miércoles, 30 de abril de 2014

Payasos en La Zarzuela

Ha sido la primera vez que he escuchado Black, el payaso, la opereta que compuso Pablo Sorozábal sobre libreto de Francisco Serrano Anguita y conoció su estreno en Barcelona el 21 de abril de 1942. Debo decir que me ha encantado: sus melodías vuelan alto, su emotividad es sincera pese a la dosis de edulcoramiento propia del género, su orquestación manifiesta un pleno control de los medios y sus planteamientos rítmicos y armónicos le otorgan cierto aire moderno –relativo: en la fecha de la que hablamos ya ha pasado mucha agua bajo el puente– que aportan frescura sobre otras páginas del autor más célebres, pero a la postre en exceso convencionales. Pagliacci sí que es vieja conocida, para mí y para todo el mundo. Hay quienes opinan que su música se encuentra sobrevalorada: estoy de acuerdo, pero la integración entre la música y el texto escritos por Leoncavallo funciona con tal perfección teatral que el resultado es una obra maestra del género operístico.


La yuxtaposición en una sola velada de ambas creaciones ha sido, más allá de la ambientación circense de las mismas, un gran acierto por parte del Teatro de la Zarzuela, como se explica con mucho fundamento en unas notas –sin firma– incluidas en la página 10 del libreto editado para la ocasión:
“(...) la idea que une ambas obras no es tanto la condición de cómico del protagonista sino la propuesta del teatro dentro del teatro. En los dos casos, la supuesta realidad que viven los personajes se abre paso hasta la ficción que están representando para mezclarse sobre las tablas y confundir a los espectadores. En ambas obras, en la opereta y en el drama, el público que hoy puebla el patio de butacas asiste a un juego de espejos en el que realidad y ficción, sinceridad e impostura, originalidad y representación se entremezclan hasta resultar si no indistinguibles, al menos sí intercambiables”.
Semejante juego de espejos es multiplicado en su complejidad por la extraordinaria propuesta escénica –producción de 2006 para el Teatro Español– realizada por Ignacio García sobre la opereta de Sorozábal, haciendo que toda la acción –no solo su arranque– transcurra dentro de un escenario circense, difuminando aún más la línea divisoria entre realidad, escena y “teatro dentro del teatro”. Todo ello realizado con perfecto dominio de los recursos teatrales y mucha inteligencia, apoyándose además en el hermoso vestuario de Pepe Corzo y en la espléndida luminotecnia de Paco Ariza. Más discutible, pero a mi entender afortunada, la decisión de sustituir el final feliz original por uno más bien triste –sirviendo además de puente hacia la obra de Leoncavallo–, así como la de eliminar la mayor parte de los diálogos para enlazar los diferentes números musicales a través de una narración a cargo del admirable actor (nominado a los Goya por la película Blancanieves) Emilio Gavira. Eso sí, me parece que en el libreto editado por el Teatro de la Zarzuela se deberían haber explicado mejor estas modificaciones.

En cuanto a la escena de Pagliacci, esta sí nueva producción, poco hay que decir: encaja muy bien con la anterior, posee personalidad dentro de su ortodoxia y está admirablemente realizada, aunque cosas aún mejores se han visto (pienso ahora en la realización de Del Monaco y, sobre todo, en la película de Zeffirelli).

Los protagonistas musicales masculinos fueron Juan Jesús Rodríguez y Jorge de León, Black y Canio respectivamente. Artistas ambos que suelen gustar mucho a un determinado de público: al más tradicional, al que se recrea antes en la fuerza de la voz como fenómeno natural –en su potencia, su tímbrica, su fiato, su maleabilidad y su brillantez en los agudos– que en la musicalidad, en la atención al matiz expresivo o la capacidad para la introspección psicológica. Por ello mismo son, a mi entender, cantantes irregulares, un tanto sobrevalorados, aunque en esta velada del sábado 26 de abril –última en la que se presentaban como protagonistas tras varias semanas de actividad– me parecieron formidables: el barítono onubense por su empuje algo primario pero muy efectivo en Sorozábal, el tenor tinerfeño por la seguridad técnica –de la que no siempre hace gala–, por el arrojo, por la intensísima expresividad netamente verista que ofreció y, también, por sus esplendorosos agudos. Su “Vesti la Giubba”, a pepinazo limpio pero sin tosquedades ni excesos, nos puso a todos –calurosísima reacción del público– los pelos de punta. No creo que le vuelva a escuchar a este señor, sin duda aquí en su elemento, algo aún más extraordinario.

La en otros tiempos ubicua María José Moreno –quién la ha visto y quién la ve desde que rompió con su agente, esto es, el mismo que ahora lleva a De León– se encargó de los principales roles femeninos en ambos títulos. Vocalmente la encontré peor que hace años, quizá mejor en los agudos pero con un centro considerablemente más pobre. En cualquier caso sigue siendo una espléndida cantante, cosa que demostró no tanto en una Princesa Sofía meramente cumplidora –a decir verdad el papel tiene poquito interés– como en una Nedda muy musical, venturosamente nada pizpireta en su aria, que supo estar a la altura en los complicados giros psicológicos de todo el cuadro final de la ópera de Leoncavallo.

Zarzuela 2014 Pagliacci Fabial Veloz Emilio Gavira

Los demás ofrecieron buen nivel medio. En la obra de Sorozábal brilló con luz propia el White de Rubén Amoretti, sensacional como cantante y como actor. Funcionó sin problemas Javier Galán como Dupont (el verdadero rey al que suplanta Black por amor a la princesa) y cumplieron de manera aceptable Nuria García-Arrés y José Manuel Montero. Notabilísimo el actor MIguel Palenzuela como Gregorio Zinenko. En Leoncavallo estuvo estupendo Fabián Veloz como el rencoroso Tonio (el barítono argentino se encarga también de Black en el segundo reparto). El siempre sólido Carlos Bergasa aportó su enorme profesionalidad como Silvio. Correcto David Menéndez en la bonita serenata de Arlequín.

Total, que hubiera sido una velada lírica absolutamente redonda de no ser, ay, por el batutero de turno, un tal Domenico Longo –discípulo de quien se encargó de la mayor parte de las funciones, Donato Renzetti– que, si bien es cierto que hizo sonar a la Orquesta de la Comunidad de Madrid por encima de su nivel medio habitual, se limitó a inyectar energía y decibelios a Black, el payaso para luego pasar como una apisonadora sobre la partitura de Leoncavallo: no es ya que dirigiera muy aprisa y sin la menor atención al matiz, es que la vulgaridad e incluso la grosería fueron su rasgos más señalados. Un horror que, afortunadamente, no nos impidió disfrutar de los muchísimos aciertos de esta singular propuesta. Así da gusto venir a La Zarzuela

lunes, 28 de abril de 2014

Antonini con la Nacional: la fiera se amansa

Me llevé una sorpresa ayer domingo 27 con la interpretación del Concierto para violonchelo de Schumann a cargo de la Orquesta Nacional de España con Giovanni Antonini y la joven Sol Gabetta: esperaba una dirección pedante y fuera de estilo, probablemente precipitada y/o trivial, de cara a la galería, pero con una solista de gran musicalidad que compensase los desmanes de la batuta. Pues no, estaba completamente equivocado. El líder de Il Giardino Armonico amansó su fiereza y ofreció una recreación no solo ajena a las influencias historicistas (¡quién lo diría!), sino muy ortodoxa, sensata y musical, de trazo sólido –sin precipitaciones ni altibajos en la tensión–, arquitectura bien delineada y adecuado equilibrio entre los aspectos expresivos de la sublime partitura.

Sol_Gabetta

La que me pareció fuera de tiesto fue la violonchelista argentina: extrajo de su Guadagnini un sonido de incuestionable belleza y fraseó con enorme cantabilidad, pero su visión de la obra resultó excesivamente dulce y ensoñada, además de ajena a los aspectos dramáticos de la misma. Todo muy bonito, sí, pero muy superficial, y por ende poco emotivo. La propina, sorprendentemente, fue con orquesta: una transcripción de Après un rêve de Fauré en la que Gabetta se le fue otra vez la mano con el tarro de la miel.

Misa en Do menor de Mozart en la segunda parte, nada menos, en edición con reconstrucciones de Heltmur Eder. Aquí Antonini sí que dejó entrever su procedencia historicista, pero solo en la moderación del vibrato y en la relativa agilidad de la articulación, porque a decir verdad fue la suya una interpretación de nuevo muy sensata que supo destacar el clasicismo de la obra sin interés alguno por subrayar sus deudas con el pasado barroco y rococó, aunque desde luego –eso hubiera sido imposible con semejante director– sin mirar al futuro; por eso mismo, precisamente, quien escribe estas líneas echó de menos el pathos que otros directores (Leppard, Bernstein) imprimen al genial Kyrie. En cualquier caso fue una notable recreación, dicha con vitalidad y empuje, en la que los valores teatrales de la partitura, diríase que operísticos, se pusieron por encima de los espirituales.

La soprano Aida Garifullina, a despecho obvias insuficiencias en el grave, realizó una aceptable labor, como también lo hizo su compañera Gaëlle Arquez. Los solistas masculinos suelen pasar desapercibidos en esta obra, y eso lo que pasó con el tenor Topi Lehtipuu –primera vez que le escucho en directo– y con el bajo Sebastian Pilgrin. El Coro Nacional de España realizó un buen trabajo al tiempo que la orquesta sonó de manera formidable, no solo por la incuestionable dedicación de un Antonini que se debe de haber entregado muy a fondo como principal director invitado de la temporada: ¡que maravilla el progreso de la ONE a lo largo de estos dos últimos años! Eso sí, el ritual de que el concertino salga a recibir aplausos antes de afinar me sigue resultando un poco ridículo, la verdad.

jueves, 24 de abril de 2014

La grandeza de la música

“Creo que la Música nos da las herramientas para comprendernos a nosotros mismos, para comprender el mundo, para comprender las relaciones entre los seres humanos, para comprender las relaciones de la gente con la política, con el gobierno, con Dios… con cualquier cosa que queramos o en lo que estemos interesados. Porque la Música está hecha por los hombres; fue creada por las personas de los último trescientos o cuatrocientos años que no eran solo especialistas en contrapunto, ritmo y melodía, sino que también grandes personas que tenían algo importante que decir sobre la condición humana. Lo dijeron con sonidos porque eran músicos. Esta es la grandeza de la Música.”

Estas reflexiones no son mías (¡ya me gustaría explicarme así!), sino de Daniel Barenboim, quien en abril de 2011 las ofreció al público que abarrotaba el gran hall –antigua sala de turbinas– de la Galería Tate Modern de Londres en medio de un breve recital pensado para promocionar el disco Chopin que editó Deutsche Grammophon. Un recital que tienen ustedes en YouTube y que les recomiendo que no se pierdan: a mí me ha gustado tanto que me lo he pasado a DVD. Escuchen a Chopin pensando en estas palabras del maestro –y sonando en sus manos– y se darán cuenta de qué es lo que realmente hace grande su creación. Mis palabras aquí sobran por completo.

martes, 22 de abril de 2014

Ministriles para la Vera+Cruz

Suelen muchos cofrades ser reacios a las innovaciones más o menos esteticistas que, bien por oponerse a la imparable degradación estética de la Semana Santa andaluza, bien por darse un barniz de exquisitez que disimule su auténtica falta de tradición y/o devoción, andan algunas hermandades incorporando a sus desfiles procesionales. En general estoy de acuerdo con ellos, pero en ocasiones estas aportaciones pueden resultar muy satisfactorias.

Es el caso del acompañamiento que la Hermandad de la Vera+Cruz de Jerez brindó el pasado Jueves Santo a su paso de misterio, un calvario con Cristo (espléndida imagen del siglo XVII) y los dos ladrones: en lugar de la música de capilla que venía llevando en los últimos lustros, se incorporaban los Ministriles Hispalenses, grupo de música antigua consagrado a los sacabuches, chirimías y percusiones que amenizaban los desfiles de la edad de oro de la ciudad de la Giralda. Las partituras, lógicamente, eran transcripciones de motetes religiosos de los Guerrero, Morales, Victoria y compañía, esto es, lo más granado del repertorio sacro de toda la música hispana.

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Ignoro si la Semana Santa de los siglos XVI y XVII llevaba algún tipo de acompañamiento más o menos parecido. Tampoco sé si existe algún precedente en tiempos cercanos, quiero decir, en estas últimas décadas en las que se ha recuperado eso de la “música antigua”. En Jerez con seguridad que no, y me parece que en Sevilla tampoco. Sea como fuere, a mí me parece un completo acierto, porque se trata de una música de extraordinaria calidad y porque esta misma pertenece a esa Contrarreforma en la que también hunde sus raíces nuestra Semana Santa. Habrá quien diga que no pega. Reconozco que a mí también me ha producido un efecto extraño, pero más bien por falta de costumbre: ¿acaso resultan adecuadas, tanto estética como espiritualmente, esas marchas de las agrupaciones musicales que parecen mucho más adecuadas, no soy el primero en decirlo, para un desfile de Moros y Cristianos que para acompañar escenas de la Pasión?

Otra cosa es que esta propuesta sea bien recibida y siente precedente. De los jerezanos desconfío bastante: Semana Santa tras otra compruebo –también en Sevilla, por cierto– que los pasos chimpuneros encuentran mucho más público a su alrededor que los que cuidan su estética de manera más exquisita. En cualquier caso, y aun habiendo sido deseable que hubiesen mimado el acompañamiento del Palio con la misma sensibilidad con que lo hacían hasta hace unos años, mi enhorabuena a la hermandad de la Vera+Cruz. Y bienvenidas sean las innovaciones mientras estas sean del mejor gusto.

domingo, 20 de abril de 2014

Boskovsky 1979: arrebatador

Ya se imaginarán los lectores que el título de esta entrada hace referencia al Concierto de Año Nuevo de 1979. La verdad es que nunca lo había escuchado y que me he llevado una gratísima sorpresa. Y no porque un servidor desconociera la valía de las interpretaciones de la música de los Strauss en manos del que fuera durante décadas concertino de la Filarmónica de Viena, en absoluto, sino porque en esta que fue la última de sus 25 comparecencias el 1 de enero en la Musikverein me ha parecido especialmente entusiasta, inspirado y arrebatador, a la altura de las más memorables ocasiones de esta cita a cargo de otros directores.

Concierto Año Nuevo 1979

No son necesariamente las de Willy Boskovsky la más redondas, perfectas e indiscutibles de las interpretaciones posibles. Se pueden echar de menos la elegancia de un Carlos Kleiber, el equilibrio de un Maazel, la sensualidad de un Prêtre, la delicadeza de un Ozawa, la rotundidad de un Muti, el sentido dramático de un Barenboim y, por descontado, la magia sonora de un Karajan, por citar a sus más celebrados sus sucesores en este evento, pero creo que ninguno de ellos, con la excepción de Kleiber en las polcas rápidas, le supera en vitalidad, energía –siempre bien controlada–, entusiasmo, desparpajo y convicción, atrapando al oyente de inmediato y dejándole sin respiro desde la primera pieza hasta la última.

Por otro lado, desde el punto de vista puramente sonoro la Filarmónica de Viena –en su mejor momento y con la extraordinaria belleza tímbrica que ya conocemos– está tratada con un sentido de la rusticidad que a mi entender le sienta muy bien a estas músicas y que, lejos de potenciar los aspectos más sinfónicos de las mismas o de buscar la sofisticación, miran cara a cara al mundo de lo popular al que tanto deben. Hay elegancia, por descontado, pero una elegancia más bien picarona y fresca, mientras que la ligereza no está entendida como ingravidez o falta de densidad sonora –la orquesta suena con cuerpo y robustez–, sino más bien como espíritu bullicioso y trepidante, y desde luego sin hacerle ascos a la rotundidad ni a la grandeza en los clímax. Eso sí, con tanta vehemencia se puede echar de menos la delectación en el fraseo, la sensualidad y el carácter evocador que consiguen otros directores, pero ya hemos dicho que estas lecturas de Boskovsky no son definitivas, sino una opción más que se encuentra aquí inmejorablemente realizada.


Ha publicado Ángel Carrascosa en su blog una lista con “versiones 10” de obras de la Dinastía Strauss, que pueden ustedes consultar en el siguiente enlace. En ella se recogen varias de las interpretaciones de este concierto. No estoy muy seguro de que sean exactamente esas las que escogería: desde luego me parecen sensacionales las recreaciones de la polca Moulinet de Josef Strauss, una verdadera delicia, o de la celebérrima Tik-Tak Polka  de Johan Strauss II, pero páginas como Vino, mujeres y canciones, del mismo autor, creo que aún podrían estar más paladeadas. Al mismo tiempo, yo metería en mi particular lista la polca Sin frenos, de Eduard Strauss, e incluso la obertura de La bella Galatea, única incursión de Suppé en el programa. Matices sin importancia, en cualquier caso: todo aquí oscila entre lo excelente y lo genial.

Dos cuestiones técnicas. Una, que siendo esta la primera toma sonora digital realizada en Europa, el sonido no termina de convencer ni siquiera con el reciente 96kHz 24-bit Super Digital Transfer: más adelante se han hecho cosas muchísimo mejores en estos conciertos del 1 de enero. Segunda, que la edición que yo he manejado, la de la colección Decca Legends –arriba tienen la carátula–, se encuentra en un solo compacto que se extiende hasta los 81’05’’, todo un récord, pero deja fuera nada menos que Música de las Esferas. Quienes quieran el programa completo tendrán que buscar la edición en 2 CDs que salió en la colección The Classics Sound. En un formato u otro, nadie debería perderse esta joya.

miércoles, 16 de abril de 2014

Las Siete Palabras (x 3) a la húngara

¿Ha escuchado usted Las siete palabras, ya sabe, la obra que Franz Joseph Haydn escribió a raíz de un encargo realizado desde Cádiz en 1786? Supongo que sí. En caso negativo, no sabe lo que se está perdiendo. ¿Y la versión oratorio, es decir, con coro y solistas vocales? Porque lo habitual es escuchar la partitura en sus versiones originales para orquesta o para cuarteto de cuerdas, pero no la sinfónico-coral, que es más tardía. Pues miren, les confieso que esto último yo no lo he hecho hasta hace unos días, y que he quedado por completo maravillado. No diría, desde luego, que es superior a las otras dos, pero tampoco me parece inferior: la increíble belleza de la inspiración haydiniana adquiere además nuevos colores y se enriquece con diferentes perspectivas.

Ferencsik Haydn Siete Palabras

Por eso mismo les traigo aquí, en plena Semana Santa, este triple compacto que compré en Diverdi antes de su desaparición y que ofrece la oportunidad de meter en la discoteca de una tacada las tres versiones en lecturas de nivel francamente alto. Se trata de la reunión en un estuche de tres grabaciones realizadas en 1978 (cuarteto de cuerdas), 1979 (oratorio) y 1981 (orquesta, ya en digital) por el sello Hungaroton contando con fuerzas locales de no escaso prestigio: La Orquesta Estatal Húngara bajo la dirección de János Ferencsik por un lado y el Cuarteto Tátrai por otro.

Las recreaciones del ya por entonces muy veterano maestro de Budapest me parecen espléndidas. Cierto es que las sonoridades son demasiado densas, al menos para oídos acostumbrados a recreaciones historicistas (conozco las recreaciones orquestales de Barry Sargent y Jordi Savall, además de una de Muti en Salzburgo y la que le escuché en directo a Brüggen en Córdoba). También es verdad que en el terremoto se echan de menos incisividad y sentido dramático. Pero a pesar de lo dicho, se trata –en los dos casos, versión orquestal y oratorio– de admirables interpretaciones que se caracterizan por su hondura, calidez, concentración y carácter reflexivo, pero sobre todo por su intensísima espiritualidad, muy por encima de los aspectos galantes, delicados y apolíneos de la obra, que también existen y son los que más parecen interesar al mundo de los instrumentos originales.

Hay quien verá aquí un exceso de pathos, pero a mí no me lo parece: creo que esta música ante todo debe ser religiosa en el más amplio sentido del término, y que por ende debe ir mucho más allá de la mera belleza sonora, que por lo demás está garantizada. Bueno, hay que hacer la excepción del mediocre bajo (József Gregor)y de un tenor (Gÿorgy Korondi), una soprano (Veronika Kincses) y una contralto (Klára Takács) que tampoco parecen gran cosa, pero la verdad es que los cuatro solistas cantan muy poco y el resultado global no se ve apenas empañado. La orquesta rinde a buen nivel, como también lo hace el Coro de Budapest. Las tomas sonoras, algo difuminadas pero muy notables.

Por otro derrotero muy distinto discurre la interpretación del Cuarteto Tátrai: aquí priman la teatralidad, el carácter dramático y hasta el desgarro emocional, dejando bien claro el carácter luctuoso (y programático, no se olvide) de la genial partitura, aunque el fraseo, venturosamente, posee la adecuada elegancia clásica y nunca se llegue a perder el equilibrio expresivo. Eso sí, no se puede pasar por alto que la afinación del por otro lado muy incisivo y vehemente violín de Vilmos Tátrai deja en ocasiones bastante que desear, como también un equilibrio polifónico en el que el líder del grupo suele salir en exceso beneficiado. De todas formas, notable y muy atractiva interpretación que complementa con toda dignidad a las otras dos.

Como hay pocas grabaciones de la versión oratorio, este triple CD editado en 2009 se recomienda por sí solo. No es fácil de encontrar, así que ánimo con la búsqueda, que yo me dedicaré a localizar la versión para piano solo.

jueves, 10 de abril de 2014

Sheherazade, de Rimsky-Korsakov: discografía comparada

No creo que Scheherezada, Scheherazade o como demonios se escriba necesite presentación alguna por mi parte. Baste recordar que Rimsky-Korsakov la compuso en 1888 y que sus movimientos son los siguientes:

1 - El mar y la nave de Simbad.
2 - La historia del príncipe Kalendar.
3 - El joven príncipe y la joven princesa.
4 - Festival en Bagdad. El barco se estrella contra un acantilado coronado por un jinete de bronce.

Lo que sí podemos apuntar, antes de pasar a nuestro habitual repaso de versiones discográficas, es que se adivinan tres grandes líneas interpretativas: la rusticidad y el sentido teatral de corte ruso, la opulencia y densidad germánicas, y el sensual difuminado protoimpresionista de sabor francés. Markevitch, Karajan y Ozawa son ejemplos claros de cada una de ellas, aunque la mayoría de los directores se mueven en una zona intermedia de este triángulo acercándose a uno u otro de sus ángulos en función de su particular sensibilidad.



Sheherazade Monteux San Francisco

1. Monteux/Sinfónica de San Francisco (RCA, 1942). Una duración de 38’46’’, cuando la media se acerca a los tres cuatros de hora, ya nos pone en alerta ante una interpretación que, efectivamente, no se encuentra muy paladeada y está fraseada sin grandeza ni sensualidad, sino más bien con cierto nerviosismo. A cambio, el ya veterano maestro parisino –sesenta y siete años contaba por entonces– nos entrega una buena dosis de energía y sentido teatral, también algún que otro exceso, en una interpretación que resulta ante todo vivaz, colorista y pintoresca. Así las cosas, lo menos convincente es un tercer movimiento muy rápido y dicho de pasada, y lo mejor una fiesta en Bagdad muy vistosa, seguido por un naufragio de gran fuerza expresiva. La orquesta norteamericana, como era de esperar, está lejos de los estándares de hoy día; Monteux, curiosamente, no la hace sonar muy a la francesa, sino más bien con cierta rusticidad sonora. El violín de Naoum Blinder aporta poco. (7)


Sheherazade Fricsay

2. Fricsay/Sinfónica de la Radio de Berlín (DG, 1956). Toma monofónica de muy buena calidad para una interpretación de enfoque muy germánico, de sonoridades densas y robustas, apreciable pathos y tempi deliberados –lentísimos en el tercer movimiento–que permiten paladear las melodías con extraordinario primor y rica acentuación. El problema es que con semejante enfoque al maestro se le va un poco la mano y el resultado es un tanto pesante, sin todo el sentido narrativo que debiera y no siempre con toda la poesía posible; el pulso mejora de manera considerable en un cuarto movimiento mucho más ortodoxo y con mucha garra. (7)


Sheherazade Beecham

3. Beecham/Royal Philharmonic (EMI, 1957). Notabilísima realización que opta por lo atmosférico, sensual y evanescente sin perder pulso y sin caer en el narcisismo, todo ello evitando igualmente la tosquedad y lo efectista. Sólo se echa de menos un punto más de tensión dramática y de variedad expresiva, como también de claridad orquestal. Muy bueno el violinista, aunque quizá no todo lo poderoso y rebelde que debiera en determinados momentos. Toma sonora espléndida para la época. (8)


Sheherazade Von Matacic

4. Von Matacic/Philharmonia (EMI-Testament, 1958). Respaldado de manera inmejorable por la formación de Klemperer, que ofrece una verdadera lección de virtuosismo –impresionante la Fiesta en Bagdad–, el maestro croata ofrece una interpretación rigurosa en todos los sentidos, esto es, trazada de manera ejemplar, ajena a cualquier devaneo sonoro y al orientalismo de bazar, y bien tensada hasta alcanzar momentos muy escarpados y de gran carga dramática –choque de Simbad contra las rocas–, pero también en exceso sobria y objetiva, ajena a la poesía, a la sensualidad y a la magia sonora que sin duda piden los pentagramas. Un poco como si el titular de la Philharmonia –no muy inspirado el violín, por cierto– hubiera estado vigilando desde los pasillos del estudio de grabación… Buen sonido estereofónico. (7)



5. Kletzki/Philharmonia (EMI, 1959?). La Philharmonia vuelve a mostrarse pletórica en esta interpretación que sigue la misma línea de la realizada poco antes con Von Matacic, es decir, sobria, rigurosamente trazada y ajena a preciosismos sonoros, además de recorrida por un admirable carácter dramático, pero esta vez con un maestro que alcanza un grado bastante superior de inspiración y comunicatividad. El viaje de Simbad alcanza así una enorme grandeza, las aventuras del Príncipe Calender poseen elevado sentido narrativo y la fiesta en Bagdad resulta trepidante sin dejar de estar maravillosamente controlada. Un poco más de encanto y sensualidad en el tercer movimiento y esta interpretación podría considerarse como una de las referencias. El violín de Hugh Bean, por su parte, ofrece momentos muy encendidos. La toma sonora original parece extraordinaria pero, como ya expliqué en este blog, el ripeo de Lp realizado por Amazon resulta aberrante. (9) 
 
 
Sheherazade Bernstein

6. Bernstein/Filarmónica de Nueva York (Sony, 1959). Una pena que Lenny no volviese a registrar esta obra en su etapa de madurez, porque este temprano registro ya apunta maneras con un fraseo amplio y cantable –los tempi son lentos–, un buen sentido de los contrastes, algunas interesantes aunque no siempre convincentes aportaciones personales y, desde luego, la inmediatez y comunicatividad –admirable la Fiesta en Bagdad– que caracterizaban al artista norteamericano. Por desgracia, la poesía y la capacidad de fascinación que demandan los pentagramas no terminan de aflorar en esta en cualquier caso notable interpretación. Tampoco es que la New York Philharmonic y su concertino, John Corigliano padre, sean para tirar cohetes. Buena la toma estereofónica. (7)


Sheherazade Ansermet

7. Ansermet/Orquesta de la Suisse Romande (Decca, 1960). Esta justamente aclamada interpretación seduce inmediatamente por su frescura, inmediatez, vivacidad, rico sentido del color, encanto naif en su punto justo, brillantez sin excesos y fraseo de maravillosa naturalidad. Solo hay que reprochar el pasaje trivialmente resuelto del violín dialogando con la orquesta en los vaivenes marinos del primer movimiento y, desde luego, una Fiesta en Bagdad sin el carácter trepidante ni el virtuosismo –la orquesta tampoco es muy allá– de otras grandes lecturas. La toma sonora es portentosa para la época. (9)


Sheherazade Reiner

8. Reiner/Sinfónica de Chicago (RCA, 1960). En una línea épica, narrativa y espectacular es imposible superar este prodigio de frescura, tensión dramática y sincerísima comunicatividad, todo ellos sin recurrir a la brocha gorda ni al efectismo y sin perder el lirismo de los momentos más introvertidos. Sidney Harth sigue muy bien esta línea con un punto de rebeldía. Impresionante la orquesta, aprovechada de manera admirable por una batuta de no menor virtuosismo. (10)


Sheherazade Markevitch

9. Markevitch/Sinfónica de Londres (Philips, 1962). Una lectura muy alejada del narcicismo, lo preciosista y lo decadente, mucho antes narrativa y teatral que ensoñada, que en lo sonoro deja de lado cualquier hedonismo para decantarse por el contrario por una rusticidad y una aspereza bien entendidas que le otorgan un intenso sabor ruso. El trazo, por descontado, es irreprochable, la vulgaridad y el efectismo están por completo ausentes y la intensidad más sincera se pone siempre por delante. Erich Gruenberg está en la misma línea. Lástima que Universal se olvidara de ella: circuló en España en compacto en una colección de quiosco, pero en el momento de escribir estas líneas resulta ilocalizable. (9)


Sheherazade Stokowski LSO

10. Stokowski/ Sinfónica de Londres (Decca, 1964). Como era de esperar, el mítico Leopold juega la carta de la espectacularidad y el colorismo haciendo gala de su habitual mal gusto, siendo el resultado una lectura extremadamente vistosa pero gruesa y tendente a lo vulgar, poco matizada, estridente y con detalles chirriantes, amén de parca en lirismo y verdadera emoción. Menos mal que el violín de Gruenberg vuelve a estar magnífico. (6)


Sheherazade Karajan

11. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1967?). Un catálogo de todos los defectos y virtudes del maestro salzburgués, es decir, suntuosidad orquestal, contrastes dinámicos extremados, ampulosidad, detallismo, refinamiento, brillantez, sentido del color, algún capricho, etc. En conjunto va de menos a más. Schwalbé a veces resulta blando, quizá por culpa de la batuta. (8)


Sheherazade Rostropovich

12. Rostropovich/Orquesta de París (EMI, 1974). Con una batuta lenta y pausada pero no carente de pulso interno, un Rostropovich creativo y especialmente inspirado disecciona todos los ángulos de la partitura desde el punto de vista tímbrico y melódico al tiempo que despliega un arrebatador lirismo y, en el último número, una irresistible tensión dramática, todo ello sin caer en efectismos ni blanduras. El resultado sería una interpretación de absoluta referencia si no fuera porque el violín de Luben Yordanoff no ofrece especial personalidad. En su momento circuló una edición cuadrafónica: no perdemos la esperanza de que algún día se recupere esta imagen sonora original. (10)


Sheherazade Ozawa Boston

13. Ozawa/Sinfónica de Boston (DG, 1977). El maestro oriental es un verdadero mago de la elegancia, el refinamiento y el colorido sensual. Cuando la dosis de estos componentes es excesiva o no se acompañan de la suficiente tensión sonora, los resultados pueden ser superficiales e incluso blandos. Cuando se encuentran en su punto exacto y la sinceridad prima por encima del preciosismo, se puede alcanzar la excelsitud de esta Scheherazade desde luego mucho antes occidental que rusa y más ensoñada que narrativa, pero de una poesía naif –en el buen sentido– realmente embriagadora, de un virtuosismo supremo –tanto por la batuta como por la increíble orquesta– y de una belleza seguramente insuperada: el comienzo del tercer movimiento es de oírlo para creerlo. Magnífico el violín de Joseph Silverstein, y espléndida la grabación. Ha sido reeditada a precio barato en la serie Eloquence, así que su conocimiento es obligado. (10)


Sheherazade Kondrashin

14. Kondrashin/Concertgebouw (Philips, 1979). Pueden echarse de menos la electricidad y la rusticidad de un Markevitch, como también la brillantez de Reiner, pero esta interpretación es un prodigio por la plasticidad que la batuta obtiene de la prodigiosa orquesta, por su dulce ternura e intimismo que nunca se acerca a lo blando y lo amanerado, por su carácter sensual y atmosférico, por su comunicatividad y elocuencia, por su mágico perfume oriental, por la cantidad de detalles que se revelan en la orquestación sin renunciar buen pulso dramático, por la grandeza de sus momentos épicos… No hay palabras. Sensacional Krebbers. Otra referencia, magnificada además por una toma sonora portentosa. (10)


Sheherazade Celibidache DG

15. Celibidache/SWR Stuttgart (DG, 1982). Batiendo los récords de duración hasta la fecha (49’59’’, luego se superaría a sí mismo) y sacando petróleo de una orquesta que no es nada del otro jueves, el maestro rumano construye una interpretación muy personal –a veces en exceso–, minuciosamente diseccionada, atmosférica antes que descriptiva, dicha con tanta delectación como sensualidad, pero sin que decaiga nunca la tensión dramática –asombroso el arco de tensiones pese a la lentitud– y sin el menor asomo de blandura, aunque su visión sea –lógicamente– antes protoimpresionista que propiamente rusa. El violín de Hans Kalafusz evidencia un sonido algo débil al principio, pero en el cuarto movimiento –dolientes ruegos al principio del mismo, mágica paz del final- logra por fin estar a la altura. La toma sonora, excelente para ser de origen radiofónico. (10)



Sheherazade Celibidache DVD

16. Celibidache/SWR Stuttgart (DVD Euroarts, 1982). Filmada en estudio, sin espectadores, esta interpretación parece ser más o menos la misma que la editada en audio por DG. La filmación pierde de manera muy considerable en calidad sonora –monofónica y de discreta calidad–, pero nos permite a ver a Celi en acción y asistir a los ensayos. (10) 
 
 
Sheherazade Muti

17. Muti/Orquesta de Philadelphia (EMI, 1982). Esta interpretación a cargo de otra de las grandísimas orquestas norteamericanas es el reverso justo de la de Ozawa en Boston: Muti se deja de ensoñaciones orientalistas, perfumes embriagadores y delicadeza naif para ofrecernos en su lugar una lectura poderosísima, viril, por momentos muy escarpada y de enorme sentido teatral, además de dotada de una rusticidad sonora bien entendida –por descontado, la orquesta está soberbia– que sintoniza bien con la vertiente más puramente rusa de la partitura. El resultado carece de la magia sonora y el refinamiento que Ozawa obtenía en los movimientos centrales, pero en contrapartida los dos extremos alcanzan unas cotas inigualadas de tensión y fuerza dramática, todo ellos sin caer en lo cargante y sin la menor concesión al efectismo. Muy bien el violín de Normal Carol. (10) 
 
 
Sheherazade Dutoit

18. Dutoit/Sinfónica de Montreal (Decca, 1983). La excelencia de la toma sonora no logra disimular que ni la orquesta canadiense está, pese a su buen nivel, a la altura de las realmente grandes, ni Dutoit pasa de ser, en este repertorio, un maestro de enorme solidez capaz de ofrecer brillantez y musicalidad en su punto justos dentro de una irreprochable arquitectura sonora, pero carente de imaginación, riesgo y esa auténtica inspiración poética que demandan los pentagramas. El primer movimiento, en este sentido, queda bastante soso, aunque globalmente la interpretación sea notable. (7) 
 
 
Sheherazade Celibidache EMI

19. Celibidache/Filarmónica de Munich (EMI, 1984). Solo han transcurrido dos años, pero aquí Celi se pasa con los tempi hasta el extremo de que llegan a ser irritantes (54’11’, una barbaridad) y el conjunto, sin verse en absoluto afectado por la blandura, resulta construido de manera algo discontinua. Por lo demás hay que destacar un prodigioso sentido del color, de la atmósfera y de la sensualidad, así como la existencia de muchos detalles y descubrimientos, algunos de relevancia y otros más bien excéntricos. El violín se esfuerza, pero la extrema lentitud le juega alguna mala pasada. (9) 
 
 
Scheherazade Ashkenazy

20. Ashkenazy/Royal Philharmonic (Decca, 1985). Artesanía de primera fila esta interpretación versión colorista, refinada y naif en su punto justo, dicha con fluidez, buen sentido narrativo e irreprochable buen gusto, además de magníficamente dicha, a la que le falta por un lado mayor garra dramática y por otro mayor capacidad de fascinación sonora y poesía, sobre todo en el tercer movimiento. Bellísimos los diálogos del arpa con el violín sensible y delicado de Christopher Warren-Green. La toma sonora, sensacional. (9) 
 
 
Sheherazade Maazel

21. Maazel/Filarmónica de Berlín (DG, 1985). El maestro francoamericano deja a un lado esos amaneramientos en los que a veces cae para ofrecer una recreación sensata, muy bien paladeada, más orientada a la ensoñación sensual y evanescente proto-impresionista que a la narratividad o la brillantez, y por ello mismo necesitada en algún momento de un último punto de nervio, de garra. En cualquier caso, está espléndidamente dirigida y se encuentra tocada de fábula por una orquesta que justo ese año iba a ver seriamente deterioradas sus relaciones con Karajan. No en vano, Maazel se iba a convertir en uno de los favoritos a la sucesión. Admirable el violín de Leon Spierer, y notabilísima la toma de sonido gracias a su amplia gama dinámica. (9)

 
Sheherazade Mackerras

22. Mackerras/Sinfónica de Londres (Telarc, 1990). El imprevisible y desconcertante músico australiano ofrece una versión que busca acentuar los contrastes entre los movimientos extremos, una nave de Simbad enfrentada a una tormenta muy escarpada y una fiesta en Bagdad particularmente ágil y virtuosística, frente a unos movimientos centrales de una delicadeza más fría y exquisita que sensual o emotiva, justamente la misma líneas que ofrece el muy femenino violín de Kees Hulsmann. (7) 
 
 
Sheherazade Temirkanov

23. Temirkanov/Filarmónica de Nueva York (RCA, 1991). Ortodoxa, sensata, hermosamente sonada lectura que se queda algo corta de inspiración en los dos primeros números para en el tercero ofrecer una sensualidad, un refinamiento y una ternura fuera de lo común, con unas texturas un punto impresionistas. Convence asimismo en el cuarto gracias a su capacidad para ser brillante sin caer en lo atropellado ni en el escándalo gratuito. Glenn Dicterow, como la orquesta, está bien a secas. La toma sonora resulta un punto turbia, pero ofrece apreciable amplitud. (9)
 
 
Sheherazade Barenboim

24. Barenboim/Sinfónica de Chicago (Teldec, 1993). La batuta obtiene un admirable punto de equilibrio entre lo rústico, lo dramático, lo narrativo y lo lírico, evitando toda grandilocuencia pero consiguiendo una enorme grandeza. Administra además muy bien las tensiones, paladea las melodías con sosiego, gradúa con acertado sentido las dinámicas y ofrece más de un detalle personal. El problema es que se echa de menos algo más de ternura, sensualidad, vitalidad, chispa… De variedad expresiva, en definitiva, lo que no quita que haya momentos extraordinarios como el arranque del segundo movimiento –portentoso el modo en que frasean las maderas- o el choche de Simbad contra las rocas –increíbles, como siempre, los metales de Chicago–. Samuel Magad ofrece un sonido muy carnal. La toma sonora, en vivo, dista de ser todo lo buena que debiera. (8)
 
 
Sheherazade Ozawa Viena

25. Ozawa/Filarmónica de Viena (Philips, 1993). Pese a tener a su disposición a una orquesta casi tan virtuosística como la de Boston y con solistas aún más musicales, empezando por el violín maravilloso de Rainer Honeck, el maestro oriental no solo no supera su grabación para DG sino que da un paso atrás con esta lectura menos concentrada y paladeada, un punto blanda e incluso menos poética, particularmente en un tercer movimiento que ha perdido buena parte de su magia. El cuarto movimiento sí es magnífico, pero para entonces es ya demasiado tarde. La toma sonora, en vivo, tampoco iguala la magnífica anterior. (8) 
 
 
Sheherazade Gergiev

26. Gergiev/Teatro Kirov (Philips, 2001). Primer movimiento en exceso ampuloso y estudiado, poco natural. Segundo y tercero más que correctos, pero algo toscos, con escasa poesía y ninguna magia. Cuarto fogosísimo, muy tosco y de cara a la galería. Violín afectado y pretencioso. ¿Dónde demonios está la presunta sintonía del maestro ruso con este repertorio? Por si fuera poco, la confusa y reverberante grabación acentúa los defectos interpretativos. Disco sin interés. (6)

 
Sheherazade Van Immerseel

27. Van Immerseel/Anima Eterna (Zig-Zag, 2004). Primera y problamemente por muchos años única interpretación de esta obra con instrumentos originales. A mi entender estos no aportan nada especial, como tampoco lo hace el maestro belga: el trazo es cuidadoso, la orquesta responde muy bien –excelente el violín de Midori Seiler– y la batuta procura equilibrar brillantez, sensualidad y refinamiento en su grado justo, pero la poesía no aparece por ningún lado. Hacen falta imaginación, efusividad, colorido, entusiasmo... A la postre, una versión más. (7)

 

28. Nelsons/Orquesta del Concertgebouw (Blu-ray Cmajor, 2011). He aquí una interpretación de perfecta ortodoxia, en el punto justo de equilibrio entre lo ruso y lo digamos “occidental”, que alcanza el grado máximo de perfección merced a un Nelsons de técnica soberbia y enorme inspiración que derrocha sensualidad, colorido, capacidad para la narración y garra dramática, así como de atención al matiz expresivo, sin necesidad de inventar nada, de caer en la excentricidad o de abandonarse al narcisismo. Todo en esta interpretación es admirable, pero se podría destacar, por decir algo, cómo gradúa las tensiones desde un comienzo muy sensual y ensoñado hasta unos clímax de enorme grandeza en el primer movimiento. Cómo matiza con sutileza las dinámicas en el segundo. Cómo consigue esa difícil mezcla de ternura y pasión en el tercero. O cómo ofrece una agilidad y claridad extremas. En este sentido hay que quitarse el sombrero ante el virtuosismo literalmente insuperable de la orquesta holandesa, cuajada además de solistas de musicalidad asombrosa. Solo el violín, magnífico, vacila un poquito justo al final. Toma sonora absolutamenmte extraordinaria, sobre todo para quien disfrute de un equipo multicanal. (10)


   

29. Flor/Filarmónica de Rotterdam (YouTube, 2011). Después de una época donde pareció despuntar en el mundillo discográfico, Claus Peter Flor ha estado desaparecido durante lustros de hasta que el formidable canal de YouTube de Avro nos lo ha recuperado, fonográficamente hablando, con esta Sheherazade que, sin alcanzar el máximo grado de inspiración posible, rezuma intensidad, comunicatividad y sinceridad por los cuatro costados, como también una buena dosis de sensualidad, de lirismo bien entendido y de sentido épico, todo ello expuesto con una técnica formidable –espléndida gradación de tensiones en el primer movimiento, intensísimo clímax del tercero– y con enorme acierto a la hora de matizar las intervenciones solistas –memorables clarinete y corno inglés en el segundo–. La actuación del violín solista es algo irregular. (9)

lunes, 7 de abril de 2014

Prêtre en La Scala: Respighi y Franck a la francesa

Si todo ha salido bien, cuando estas líneas aparezcan en la red estaré en Roma, en compañía de mis alumnos de Primero de Bachillerato en un viaje a Italia como sustituto de otro profesor que a última hora ha tenido que darse de baja en la actividad. Por eso me ha parecido idea divertida ofrecer hoy estas reflexiones sobre un DVD que me compré el otro día en Valencia que comienza, precisamente, con las dos más conocidas partes del tríptico romano de Respighi, Fuentes de Roma y Pinos de Roma.

Se trata de un concierto ofrecido el 28 de febrero de 2011 por la Orquesta de La Scala de Milán bajo la dirección de un Georges Prêtre con nada menos que 86 años a sus espaldas, incluyendo en su segunda parte la Sinfonía de Cesar Franck. En realidad el concierto ya lo comenté en este blog cuando circuló de manera no comercial en la red. La diferencia es que ahora se lanza editado por Sony Classical: muy feo, por cierto, que la obra de Franck aparezca en la carátula del producto como mero bonus track, cuando su calidad es obviamente superior a la de los dos citados poemas sinfónicos (que a mí me gustan, desde luego, y de hecho ofreció aquí una comparativa discográfica de Fuentes).


 Aunque ya comenté estas filmaciones por extenso, voy a repetirme porque tengo algún que otro detalle que añadir. La interpretación de las dos partituras de Respighi se mueve, desde luego, por muy parecidos derroteros a la que le escuché en directo en Valencia cuatro meses después. Entonces me entusiasmó hasta el delirio, de lo que dejé aquí buena cuenta. Ahora me ha gustado un poco menos, en parte porque la formación milanesa evidencia unas limitaciones que no tenía la formidable Orquesta de la Comunidad Valenciana, y en parte porque la música suele gustar e impactar más en directo que escuchada en casa.

Se trata, ya lo dije en su momento, de admirables interpretaciones que podrían definirse como “de línea francesa”, más concretamente de corte impresionista: elegantes, refinadas sin llegar al narcisismo, de un desarrolladísimo sentido de las texturas y un colorido pastel muy sensual, además de muy efusivas en el fraseo; este es amplio y ofrece gran concentración, por lo que no hay caídas de tensión a pesar de la lentitud de los tempi. El dominio de la agógica por parte del maestro resulta realmente asombroso, como demuestran los hallazgos en el Tritón o las muy personales y creativas transiciones entre las tres últimas fuentes.

En Pinos hay que destacar el encanto algo naif en Villa Borghese, como también el impresionante crescendo en las catacumbas; en el Gianicolo hay toques de muy atractivo amargor en el fraseo de la cuerda, casi al final de la intervención de esta sección, mientras que la marcha, muy lenta y ampulosa, impresiona sin llegar a caer en la pesadez. Por poner algún reparo a la labor de batuta, se podría argüir una visión un tanto tópica de estas obras, así como cierta falta de tensión dramática en algún momento, pero desde luego las realizaciones son de enorme altura, por momentos fascinantes.


Alto nivel también en la segunda parte. Haciendo gala de un fraseo tan cantable como flexible y de un espectacular dominio de la agógica, pero teniendo que lidiar con una orquesta con limitaciones –los metales suenan algo verbeneros en la coda final–, el veterano maestro ofrece una recreación de de la Sinfonía de Franck marcadamente francesa, si me permiten caer de nuevo en el tópico: sensual y hedonista en el buen sentido, de colores pasteles y difuminados, texturas cálidas al tiempo que con un punto de levedad, y un muy particular sentido de la elegancia. Por ende, se evita toda incisividad y no hay particular interés por generar atmósferas opresivas ni alcanzar clímax muy desgarrados. Esto no impide, en cualquier caso, que el primer movimiento esté trazado de manera admirable y posea la adecuada tensión dramática. El segundo, dicho al tiempo que marca la partitura (Allegretto), y por ello nada lento, resulta ante todo comunicativo y de una gran belleza. En el tercero hay desigualdades: aquí el maestro le echa demasiada imaginación al asunto y sus aportaciones terminan descuadrando un tanto el trazo global de la pieza, además de dejar desatendidos algunos pasajes a los que se les podría sacar más provecho. El final lo plantea de manera entusiasta y radiante, quizá en exceso. 

Novedad absoluta es la propina, que termina siendo lo mejor del concierto: una barcarola de Los cuentos de Hoffmann más sensual que ninguna otra que quien esto suscribe haya escuchado, a despecho de alguna retención de tiempo excesivamente creativa propia del Prêtre de los últimos lustros. Solo por ella ya merecería la pena comprar este DVD.

Ahora viene la parte negativa: las pistas Dolby Digital 5.1 y DTS 5.1, además de no ofrecer un surround auténtico, presentan un molestísimo zumbido en los graves que distorsiona todo el sonido hasta el punto de que la audición resulta imposible para un oído con un mínimo de sensibilidad. La pista PCM estéreo sí que suena en principio muy bien, con claridad y amplia gama dinámica. Y digo en principio porque de vez en cuando salta algún molesto click que no tendría por qué estar ahí. Sí, ya, tecnología italiana, pero el DVD está distribuido internacionalmente por Sony Classical y lleva en su carátula el logotipo del sello nipón. Una chapuza en toda regla comercializar un producto en estas condiciones. Al menos la imagen sí es de mucha calidad. ¿Merece la pena, pues? A mi entender sí, aunque son 20 euros. Usted mismo.

sábado, 5 de abril de 2014

Dos geniales Gaspard: Pogorelich y Gavrilov

Prometí no hace mucho escribir sobre dos sensacionales versiones de Gaspard de la Nuit, y aquí están. Las dos se hallan publicadas por Deutsche Grammophon, y ambas se encuentran protagonizadas por pianistas hoy un tanto venidos a menos en lo que a fama y grabaciones se refiere: Ivo Pogorelich (Belgrado, 1958) y Andrei Gavrilov (Moscú, 1955). Las conozco desde hace tiempo, y al repasarlas me han vuelto a deslumbrar.


La del artista croata se registró en 1982 y sigue siendo uno de los más asombrosos ejemplos de virtuosismo al teclado que jamás se hayan escuchado, tanto por su capacidad para desplegar los más variados colores como para ofrecer una tan amplia como matizada gama dinámica, por no hablar de la increíble agilidad digital: lo de la dificilísima Scarbo hay que oírlo para creerlo. Pero dejando a un lado la técnica, en lo expresivo se trata de una recreación heterodoxa y genial, poco idiomática (léase “poco francesa”) pero admirable, en la que sobresale una extraordinaria tensión sonora que en modo alguno perjudica la claridad y la atención al detalle, que son absolutas.

Concretando un poco, en Ondine ofrece Pogorelich unas texturas de verdadera fascinación sonora. Le gibet, desgranado con lentitud, le sale más misterioso que obsesivo. Scarbo alcanza enorme electricidad sin excederse en nerviosismo: la más absoluta concentración preside toda esta asombrosa lectura. ¿No me creen? Pues consulten aquí la filmación disponible en YouTube realizada en Londres al año siguiente, o escuchen abajo la grabación de DG propiamente dicha.


Armado de un sonido muy moldeable, particularmente poderoso en los fortísimos, y de una claridad digital no inferior a la del su colega, Gavrilov ofrece una interpretación bastante más rápida que la de Pogorelich –apenas en Ondine, mucho en Le Gibet–, también menos tendente a las dinámicas en piano, menos rica en colores, en texturas y en fascinación sonora, pero más teatral, más dramática, también más hosca y sombría, más rusa si se quiere; en cualquier caso, tan poco francesa como la anteriormente comentada. Así las cosas, en Ondine se echa en falta algo de poesía, mientras que Le Gibet destila negrura y el retrato de Scarbo resulta particularmente dramático y trágico, con momentos de auténtica rabia. En resumen, una interpretación algo desequilibrada pero reveladora y genial, que sin duda hay que conocer.


Hay complementos, con Prokofiev como denominador común. Gavrilov ofrece la Sonata nº 6, la primera de las “de guerra”, en una genial interpretación por su fuerza expresiva, tensión interna, sentido de la atmósfera, vuelo lírico y carácter visionario. Una visión tan arrebatadora como inquietante, servida siempre con el mayor virtuosismo imaginable: de nuevo claridad digital, gama dinámica y paleta de colores son para caer de asombro.

Aunque el acoplamiento original era el de Ravel/Prokofiev, la reedición de este disco en la serie The Originals añade La Sonata nº 2 de Chopin. De nuevo Pogorelich vuelve a dar en el clavo con una alucinante demostración de cómo se pueden conseguir la máxima tensión y una arrolladora fuerza expresiva sin perder lo más mínimo de control, consiguiendo una irreprochable arquitectura y atendiendo a todos los matices posibles.

Gavrilov, por su parte, ofrece la suite de Romeo y Julieta, el breve Preludio op. 12 y la impactante Sugestión diabólica. Se trata en todos los casos de un Prokofiev descomunal, una lección no solo de virtuosismo y de estilo, sino también de sensibilidad e imaginación. Impresionante la manera de modelar el sonido, desde fortísimos abrumadores hasta texturas de un refinamiento cristalino, siempre dentro de un carácter ruso muy evidente. Realmente hay que escuchar con atención este Romeo. Resulta asombroso el manejo del fraseo y cómo se pueden acumular las tensiones, con geniales sforzandi en Máscaras. Y emotivas a más no poder, ensoñadas pero también desgarradoras, las escenas líricas, muy particularmente la despedida de los amantes, cuyo clímax está fraseado y tratado en las texturas de manera rematadamente genial. Escúchenlo, por favor.


De propina, Gavrilov añade la Pavana para una infanta difunta en interpretación muy personal, poco sensual o ensoñada, no muy poética, pero llena de desazón, con clímax muy trágicos, poderosos y hasta cierto punto desgarrados, hasta alcanzar un final muy rotundo. Admirable.

miércoles, 2 de abril de 2014

Boccanegra en Valencia: fallaron batuta y escena

Ocurre con frecuencia que un artista no logra materializar de manera convincente un concepto interpretativo por completo plausible, sólido y digno de admiración. También suele pasar justo lo contrario: que se ofrezca una realización perfecta de un concepto poco acertado, discutible o incluso detestable. En ambos casos los resultados son negativos. Y de los dos, por desgracia, está siendo un ejemplo el Simon Boccanegra que ofrece estos días en Valencia el Palau de Les Arts, que un servidor tuvo la oportunidad de ver el pasado domingo 30 de marzo.


Está muy bien que la producción propia de este genial título verdiano plantee una dramaturgia sensata y por completo respetuosa con el original de Verdi y Piave. Está aún mejor que la escenografía y el vestuario, aun haciendo referencia al medievo en determinados aspectos, opten fundamentalmente por la abstracción y la intemporalidad. Y resulta de lo más adecuado que la iluminación resulte oscura y opresiva, muy en consonancia con el espíritu de la partitura. Lo que no está bien es que la dirección escénica de Lluis Pasqual, remontada para la ocasión por Leo Castaldi, sea tan pobre en ideas interesantes (excepción hecha de la reja que baja al final del prólogo para subrayar que el ascenso al poder no es sino una entrada en una prisión sin otra salida que la muerte). Ni ayuda a generar una atmósfera siniestra que, desde el punto de vista plástico la escenografía de Ezio Frigerio, la luminotecnia de Albert Faura y el vestuario de Franca Squarciapino sean tan feos. Ni convence un movimiento de masas no ya convencional sino torpe y ridículo. Lo dicho: un concepto acertado, pero mal llevado a la práctica.

Justo lo contrario se puede decir de la dirección musical de Evelino Pidò. Este señor, no me cabe duda, posee mucha técnica de batuta. La Orquesta de la Comunidad Valenciana –cada vez más menguada y ya sin algunos de sus nombres importantes– le sonó estupendamente (según Atticus no fue así en la primera función), concertó sin problemas con la escena y dirigió con enorme habilidad –y minuciosidad de la que fui testigo gracias a mi ubicación sobre el foso– las intervenciones más decisivas de los cantantes. Hubo además fluidez narrativa, brillantez sonora e incluso cierto sentido narrativo. Pero todo ello, desdichadamente, al servicio de una idea a mi entender disparatada: interpretar el título más denso, atmosférico y oscuro de Verdi como si fueran Rossini o Donizetti, esto es, adelgazando las texturas, aligerando el fraseo –rozó lo pimpante en el sublime preludio del primer acto–, arrojando luz sobre unos colores que deben ser mayormente ocres y ofreciendo encanto, equilibro y apolínea elegancia donde debe haber densidad dramática, negrura y tensión. ¿Resultado? Un Boccanegra que no solo no suena a Boccanegra, ni siquiera a Verdi, sino que además resultó flácido, insulso y aburrido pese a ciertas descargas decibélicas para epatar al personal.

Fallando escena y batuta, los cantantes pudieron hacer poco. Ni siquiera un Plácido Domingo necesariamente mermado con respecto a su sensacional recreación madrileña de hace cuatro años que pude comentar aquí, e incluso –la megafonía advirtió un estado de salud “no óptimo” del artista madrileño antes de empezar la función– con algunos resbalones vocales muy obvios y algunas sonoridades digamos que poco ortodoxas . Sigue siendo un gran recreador del personaje y haciendo gala de un saber decir que ya quisieran muchos cantantes verdianos de la actualidad: hay muchas frases, sobre todo en la escena del consejo y en el último acto, que no se pueden imaginar dichas con más estilo y emotividad. Pero claro, entre las referidas limitaciones vocales, que no son pocas, y la mediocridad de batuta y escena, su encarnación del dux no lució en modo alguno como en la ocasión referida. Se notó mucho en los aplausos finales: diez minutos sin particular entusiasmo frente a la muy emocionante media hora que vivimos en Madrid.

Los demás cantantes cumplieron con enorme solvencia, aunque ninguno llegó a convencer del todo. Quizá la mejor fue Guanqun Yu, a la que ya pude ver en I due Foscari: una soprano de voz muy bien timbrada –agradable metal–y línea con adecuados recursos belcantistas, pero un tanto insípida, escasa en sensualidad y nula en italianidad. El tenor Ivan Magrì, mucho mejor aquí que en su muy irregular Alfredo de hace unos meses que ya comenté, lució buenos agudos y un apreciable entusiasmo, si bien aun debe pulir su técnica. Fiesco fue Vitali Kovaliov, el reciente Wotan de la Walkyria de Barenboim en la Scala. Me parece un señor que canta con mucha musicalidad, pero su emisión –no sé si por eslava o sencillamente por tener la voz adentro– no me hace mucha gracia. Tampoco creo que sea un gran recreador de personajes: Ferruccio Furlanetto, en la función de Madrid y también en los DVD de Milán y de Londres junto a Plácido, resultaba mucho más convincente en lo expresivo a pesar de tener la voz hecha polvo. Por cierto, ya se podían haber ocupado los de maquillaje de hacerle parecer más viejo que Boccanegra; o, al menos, de que no pareciese mucho más joven. Gevorg Hakobyan me pareció un correcto Paolo.

En suma, un protagonista de lujo en baja forma vocal, acompañado de un equipo de cantantes muy aceptable pero sin especial chispa, guiados todos por una batuta de enorme despiste y en medio de una producción escénica fallida. Yo salí frio en mis emociones y con mucha carretera por delante –tardé más de cuatro horas en llegar a casa–, aunque creo que mereció la pena: tengo la sensación de que no va a ser fácil volverle a escuchar a Domingo un Verdi en tierras españolas, al menos en condiciones medianamente aceptables.

La Bella Susona: el Maestranza estrena su primera ópera

El Teatro de la Maestranza ha dado dos pasos decisivos a lo largo de su historia lírica –que se remonta a 1991, cuando se hicieron Rigoletto...