un guión pobre, por un vestuario de guardarropía y por el escasísimo carisma del protagonista, Eric Stoltz, y en la que solo en algunos apuntes aislados se pone en evidencia el talento de su director; pero cinta en la que brilla con luz propia la partitura de ochenta minutos de duración que se grabó con la complicidad de los músicos de la Ópera Nacional de Hungría (¡cuánto debían de cobrar las orquestas de estudio norteamericanas!) y que fue editada comercialmente en dos volúmenes por el sello Varèse Sarabande.


Por aquellas fechas, hablo de los años 1988 y 1989, yo me había convertido en un verdadero entusiasta de la música de cine, pasando pronto Goldsmith a ser uno de mis compositores favoritos. Leí una reseña altamente elogiosa en una revista y me apresuré a pedir el volumen 1 en una tienda del extranjero. Quedé maravillado y al poco tiempo adquirí el volumen 2. En este último, y como era de esperar, había música de menos calidad, pero no dejé de escuchar una y otra vez estos vinilos, que me sirvieron no solo para disfrutar sino también para aprender. Para aprender a escuchar música con atención, antes de llegar –cosa que hice precisamente gracias a las bandas sonoras– a los Beethoven, Bruckner y compañía. Años después me copiaron la edición digamos "reducida" en un solo CD –los dos volúmenes habían circulado anteriormente en compacto– y volví a disfrutar mucho, pero a partir de ahí me dediqué fundamentalmente al repertorio clásico y fui olvidando la partitura. Hasta ahora.


La he vuelto a escuchar –esta vez en los dos compactos iniciales, pero con los vinilos a mi lado– y se me han humedecido los ojos. ¡Qué derroche de talento! Frente a la aburrida rutina en la que caería a partir de mediados de los noventa, el compositor norteamericano nos entrega aquí una larga serie de temas a cual más maravillosos, entretejidos con sentido narrativo extraordinario y coloreados por una paleta instrumental de asombrosa riqueza en la que los sintetizadores, sin alcanzar una presencia excesiva –como le ocurriría en Legend, otra de sus obras mayores–, desempeñan un papel fundamental. En este sentido, faltan elogios para el trabajo de los dos orquestadores, esos dos enormes profesionales llamados Arthur Morton y Alexander Courage, independientemente de que el resultado sonoro sea Goldsmith cien por cien.

Es la fuerza expresiva de la música, en cualquier caso, su sinceridad y su carácter emotivo, su capacidad para arrebatar, lo que triunfa por encima de todo. Inspiración se llama a eso. Que el tratamiento que se ofrece de la música medieval sea tópico a más no poder, que la orquesta cometa pifias o que la toma sonora diste ser la mejor de las posibles importa poco. Lionheart es una pura gozada para el melómano sin prejuicios. Aunque para mí supone algo más: es parte de mi vida.

lunes, 8 de agosto de 2016

Tres grabaciones de Con la muerte en los talones: Herrmann, Johnson y McNeely

No hace falta ninguna que les hable de la música de North by Northwest/Con la muerte en los talones. Para esta enorme obra maestra de Alfred Hitchcock, Bernard Herrmann escribió un "fandango caleidoscópico" –son palabras del compositor– para los títulos de crédito y las escenas clave, mucha música incidental tranquila en tempi y en dinámicas, pero llenas de tensión soterrada, que se van construyendo a través de esa repetición de células rítmicas tan cara al creador neoyorquino, y un hermosísimo tema de amor en el que, frente al descarado erotismo que destilan las imágenes –en España se censuró buena parte de la secuencia amorosa en el tren–, se despliega ese lirismo agridulce, tierno y doliente al mismo tiempo, que caracteriza al autor de ese monumento al romanticismo que es El fantasma y la señora Muir. Pero sí puedo decir algo sobre las tres grabaciones, tres nada menos, que pueden ustedes encontrar en el mercado de esta singular banda sonora.


Dado que en el momento del estreno no se realizó ninguna edición comercial de la música, durante años la única posibilidad de llevarla a casa fue el registro realizado el 20 de noviembre de 1979 por Laurie Johnson, compositor y amigo de Herrmann, al frente de la London Studio Symphony Orchestra, registro que hizo uso del por entonces novedoso sistema digital. Debió de ser, junto a The Black Hole de John Barry, una de las primeras grabaciones digitales de música de cine que se realizaron. Lo curioso es que hace muy poco he escuchado un reprocesado casero en el que un aficionado logra decodificar la imagen sonora original: esta era nada más y nada menos que cuadrafónica. ¿Digital y cuadrafónico al mismo tiempo? Parece que sí. Sea como fuere, lo cierto es que suena bastante bien, aunque no de manera óptima y con la percusión "flamenca" demasiado en primer plano.

En cuanto al contenido musical propiamente dicho, Johnson grabó tan solo treinta y siete minutos de la partitura original. Dirigió con considerable corrección y propiedad, diseccionando bien la partitura y prestando particular atención a que las maderas sonasen herrmanianas, aunque a mi entender se echan de menos fluidez y garra dramática. Este registro circuló en diversas ediciones a cargo de varios sellos: nunca se me olvidará haber tenido en mi mano un vinilo de Varèse Sarabande en el verano de 1989 en una tienda de Madrid, aunque no me hice con la grabación hasta que compré el CD editado en serie media por Unicorn-Kanchana en 1990.


Años más tarde edita la grabación original del propio Bernard Herrmann, primero a cargo del sello Rhino/Turner, distribuido por Sony Classical, y en fechas mucho más recientes, concretamente en 2012, por los señores de Intrada: esta edición mejora sensiblemente la anterior, sobre todo porque corrige algunos problemas técnicos de la primera. El sonido es estereofónico y de muy digna calidad para la fecha de grabación, abril y mayo de 1959, aunque lejos de las maravillas que por entonces se realizaban en música clásica. De la partitura original se incluyen cincuenta y seis minutos, más una toma alternativa y varias piezas de música diegética, incluida una escrita por André Previn. Pero lo más interesante es la labor de batuta: formidable director de orquesta, el compositor dirige su propia música con una fuerza arrolladora, con nervio, incisividad y un sentido del humor muy oportuno, aunque con unos tempi considerablemente más rápidos de los que haría gala en el último tramo de su carrera. La Orquesta de la MGM no es ninguna maravilla en lo técnico, pero el partido expresivo que el maestro saca de ella resulta espectacular: Herrmann hace sonar a las maderas con una mordacidad y una mala leche klemperiana muy significativas.


La tercera y última posibilidad corre a cargo del sello Varèse Sarabande: grabación realizada por Joel McNeely y la Sinfónica Nacional de Eslovaquia en julio de 2007. El resultado ofrece un total de una hora y cinco minutos de música de Herrmann al extender algunos cortes y, sobre todo, al incluir una pieza jamás grabada ni escuchada: la ilustración musical de la escena de la tensa espera de Cary Grant en la carretera justo antes de que llegue el aeroplano que dará inicio a la célebre persecución. Hitchcock había dejado bien claro que esta última no debía llevar música alguna –el cineasta quiso apartarse de todos los códigos del cine de intriga para alcanzar así su particular manierismo fílmico–, pero Herrmann escribió música para la secuencia inmediatamente anterior a ver si colaba. No coló.

¿Y la dirección de McNeeley? Pues algo mejor que la de Johnson, pero no tan buena como la de Herrmann: carece claramente –ayer escuché las dos grabaciones seguidas– de su carácter incisivo, de su tensión dramática y de su sentido del color, como también de la antes referida intencionalidad de las maderas. Eso sí, ofrece una atmósfera estupendamente paladeada y un refinado trabajo con la notable orquesta eslovaca. La toma sonora parece más equilibrada que la de Laurie Johnson.

Llegados hasta aquí, se darán cuenta de que la elección entre Herrmann y McNeeley es difícil. Pueden optar por la siguiente posibilidad: háganse con esta última y escuchen la del propio Herrmann en la pista de sonido aislada de la edición en Blu-ray, que además viene en sonido multicanal. Claro que en este caso tendrán que ver la película entera y soportar interminables secuencias sin música: les confieso que he disfrutado más escuchando el CD, así que al final esta edición, la de Intrada, termina siendo la idónea.

viernes, 5 de agosto de 2016

El Mozart de Herreweghe frente al de Gardiner: una Júpiter jubilosa

Esta versión de la Sinfonía nº 41 del genio salzburgués la puse en mi reproductor inmediatamente después de la grabación de Gardiner comentada en la última entrada. Confieso que lo hice a mala leche: frente al Mozart más seco y austero del historicismo, uno de los más gráciles y coquetos de la escuela de los instrumentos originales: Philippe Herreweghe y su Orchestre des Champs-Elysées. El día y la noche, ciertamente: me cuesta trabajo creer que haya aficionados que los metan en el mismo saco. No pueden ser más antitéticos tanto en lo sonoro como en lo expresivo, independientemente de que ambos tengan en común un decidido alejamiento de la "gran tradición" interpretativa, esa misma que hoy mantienen solo gente como Barenboim, Muti, Mehta, Haitink y otros admirables guerrilleros de la vieja guardia.


En primer lugar está la cuestión puramente sonora. La cuerda de Herreweghe es mucho menos áspera, más sedosa y pulida que la de los English Baroque Soloists; también es menos prieta, mucho más aérea. Las maderas son más carnosas y están más presentes. Los timbales suenan mucho más redondos y rotundos, aunque esto puede disgustar. También resulta muy discutible –por no decir desagradable– el escaso empaste y la rusticidad excesiva de las trompetas, que rajan a discreción. En segundo lugar, el fraseo de Gardiner es seco y cortante, voluntariamente cuadriculado, mientras que el maestro belga canta las melodías con mucho mayor vuelo lírico y flexibilidad. Frente al marcado sentido del ritmo de Sir John, el director de la Orchestre des Champs-Elysées apuesta por el carácter orgánico del discurso horizontal. Pero sobre todo está la cuestión expresiva antes apuntada: frente a la fría severidad neoclásica del director inglés, decidido a cortar de raíz con cualquier atismo de frivolidad o de coquetería, Herreweghe plantea un Mozart donde la gracia, la delicadeza, el encanto, la sensualidad y hasta lo trivial cobran vital importancia.

Así las cosas, comprenderán ustedes que la interpretación de Herreweghe me convenza solo a medias. Mejor dicho: la mitad de ella. Y es que, como ya ocurría en su Sinfonía nº 39 que comenté en la correspondiente discografía comparada, los dos primeros movimientos defraudan de manera considerable mientras que los otros dos funcionan bastante mejor. El Allegro vivave inicial posee vida y animación, pero se ve lastrado por ese carácter aérero y ese fraseo un tanto pimpante tan caros al director: ahora resulta que Mozart, como la María de West Side Story, es bonito-muy-bonito. Peor aún el Andante cantabile, de una superficialidad y una falta de carácter dramático que reducen la pieza a una mera sucesión de sonidos hermosos. Sí que funciona a la perfección el Menuetto, dicho con ganas, con garra y con su adecuado punto de rusticidad. Y sencillamente espléndido –siempre que se perdonen la ligereza de la cuerda y los bramidos de las trompetas– el Molto allegro conclusivo, con las partes fugadas muy bien expuestas –mejor que con Gardiner– e impregnado de una animación, una vitalidad y un júbilo irresistibles.

Aún me queda por escuchar la Sinfonía nº 40 del mismo disco. Lo haré cuando ponga al día su discografía comparada.

jueves, 4 de agosto de 2016

¿Un millón de visitas?



Pues sí, eso es al menos lo que marca el contador oficial de Google: este blog alcanza ya más de un millón de visitas. Yo no me lo acabo de creer, porque en las últimas semanas he detectado una actividad anormal en la que se han acumulado los visitantes desde Estados Unidos. En cualquier caso, no puedo dejar de alegrarme. Muchas gracias a todos los que se pasan por aquí, y muy especialmente a quienes colaboran aportando sus opiniones. Brindo por ustedes con una buena jarra de cerveza bávara (la foto es de hace un par de semanas en Múnich). Hasta la próxima.

martes, 2 de agosto de 2016

Gardiner, un Mozart sin corazón

Aunque ya tenían estas obras grabadas para Philips, John Eliot Gardiner y sus English Baroque Soloists decidieron registrar nuevamente las Sinfonías nº 39 y 41 de Mozart en 2006, esta vez para su propio sello, Soli Deo Gloria, y haciéndolo de una manera muy particular: grabando en directo y vendiendo los discos... ¡la misma noche del concierto! En la notas de la carpetilla se explica cómo se realizó tan meritoria hazaña técnica, que como es comprensible la mayoría de los músicos prefieren no intentar. Pero eso ahora es lo de menos.


Sobre la primera de las obras escribí lo siguiente en la correspondiente discografía comparada:
"Muy buena toma sonora en vivo –realizada en una sola noche y sin correcciones, y por ello acusando algún fallo de ejecución– que recoge de modo fidedigno el Mozart de Gardiner, seco y adusto como pocos, recortado en el fraseo, por completo alejado de la emotividad lírica, de la sensualidad y de la hondura humanística, pero al mismo tiempo lleno de electricidad controlada, vibrante y de implacable sentido dramático, entendiendo por esto tanto la presencia de elementos lacerantes como la referencia al mundo de lo operístico tan presente en el último Mozart sinfónico. Únicamente las ornamentaciones del trío en el Menuetto –incisivo y rústico mucho antes que risueño, eso desde luego– pone una nota de color en esta lectura cincelada en severo granito neoclásico."
De nota le puse un 8 sobre 10: me interesó bastante la aproximación y el resultado musical, aun lejos de parecerme el ideal, me gustó. Pues bien, acabo de escuchar la nº 41 y me ha hecho mucha menos gracia. Le podría un 6,5 o un 7. ¿Tanta diferencia hay? Creo que no. De hecho, todo lo arriba escrito es aplicable a esta Júpiter, con la excepción de las ornamentaciones en el Menuetto y de los fallos de ejecución: ahora no hay ni lo uno ni lo otro. ¿Entonces?  Quizá la culpa sea mía, que me he escuchado hace poco a unos tales Otto Klemperer y Daniel Barenboim en esta misma página. O tal vez sea que la hondura de la genial KV 551 no casa bien con las maneras de hacer de Sir John. Lo cierto es que este me ha parecido un Mozart no ya severo, adusto y poco amigo de la galantería rococó, lo que está muy bien –el citado Klemperer y  George Szell, por citar dos casos significativos, eran unos verdaderos maestros a la hora de ofrecer un enfoque semejante–, sino excesivamente seco, rígido, mecánico y sin alma. Que en el clímax del Andante cantabile Gardiner se decida, por fin, a ofrecer acentos más o menos dolientes, o que en el movimiento final haya un considerable despliegue de energía, sirve de poco en medio de la frialdad generalizada. Este es un Mozart sin corazón.

Claro que no es eso lo que más me ha llamado la atención, porque las maneras de hacer de este señor ya me las conocía, sino una muy seria cuestión técnica: hay muchas líneas en las maderas que se escuchan menos de lo que debieran o, sencillamente, apenas se escuchan, con la subsiguiente pérdida del tejido polifónico aquí fundamental. Mosqueado por el asunto, he acudido a mi estantería y he vuelto a escuchar parte de la interpretación grabada para Philips allá por 1986: segundo movimiento completo –ahí es donde eché la claridad más en falta– y fragmentos de los otros tres. La audición ha sido reveladora: no solo ahí sí que se escucha el entramado de las maderas con un correcto equilibrio de planos, sino que además la orquesta suena bastante menos ácida, el fraseo no es tan recortado y el vuelo lírico no se encuentra tan ausente como en la interpretación de 2006. Sencillamente, con el tiempo Gardiner se ha vuelto más radical en sus planteamientos sonoros y más gélido aún en lo expresivo. Y más descuidado en lo técnico. Así de simple.

lunes, 1 de agosto de 2016

Debussy poco impresionista por Maazel

Me gusta tanto esta música que no he podido resistir la tentación de volver a escuchar este registro realizado por los ingenieros de RCA en el que Lorin Maazel dirige a la Wiener Philharmoniker, en la Musikverein de la capital austríaca, tres de las mayores obras maestras de Debussy: La mer, Nocturnes y Jeux. Interpretaciones caracterizadas todas ellas por un virtuosismo extremo –con alguna excepción a la que más tarde haré referencia– y por un concepto que se aleja de las brumas impresionistas, para apostar por una tímbrica incisiva y un fraseo anguloso que resultan bastante atractivos. Ahora bien, los resultados son todo lo irregulares que uno se puede esperar tratándose del director franco-norteamericano.


La interpretación de El mar la comenté en una discografía comparada. Escribí de ella lo siguiente:
"Como era de esperar, máxime teniendo a su servicio a una orquesta tan portentosa, Maazel hace gala de su técnica de batuta regalándonos una interpretación asombrosa por su plasticidad, riqueza de colorido y admirable tratamiento de las texturas. Por desgracia, hay alguna frase un tanto redicha derivada del narcisismo marca de la casa, y además la planificación horizontal no está siempre cuidada: los respectivos finales de los movimientos extremos distan de convencer."
Tras la nueva audición, me queda más claro aún que a los referidos finales les falta carácter visionario: hubiera sido necesaria una acumulación de tensiones más minuciosamente calculada. Añadiré además que el movimiento central resulta un punto más nervioso de la cuenta, aunque el carácter “espumeante” de esta pieza está por completo conseguido y la tímbrica sea de una riqueza tan abrumadora que no puede sino conducir a la fascinación, algo con lo que tienen no poco que ver las archiconocidas cualidades de la Filarmónica de Viena.

Los Nocturnos recibein una interpretación trazada con excelente pulso, sin puntos muertos, impregnada de cierto aire “juvenil” y extrovertido que aporta frescura y comunicatividad. Ahora bien, Maazel parece bastante más preocupado por el trazo global que por el matiz expresivo y no termina de destilar toda la poesía necesaria. En este sentido, Nubes funciona muy bien pero podría resultar más misteriosa. Fiestas, llevada a un tempo muy rápido, resulta más un ejercicio de virtuosismo que otra cosa, y se ve lastrada por una sección central tratada por la batuta con desconcertante tosquedad. En Sirenas, no muy voluptuosa pero tímbricamente fascinante, sobresale el fenomenal trabajo del Schoenberg Choir, que juega de manera muy acertada con diferentes vocalizaciones de su parte.

La joya del disco es Jeux, sin la menor duda. Mientras un Haitink apostaba por la sensualidad y el misterio, haciendo la obra aún más hermética de lo que ya lo es, y un Boulez se empeñaba en demostrar lo mucho que su propia música –en especial las Notations– deben a esta partitura, Maazel se decanta por por un trazo anguloso, unas texturas incisivas y un desarrolladísimo sentido teatral, poniendo de relieve los vínculos de esta música con El pájaro de fuego –esta conexión con Stravinsky ya la puso de relieve mi amigo José Sánchez Rodríguez en la revista Ritmo– y aportando frescura, inmediatez y comunicatividad al resultado, que a mi entender es referencial.

La toma sonora recoge de manera admirable la tímbrica plateada de la extraordinaria orquesta austriaca, pero tiene un problema: al haberse realizado a un volumen más bien alto, la gama dinámica no es todo lo amplia que debiera. Aun así, disco imprescindible por la versión de Jeux. En Amazon pueden encontrar con facilidad su edición en serie barata a cargo de Sony Music.

La Bella Susona: el Maestranza estrena su primera ópera

El Teatro de la Maestranza ha dado dos pasos decisivos a lo largo de su historia lírica –que se remonta a 1991, cuando se hicieron Rigoletto...