Es esta una Novena muy hermosa. La sonoridad que extrae de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar no es la más beethoveniana de las posibles, pero sí es cálida, sensual incluso, muy equilibrada entre las diferentes familias y poseedora de cierta impronta centroeuropea que no se aprecia, por ejemplo, en las brillantísimas orquestas norteamericanas. El fraseo es amplio, noble y elocuente: a veces parece que estamos escuchando a Colin Davis. El trazo es refinado, atento a las todas las líneas instrumentales y muy cuidadoso con las dinámicas. Todo en una línea absolutamente tradicional: ni un solo guiño a la corriente historicista.
Sin embargo, falta algo. Algo que en modo alguno tuvieron o tienen todos los grandes directores de la tradición, ni siquiera la mayoría, pero sí los más grandes: esa combinación de sentido dramático, hondura filosófica y carácter visionario que convierten la audición en una experiencia mucho más allá de la mera delectación en la belleza sonora. El primer movimiento está muy correctamente planificado (¡qué bien se escuchan las figuraciones de la cuerda sin que se pierda el carácter brumoso en el arranque!), pero se echan de menos ese desgarro trágico, ese impulso desesperado que lleva hasta unos clímax abrumadores, esa sinceridad expresiva de las interpretaciones que todos tenemos en mente. Algo parecido ocurre con el Scherzo, que no suena mecánico pero sí un tanto insulso. En el Adagio molto e cantabile Dudamel se pone las pilas y destila un sentido melódico admirable, pero de nuevo algo no termina de funcionar. La sonoridad no solo es bella, sino también un punto blanda, por momentos relamida por la abundancia de portamentos. Poco a poco el maestro se va centrando, pero al llegar a los dos grandes clímax del final del movimiento, esos metales que interrogan al Más Allá no suenan con el desgarro que deben. El desesperanzado silencio que obtienen por respuesta no posee sentido dramático. No pesa.
Lo mejor esté en el Himno a la Alegría. Nada dramático, desde luego. Tampoco épico o militarista (imposible aquí olvidar los horrorres filonazis de Karajan). Simplemente luminoso, optimista, risueño. Magníficamente cantado por la cuerda y expuesto con elegancia, aunque también algo descafeinado. Con todo, hay un pasaje verdaderamente mágico, ese en el que el coro dice aquello de "¿Os postráis, millones de criaturas? ¿No presientes, oh mundo, a tu Creador?". Aquí sí, aquí Dudamel se eleva altas cotas de inspiración. Quizá porque se siente más a gusto con el trasfondo afirmativo de la interrogación que con los terrores, las inquietudes y los desafíos al Altísimo que le han precedido. Al final, la suya resulta ser una Novena consoladora. Insisto en que muy bella. Y en exceso plácida.
Ah, muy digno el cuarteto (Mariana Ortíz, J’nai Bridges, Joshua Guerrero y Soloman Howard) y bastante buena pero no óptima la toma sonora, que circula en formato de alta definición. Si pueden, escúchenla. No parece Dudamel. Mejor dicho: es otro Dudamel. Uno de los posibles.
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