Esta modestísima introducción biográfica la he escrito para el libreto de las representaciones de Le Nozze di Figaro que estos días ofrece el Teatro de la Maestranza.
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Cualquier Historia de la Música al uso coloca a Mozart entre Haydn y Beethoven. Con toda la razón. Cronológicamente la cosa está clara: 1732, 1756 y 1770 son sus respectivas fechas de nacimiento. El genio de Salzburgo es pues veinticuatro años más joven que el autor de La Creación y catorce mayor que el de Fidelio, y si el primero de los citados continúa viviendo dieciocho años después de que nuestro artista abandone este mundo -y conociendo, por ende, la era napoleónica- se debe a la triste circunstancia de que este falleciese, por causas aún discutidas entre las que desde luego no se encuentra el envenenamiento por parte de Salieri, con tan solo treinta y cinco. Estilísticamente tampoco hay muchas dudas: Haydn contribuye en gran medida a consolidar el lenguaje clásico, Mozart desarrolla nuevas experiencias en el mismo terreno -fundamental su aportación a la ópera- y Beethoven resquebraja los cimientos de dicho lenguaje para abrir las puertas al Romanticismo, si bien hay que puntualizar que el de Bonn, tanto en sus sinfonías como en sus obras para piano, se mostró más deudor de los logros del anciano Franz Joseph -que para eso vivió largos años y tuvo tiempo de innovar constantemente- que del pobre Wolfgang Amadeus.
Pero además hay otro aspecto en el que el autor de Las bodas de Fígaro se mueve a caballo entre uno y otro: su situación profesional. Los tres viven en el último tramo del Antiguo Régimen -recordemos que la Revolución francesa se inicia en 1789 y se prolonga hasta 1815, con la caída definitiva de Napoleón-, y por tanto aún no han vivido la sustitución de la sociedad estamental por la sociedad de clases. Esto quiere decir que, en su entorno histórico, el músico no es sino un sirviente más al servicio de la nobleza, el clero o directamente la corona, que son quienes aún patrocinan las artes. Podrán ser admirados, disfrutar de seguridad financiera y vivir cómodamente, pero estarán siempre atados a los gustos, las demandas y hasta las circunstancias vitales de sus comitentes -a donde va el amo va el criado-. Haydn, tras años moviéndose en empleos precarios, encontró la estabilidad soñada -y una excelente orquesta- al servicio de la familia Esterházy, y solo cuando lustros más tarde falleció su patrono decidió buscarse la vida en Londres mediando una propuesta del empresario Solomon. Beethoven vio las cosas de otra manera, y aun sin renunciar del todo -no podía hacerlo- al apoyo de la aristocracia, buscó librarse de ataduras financieras y estéticas apoyándose en los conciertos públicos y en la venta de partituras, a veces incluso (“no compongo para usted, sino para las generaciones venideras”) arriesgando la acogida popular en aras de la libertad.
¿Y Mozart? Toda su biografía musical puede entenderse como un continuo proceso de autosuperación, de búsqueda de reconocimiento, de rechazo de las ataduras con la aristocracia, y -como no- de consecución no ya de la estabilidad financiera al margen de la servidumbre, que también, sino de un holgado nivel de vida. Y trabajó muy duramente para ello. Fue sin duda su padre Leopold, figura decisiva en toda su trayectoria hasta que falleció en 1787, el responsable de estimular y desarrollar su no ya precoz, sino absolutamente insólito y descomunal talento, pero hoy sabemos que el propio niño Wolfgang Amadeus quiso ir más allá de las enseñanzas paternas añadiendo el violín a sus estudios en el teclado y escribiendo sus propias composiciones. Su primera sinfonía, escrita a los ocho años, ha sido altamente elogiada -y portentosamente dirigida- por un Karl Böhm que no dudó en afirmar que en ella se detectaba ya con toda claridad el espíritu del Mozart maduro. Era la época en la que él y su hermana Narnnel, recorriendo interminables kilómetros de distancia y sufriendo largas enfermedades, eran exhibidos por toda Europa (Múnich, Viena, Praga, París, Zúrich, etc.) como niños prodigio: el jovencito tenía claro que quería ser mucho más que un ejecutante de asombrosa precocidad. En Londres pudo conocer a Johann Christian Bach (1735-1782), que ejercería una importante influencia sobre él, pero sería en tierras italianas donde dejó bien claro hasta donde podía llegar su talento con óperas Mitridate o motetes como su célebre Exultate, jubílate.
Nuestro artista contaba diecisiete años cuando volvió definitivamente a su Salzburgo natal, para encontrarse con la llegada al poder de un nuevo príncipe-arzobispo, Hieronymus von Colloredo, hombre ilustrado pero en absoluto dispuesto a conceder libertades a sus sirvientes, entre ellos Leopold Mozart y su hijo. Wolfgang escribió mucho durante estos años, muchísimo, y no dejó de obtener reconocimiento, pero lejos de conformarse con su situación estuvo siempre pendiente de encontrar un trabajo mejor remunerado y que ofreciera mayores oportunidades de desenvolverse en un terreno que le interesaba mucho y en el que a la postre daría sus mejores frutos: la ópera. Tras frustradas tentativas en Viena y Múnich, abandonó su puesto salzburgués y se decidió a recorrer Europa en busca de nuevos aires. La fortuna no le acompañó: las ofertas laborales fueron poco interesantes, se enamoró perdidamente de la cantante Aloysia Weber sin ser correspondido y su paciente madre, que la había acompañado en el viaje, fallece durante la estancia en París, una ciudad por la que el músico terminó sintiendo verdadero desdén. La vuelta a casa con el rabo entre las piernas y un nuevo cargo al servicio del arzobispo se hizo inevitable, como también el choque final con Colloredo: tras diferentes situaciones de tira y afloja, en mayo de 1781 Mozart fue despedido con -literalmente- una patada en el culo. Nuestro artista, consciente de su talento y animado por el éxito de su Idomeneo, decidió probar fortuna en Viena.
Instalado como inquilino en la casa de la familia Weber y estableciendo más que una amistad con la hija menor de la familia, Constanze, el músico empieza a ver sus sueños convertidos en realidad. La ciudad -grande, próspera, culta- le acoge con los brazos abiertos tanto en su faceta de pianista como en la de compositor, logrando además un buen número de abonados a sus conciertos de suscripción, una fórmula novedosa en la que también van a triunfar Carl Philipp Emanuel Bach y Franz Joseph Haydn, como lo hará más adelante Beethoven, implicando cambio radical en lo que es la labor de un compositor: ahora no se va a escribir para un patrón, sino para “el público”, con todo lo que ello implica de libertad pero también, como tristemente el propio Mozart comprobará más tarde, de sujeción a las modas o a circunstancias económicas desfavorables. En cualquier caso, de momento la fortuna le sonríe y por fin consigue el éxito arrollador que estaba deseando en el campo operístico, y encima con un título en alemán: El rapto en el serrallo. Mozart y Constanze terminan casándose -a Leopold nunca le hará gracia su nuera- y el artista entra en una etapa de plena madurez marcada por el estudio y la asimilación de las partituras Bach y Haendel, así como por su amistad con el otro gran genio musical de la época, el citado Haydn. Las obras maestras en todos los géneros se suceden, la relación con el público es espléndida y el matrimonio logra finalmente trasladarse a un lujoso domicilio lleno de comodidades. Wolfgang Amadeus se encuentra en la cúspide, y este es precisamente el momento de su encuentro con Lorenzo da Ponte para crear esas tres obras maestras absolutas que son Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y -un poco más adelante- Così fan tutte. Pero los vientos favorables no van a durar mucho.
Seguramente el compositor no contaba ni con la volubilidad del público ni con la guerra entre los imperios ruso y turco (1787-1792) que terminaría implicando a Austria. Lo cierto es que se reduce muy sustancialmente el número de suscriptores a sus conciertos de abono y nuestro artista, aun contando con el sueldo que le había proporcionado el nombramiento como Músico de Cámara por parte del emperador José II, se ve incapaz de mantener su nivel de vida. Mozart ha de recurrir insistentemente a préstamos y se ve obligado a incrementar su productividad. Su vida personal es sombría, entre otras cosas porque solo logra que salgan adelante dos de sus seis hijos -la mortalidad infantil estaba a la orden del día- y porque su esposa, enferma, ha de abandonarle en varias ocasiones para recibir costosos tratamientos médicos. Paradójicamente, o quizá no tanto, las obras geniales se suceden: las tres últimas sinfonías -por fin logra igualar el logro de Haydn en este terreno-, el sublime Concierto para clarinete, La flauta mágica… Esta última ópera consigue, por fin, una acogida popular que no recibía desde hacía tiempo.
¿Qué hubiera pasado si Mozart hubiera vivido unos años más? Obviamente nos hubiera dejado más obras de increíble genio y, quizá, hubiera avanzado en la dirección estética en que lo iba a hacer su querido “Papá Haydn”, pero lo que nos preguntamos ahora es si, habida cuenta del enorme interés que suscitaron sus creaciones durante la época napoleónica y el primer romanticismo, un Mozart de cincuenta, sesenta o setenta años se hubiera convertido tal vez en un artista rodeado de lujos dispuesto solo a trabajar cuando le apetece y a subir el caché cada vez que hiciera falta; es decir, en un artista “moderno”, con todo lo que ello implica. Nunca lo sabremos.
La enfermedad de Mozart -posiblemente una fiebre reumática aguda- actuó con rapidez. Tanta que llegó a confesarle a su mujer que pensaba que le habían envenenado, lo que luego daría pie a la leyenda que todos conocemos. El 20 de noviembre de 1791 tiene que postrarse en la cama aquejado de síntomas terribles. Las barbaridades médicas de la época, concretamente la práctica de la sangría, terminan por dejarle extenuado. Aun en semejantes circunstancias, se esforzó por completar el Réquiem que le había sido encargado por mano anónima. No hubo nada que hacer: falleció en su domicilio de Viena la noche del 5 de diciembre. El resto es historia.