miércoles, 30 de marzo de 2011

Bernstein y Abbado frente a la Quinta de Mahler: lo dionisíaco y lo apolíneo

Cada vez que tengo previsto ir a un concierto procuro escuchar varias versiones discográficas de las obras para sacarle mayor partido a la actuación. Esta vez le ha tocado a la Quinta de Mahler, que Josep Pons interpreta el próximo fin de semana al frente de la ONE, volviendo a ver -en un mismo día, que es como las comparaciones salen mejor- dos DVDs que conocía hace tiempo, el de Bernstein con la Filarmónica de Viena registrado por Unitel en 1972 y editado por DG, y el de Claudio Abbado al frente de la Orquesta del Festival de Lucerna filmado en 2004 y presentado por Euroarts. Recomendaría vivamente hacer esta misma comparativa a los melómanos que estén empezando a adentrarse en el fascinante mundo de la interpretación, toda vez que nos encontramos ante dos ejemplos emblemáticos de posiciones extremas ante una partitura, las que un tanto tópicamente pero de manera eficaz habitualmente etiquetamos con los rótulos de "lo dionisíaco" y "lo apolíneo".



El director milanés nos ofrece la visión apolínea, esto es, obsesionada por la belleza y la perfección sonoras por encima de las circunstancias expresivas, y la materializa haciendo gala de su insuperable técnica de batuta. La arquitectura se encuentra estudiadísima, consiguiendo una extrema claridad y llevando el pulso con absoluta firmeza, sin que haya lugar para el arrebato o la languidez. El colorido resulta riquísimo, sin renunciar a la estridencia pero tampoco acentuándola, mientras que las texturas están tratadas de manera soberbia. La cuerda suena extraordinariamente pulida, con ese punto de ingravidez que tanto le gusta al Abbado reciente y que a algunos nos resulta excesivo. Y las explosiones sonoras, para terminar, son tan imponentes como inaudibles los pianísimos. En este sentido, la excepcional toma sonora en DTS, transparente como pocas y de una gama dinámica diríase que infinita, contribuye en gran medida a que abramos la boca ante el espectáculo sonoro propuesto por Abbado.

El problema es que semejante lectura desprende una clara sensación de frialdad. Los dos primeros movimientos, como ocurría ya en su excepcional registro con la Sinfónica de Chicago de 1980 (a mi entender muy superior a este) resultan distantes, más que austeros. El tercero es luminoso, elegante y distinguido, quizá en exceso: esta música parece pedir un enfoque más rústico y sensual. Frio y estático el celebérrimo Adagietto: la ausencia de pathos llega a agradecerse ante una página en muchos casos interpretada con dulzonería, en la que Abbado sabe no caer a pesar de la abundancia de portamenti. El quinto movimiento, de nuevo, ofrece más elegancia que compromiso expresivo, pero el virtuosismo de la batuta y el buen hacer de la orquesta se terminan imponiendo.



Leonard Bernstein se mueve en otro universo muy distinto. Es la suya la interpretación dionisíaca, teatral y extrovertida por excelencia. Su fuerza y su sinceridad son arrolladoras, como también lo es su manera de gozar del despliegue de ritmos y colores sin caer en el mero hedonismo, aunque al mismo tiempo hay que reconocer que con tanto fuego en más de un momento está a punto de precipitarse, y que pese al excepcional rendimiento de la Filarmónica de Viena, a la hace que sonar indistintamente dulce y aristada, no se ofrece una arquitectura tan clara y bien trazada como la de Abbado. Sea como fuere, los resultados son arrebatadores.

Así las cosas, y tras una trompeta que arranca de manera extrañamente tímida, en los dos primeros movimientos Bernstein transforma a la orquesta en un auténtico volcán en erupción con una lectura que sabe ser poderosa y rebelde al mismo tiempo, y que por momentos se encuentra al borde del frenesí. El scherzo está lleno de entusiasmo, y en él el norteamericano sí sabe inyectar la dosis de sabor popular y de rusticidad sonora que tan bien le sienta y que Abbado había obviado; por eso mismo los portamenti, que son aquí abundantes, no le resultan cursis al creador de West Side Story. El Adagietto, voluptuoso y romántico pero no dulzón, es de una fuerza expresiva arrolladora: la pasión más intensa sustituye aquí al carácter contemplativo y decadente con que muchos lo miran por culpa de Luchino Visconti. El Rondo Finale, jubiloso a más no poder, se transforma con Bernstein en una orgía sonora perfectamente controlada, auque podamos echar de menos la manera en que Abbado desmenuzada el entramado orquestal.

¿Existe alguna interpretación que sume a las virtudes de esta última la capacidad analítica, el dominio de las texturas y la transparencia de un Abbado? Pues sí: la muy creativa, paladeada y voluptuosa que el propio Bernstein ofreció en la Alte Oper de Frankfort en 1987 junto a la misma Filarmónica de Viena, inmortalizada por los micrófonos de Deutsche Grammophon con portentosa toma sonora. He vuelto a disfrutarla, después de estas dos, y confirmo que se trata de mi interpretación favorita de la partitura, además de una de las cosas más geniales que le he escuchado nunca al inolvidable director norteamericano.

lunes, 28 de marzo de 2011

Schwarzkopf en Salzburgo, con mejor sonido

SCHWARZKOPF, Elisabeth: Lieder de Wolf y Schubert.
Wilhelm Furtwängler y Gerald Moore, piano.
Orfeo, C 826 103 D
3 CDs 207’16’’
ADD
Diverdi
**** R
M

Este triple compacto dedicado a los recitales de lieder de la Schwarzkopf en Salzburgo ofrece dos partes diferenciadas. Por un lado tenemos una primicia: la velada Schubert de 1960 junto a Gerald Moore, un perfecto ejemplo de cómo combinar páginas bien conocidas con otras infrecuentes y planificar la variedad expresiva. Por otro nos encontramos con una muy amplia colección de lieder de Wolf extraídos de varios recitales ya publicados previamente por EMI. Los dieciséis pertenecientes al mítico recital de 1953 con Furtwängler al piano suenan ahora bastante mejor -volumen más bajo, menor número de clics y saturaciones -, pero quienes quieran la media docena que falta tienen que seguir acudiendo a la edición del sello británico. Los demás lieder, todos con Moore, proceden de 1957, 1958 y 1963, y es de suponer -no he podido realizar la comparación- que también han mejorado su sonido gracias a los ingenieros de Orfeo.

¿Interpretaciones? Nada nuevo: dicción perfecta, inteligentísimo control de unos medios limitados (hay roces, tiranteces y cambios de color, sobre todo en Schubert) y una asombrosa paleta de matices expresivos que va desde la ira hasta la más concentrada meditación, pero en la que sobresalen esa picardía un tanto irónica y esa sensualidad sofisticada -pero jamás fría ni falta de sinceridad- que se encuentran indisolublemente asociadas a la incomparable soprano prusiana. Gran Moore, inmenso Furtwängler.

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PS. Escribí este artículo el pasado mes de diciembre para la revista Ritmo, pero los recientes problemas de espacio han impedido que de momento se haya publicado. Cuelgo aquí el texto a manera de aviso para navegantes: si usted, como yo, es de los que adoran a la Schwarzkopf, tienen que hacer la compra aunque posean ya las ediciones de EMI. Una lástima, eso sí, que no se incluyan los textos cantados.

sábado, 26 de marzo de 2011

Respighi por Svetlanov: creatividad a tope

No conozco casi nada de la discografía de Yevgeny Svetlanov (1928-2002), entre otras cosas porque es escasa y en general se ha movido al margen de los sellos de mayor difusión. Ni siquiera tenía idea de los parámetros estilísticos en los que se movía el arte del maestro ruso. Por eso ha sido una monumental sorpresa este tríptico romano de Respighi ofrecido por la Sinfónica de la Radio Sueca el 10 de septiembre de 1999, en espectacular toma radiofónica publicada hace tan solo unas semanas en Japón por el sello Weitblick. Svetlanov no solo se acerca -y por momentos iguala y hasta supera- a mi versión favorita de estos tres poemas sinfónicos, la de Giuseppe Sinopoli con la Filarmónica de Nueva York (DG, 1991), sino que nos ofrece un maravilloso ejemplo de creatividad y compromiso interpretativo con la complicidad de una formación que, sin ser de primera y evidenciando unas cuantas limitaciones, se dejó la piel en el empeño.

Habría que destacar, en primer lugar, el riquísimo sentido del color de que hace gala el maestro, quien con una espléndida técnica de batuta es capaz asimismo de ofrecer unas texturas de todo punto fascinantes. En segundo lugar nos encontramos ante un fraseo que respira con naturalidad al tiempo que se muestra, mediando un magistral dominio de la agógica, extraordinariamente flexible. Pero lo más importante es el modo en que Svetlanov juega con los elementos a su disposición para descubrir mil y un detalles nuevos en estas tan manoseadas partituras, paladeando primorosamente las melodías y desmenuzando hasta el límite el maravilloso complejo instrumental, todo ello sin caer -tentación habitual en este tríptico- en la mera delectación paisajística o en la ensoñación más soporífera . Tampoco llega a irse el pulso en ningún momento -o casi en ninguno-, y eso que la lentitud llega a ser llamativa en estas recreaciones.

Es lo que justamente ocurre con las Fontane di Roma, una recreación ortodoxa en su carácter contemplativo pero heterodoxa por su creatividad: la increíblemente lenta transición entre el Tritón y de Trevi, sin duda discutible, es de las que cortan la respiración. Por lo demás hay sensualidad en Valle Giulia, elegancia en la creación de Bernini, grandeza sin estrépito en la fuente que inmortalizara Federico Fellini y melancolía suavemente dolorosa -sin difuminar los colores en exceso- en Villa Medici al anochecer.

Igualmente admirables las Fiestas de Roma, aunque la ingenua partitura (¡esos leones devorando a los cristianos!) no sea la mejor de su autor. De esta forma Circenses resulta adecuadamente hosco y dramático; lentísimo Il Giubileo, maravillosamente desmenuzado, y por momentos a punto de venirse abajo; más melancólica y fantasmagórica que festiva suena L’Ottobrata, con algún capricho agógico; y magnífica sin más La Befana, donde Svetlanov intenta poner claridad en esta confusión sonora “a lo Ives” apartándose del escándalo gratuito, acentuando los timbres y recreando con asombroso sabor popular y hasta vulgar las diferentes atmósferas sonoras que se entrecruzan.

Lo mejor llega, en cualquier caso, con los Pinos de Roma, desde este momento mi interpretación favorita junto a la de Sinopoli ya referida y a la genial versión -aislada, sin formar el tríptico- que nos dejó Celibidache (DG, 1976). Villa Borghese ya es una revelación, escuchándose muchas cosas nuevas y aunando estridencia -tremendos los metales- con deliciosa poesía en una colorista y particularmente descriptiva, incluso onomatopéyica, recreación del mundo infantil. En las Catacumbas hay poco de misticismo y mucho de atmósfera ominosa, alcanzando un clímax de un dramatismo desgarrador. El Gianicolo, mediando un sentido de las texturas y un manejo de la agógica increíbles, destila pura magia sonora; solo Celibidache había llegado tan lejos. La marcha de la Via Apia, finalmente, se encuentra planteada con pasmosa lentitud, arrancando -como hacía Sinopoli- de manera muy amenazadora y opresiva para terminar con una grandeza pocas veces alcanzada.

Dicho todo esto huelgan recomendaciones. Lamentablemente no tengo ni idea de dónde pueden comprar el compacto. La edición es japonesa, pero en el HMV nipón no he encontrado nada. Por suerte hay almas caritativas al servicio de quienes saben buscar. ¡No se lo pierdan!

jueves, 24 de marzo de 2011

Verdi alla Bruckner: el Réquiem por Celibidache

Me habían hablado mal de la interpretación del Réquiem de Verdi que se conserva de Sergio Celibidache, esto es, la correspondiente a tomas radiofónicas del 27 y el 30 de noviembre de 1993 editada por el sello EMI. Que si es lentísima, que si está fuera de estilo, que si la arquitectura está a punto de venirse abajo, que si los cantantes dejan mucho que desear… Todo eso es verdad. Y sin embargo la audición me ha resultado apasionante, porque por muy discutibles que sean los resultados, estamos ante el trabajo de un grandísimo maestro que, en posesión de una técnica colosal, sabe inyectar su poderosa personalidad sobre los pentagramas para decirnos cosas nuevas sobre los mismos.

Simplificándolo mucho, podríamos decir que este es un “Verdi alla Bruckner”. La sonoridad es oscura, las texturas son robustas, los tempi eternos. La teatralidad verdiana se encuentra por completo ausente, como también esa particular extroversión propia de lo mediterráneo, pues se trata de una lectura honda y meditativa, llena de brumas, atenta al peso vertical del sonido -especialidad de Celi- y muy arriesgada en el discurso horizontal, hasta el punto de que se podría hablar de “arquitectura deconstruida” en numerosos pasajes. Ni que decir tiene que la claridad es pasmosa, y que todo está analizado milimétricamente sin que se pierda la espiritualidad por el camino.

¿Una visión religiosa antes que operística de la partitura? Desde luego, aunque habría que especificar de qué clase de religiosidad estamos hablando. Hay poco de retórica católica en esta visión, y sí mucho de “introversión filosófica” centroeuropea. Pero tampoco podemos hablar de calma contemplativa ni de éxtasis místicos, toda vez que -como ocurre en las recreaciones brucknerianas del propio Celibidache- se ofrece una dosis grande de rebeldía en los momentos en los que la partitura -y lógicamente el texto- lo piden, estando ésta inyectada no con puntuales explosiones decibélicas, sino mediante una minuciosa planificación de las tensiones sonoras. Hay momentos de este Réquiem verdiano que no recuerdo haber escuchado jamás tan angustiosos, hirientes y desesperados, lo que no impide que otros pasajes resulten de una sensualidad, un lirismo y un aliento humanístico proverbiales; el legato del maestro rumano hace milagros, mientras que su manera de jugar con el tempo y con el peso de los silencios nos ofrecen detalles de verdadera magia sonora.

La Filarmónica de Múnich, eso sí, se las ve y se las desea para seguir al pie de la letra los requerimientos del maestro rumano. El coro, por su parte, realiza una labor bastante solvente. Y de los solistas vocales no se pueden decir muchas cosas buenas: Elena Filipova se esfuerza para sacar adelante su dificilísima parte, Reinhild Runkel cumple sin más, Peter Dvorsky exhibe una voz preciosa pero lo pasa fatal, y Kurt Rydl se muestra tosco y engolado. Sea como fuere, tengo dos cosas claras: que jamás recomendaría esta interpretación para acercarse por primera vez a la partitura (para eso están los Muti, Giulini y compañía) y que su conocimientos es obligado para quienes ya amen esta impresionante creación verdiana, además de para los admiradores del controvertido, discutible y genial arte de Sergiu Celibidache.

martes, 22 de marzo de 2011

Cherevichki de Tchaikovsky: una ópera fallida en un disfrutable DVD

TCHAIKOVSKY: Cherevichki.
Guraykova, Grivnov, Diadkova, Matorin, Mikhailov, Voynarovskiy, Vassiliev Upperton, Leiferkus, White. Ballet, Coro y Orquesta de Royal Opera House. Dir. Alexander Polianichko.
BBC Opus Arte OA 1037 D
DVD 155’
DDD
Ferysa
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Por mucho que el propio Tchaikovsky pensara que Cherevichki o Las zapatillas de la zarina era la mejor de sus óperas, lo cierto es que pese a las diferentes revisiones que sufrió hasta el estreno de su versión definitiva en 1887, ni el libreto de Yakov Polonsky termina de redondear desde el punto de vista dramático el relato de Gogol, ni la inspiración melódica está a la altura de la excelsitud a la que acostumbra su autor. Aun así, se disfruta muchísimo esta filmación realizada en el Covent Garden en noviembre de 2009, gracias fundamentalmente a la producción escénica de Francesca Zambello, una propuesta ágil, ocurrente al tiempo que sensata y en cualquier caso muy divertida, que cuenta con la gran baza de una preciosa escenografía de Mikhail Mokrov (en la línea de las ilustraciones de cuentos infantiles) y de un colorista vestuario de Tatiana Noginova, dejando además lugar para que hagan su exhibición, con coreografías absolutamente clásicas, los miembros del Royal Ballet. La dirección musical es buena y el equipo de cantantes funciona sin apenas fisuras, sobresaliendo la soprano Olga Guryakova -agradable descubrimiento- y la ya bien conocida Larissa Diadkova en el papel de la bruja Solokha. Mejor en lo escénico que en lo vocal el demonio de Maxim Mikhailov, y ya algo gastado Leiferkus.

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Artículo publicado en el número de marzo de 2011 de la revista Ritmo.

domingo, 20 de marzo de 2011

Rapto en el Serrallo por Szell

Mozart: El rapto en el serrallo
Hansgeorg Laubenthal, Erika Köth, Lisa Otto, Rodolf Schok.
Orquesta de la Ópera Estatal de Viena. Dir: George Szell.
Golden Melodram, GM 5.0042
2 CDs – ADD
Diverdi
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Rapto Serrallo Szell Golden Melodram

Novedad absoluta es este Rapto salzburgués de 1956 liderado por Szell, maestro al que raramente se suele asociar al mundo operístico. Su Mozart es sobrio y de gran claridad, quizá algo rígido y falto de chispa, pero alejado tanto de la pesadez como de lo trivial.

El resto interesa como testimonio de cantantes que destacaron en estos papeles, si bien hoy nos puede resultar difícil, por ejemplo, recrearnos en esas “sopranos jilguero” de antaño de las que aquí se ofrece doble ración. Es precisamente la falta de diferenciación vocal entre Lisa Otto y Erika Köth uno de los problemas de esta versión; a la segunda le hace falta un instrumento de más cuerpo para Konstanze.

No es tal la principal carencia de Rudolf Schock -antes al contrario-, sino la de esa efusividad en el fraseo que hoy asociamos al canto mozartiano. Con su tremenda voz, Kurt Böhme ofrece un Osmin de caracterización primaria que hace reír mucho al respetable en sus enfrentamientos con Pedrillo, un sólido Murray Dickie. Curioso.

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PS. Artículo publicado en el número de septiembre de 2002 de la revista Ritmo. En fechas más cercanas este Rapto ha sido reeditado por el sello Orfeo, presuntamente con un sonido superior.

viernes, 18 de marzo de 2011

Sobre ópera y política

Me advierte un lector en un hilo anterior de la necesidad de separar ópera y política, indicándome que los vaivenes del Teatro Real se deben más al deseo de sus diferentes directores de dejar una huella personal que a las líneas ideológicas que se han sucedido al frente del gobierno de la nación. Bien, no le voy a negar su parte de razón, que en este caso concreto puede tenerla, pero aun así continúo pensando que no podemos desligar el arte musical en general (hablo tanto de creación como de interpretación) con las vicisitudes del mundo político. Me permito dejar algunas reflexiones sobre ello.

Para empezar, la mayor parte de la creación artística de la historia de la humanidad responde a unas circunstancias políticas determinadas. Las pirámides de Egipto son en gran medida propaganda, como también lo es, por ejemplo, la nueva plástica impuesta en tiempos de Amenofis IV y su esposa Nefertiti. La arquitectura y escultura griegas de época clásica responden asimismo a una concepción política: al igual que la democracia busca el equilibrio entre el individuo y la colectividad, la armonía -base de la belleza en la plenitud de esta civilización- se consigue encontrando la proporción adecuada entre las partes y el todo. El arte imperial romano contribuye en gran medida a predicar una determinada concepción del gobierno. Románico y Gótico son testimonio de una mentalidad muy concreta. También adopta una postura claramente política el Renacimiento florentino (el mismísimo David de Donatello reivindica la presunta superioridad de Florencia sobre Milán). Y el gran Barroco de Bernini. Y los retratos de Velázquez. Y la pintura de David. Y la de Delacroix. Y la de Courbet. Podríamos seguir indefinidamente. Por descontado, no debemos caer en la trampa -heredera del materialismo histórico- de pensar que siempre hay una relación causa-efecto entre cambios sociopolíticos y evolución artística, pero queda claro que la política es uno de los factores importantes que no debemos olvidar a la hora de analizar cualquier obra de arte, música incluida.

Si nos centramos en el campo de la ópera, la relación sigue siendo ineludible. Gran parte de las alegorías de la lírica barroca hacen referencia directa a los gobernantes de turno o a circunstancias históricas concretas. El Clasicismo va a estar marcado por la ideología ilustrada y hasta por la masonería: pensemos en la trilogía Mozart-Da Ponte y en La flauta mágica. Gran parte de Verdi es propaganda política pura, aunque muchos no se hayan dado cuenta hasta que el otro día Riccardo Muti convirtiera en Roma el “Va, pensiero” en un grito contra Silvio Berlusconi. En la Tetralogía wagneriana se entremezclan ideologías variopintas para conformar un alegato contra el mundo de la Revolución Industrial. El Verismo hunde sus raíces en la denuncia social. Las óperas de Berg o la Lady Macbeth de Shostakovich caminan por el mismo sendero. Por no hablar de un Peter Grimes o un Billy Budd, claro. ¿Es la ópera un espectáculo “para relajarse y no pensar” que se mantiene ajeno a cualquier ideología? De ninguna manera. Otra cosa es que determinados músicos, directores de escena o gestores quieran vaciar a muchos títulos de su contenido para ofrecer “música pura”. Bien, se puede hacer, e incluso a veces los resultados son muy satisfactorios, pero hacerlo es en sí mismo una actitud política, al igual que si alguien dice que se mantiene al margen de toda tendencia ideológica está igualmente haciendo gala de una postura muy concreta.

Luego está el tema de la gestión cultural. Hay quien dice que no hay “cultura de izquierdas” y “cultura de derechas”. Falso, desde el momento en el que cualquier testimonio de la actividad creativa del ser humano refleja una determinada concepción de la vida y de la sociedad. E igualmente existe una política cultural “de izquierdas” y otra “de derechas” (calificativos todo lo manidos que se quiera pero que nos sirven para entendernos) en las que las prioridades, la estructura de la gestión y las responsabilidades se han de ordenar de manera distinta. Por ello no solo no es negativo que cada gobierno establezca las directrices que le parezcan más oportunas, sino que resulta justísimo y necesario: si los votantes aúpan a un partido determinado es para que realicen una labor acorde con las ideas que enarbola, de manera independiente a que estemos o no de acuerdo con las referidas ideas. El problema surge -y ahí llegaríamos a la gestión de Mortier, que es lo que nos ha llevado a todo esto- cuando un determinado gestor entiende de manera equivocada esas ideas, o las interpreta a partir de gustos y caprichos personales, o poniendo por delante determinadas redes de clientelismo, o incluso el ansia por alimentar su ego. Pero eso ya es política mal entendida: la que pone a las personas con poder por encima de las ideas que presuntamente defienden. O sea, lo que ahora mismo está ocurriendo en la España de Zapatero y Rajoy. Mal que nos pese.

jueves, 17 de marzo de 2011

Mortier, progre “de pega”

No me ha gustado la programación que ha presentado el pasado martes Gerard Mortier para el Teatro Real. Por descontado que hay cosas muy interesantes, pero el conjunto no convence. Y eso que estoy de acuerdo con el belga en algunas cuestiones trascendentales. Por ejemplo, en que hay que renovar sustancialmente el repertorio. En que la ópera belcantista se encuentra sobrevalorada (¡ese Donizetti!) y tiene más presencia de la que debería. En que la lírica española -me refiero a épocas pretéritas, no a la creación contemporánea- alberga poquísimo interés, zarzuela aparte. En que hay que ofrecer líneas transversales que enriquezcan las perspectivas del público operístico. Y, sobre todo, en que la asistencia a un evento lírico debe ir mucho más allá del mero entretenimiento. No se trata en que las puestas en escenas deban contener un “mensaje” más o menos político, al estilo del teatro centroeuropeo que se puso de moda durante el periodo soviético y tanta influencia sigue teniendo en muchas producciones, sino más bien de que lo que veamos y escuchemos nos haga pensar; al igual que no tienen nada que ver el Beethoven de Furtwängler y el de Karajan (el primero busca la síntesis entre la filosofía y la emoción mientras que el segundo se decanta por la seducción de los sentidos), se debe apostar por cantantes, batutas y registas que tengan más interés por profundizar en el universo expresivo propuesto por el compositor y su libretista que por ofrecer un espectáculo vocal superficial y deslumbrar con puestas en escena tan suntuosas como vacías. Hasta ahí, perfecto.

Pero una cosa es lo expuesto y otra cosa muy distinta ningunear el repertorio tradicional para apostar no ya por la creación del siglo XX, lo que está muy bien habida cuenta del maltrato que habitualmente sufre, sino por lo marginal (Mercadante, Alfano), por lo extravagante (un remix de Monteverdi orquestado, un ballet sobre Verdi y Wagner), por la modernidad ecléctica más comercial (Golijov) o por lo provocador (el título encargado al líder del grupo "Antony and the Johnsons"). Por no hablar de la repetición de títulos ya vistos (Strauss, Shostakovich) cuando aún quedan muchísimos territorios en el siglo XX por explorar, y no digamos en los siglos XVII y XVIII.

Late en el fondo de esta propuesta un espíritu en buena medida tendencioso y simplificador: lo tradicional equivale a lo conservador, y por tanto a lo que hay que rechazar, mientras que lo progresista es lo que llama la atención por inhabitual o provocativo. Vamos, algo muy parecido a lo que le ocurre al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que intenta con determinados golpes de efecto más o menos “progres” (incluyendo enfrentamientos con la iglesia católica, a la que en realidad se sigue financiando desde el Estado) enmascarar una política económica casi tan neoliberal (o sea, tan de derechas) como la de los tiempos de su antecesor José María Aznar.

De todas formas lo peor de lo que ha hecho Mortier no es la programación en sí misma, sino lo que esta va a traer como consecuencia: una reacción en toda regla en el momento en el que el Partido Popular llegue al poder. Alguien dirá que estoy jugando peligrosamente con futuribles. Pues miren, precedentes hay. Cuando en los tiempos de Felipe González los socialistas preparaban la reapertura del teatro madrileño, el titulo inaugural era un Parsifal dirigido por Lorin Maazel y protagonizado por Plácido Domingo. En el momento en el que los populares ocuparon el gobierno, se apresuraron a sustituir el título wagneriano por una Vida Breve (¡menuda diferencia cualitativa en la partitura!) con un elenco de andar por casa y la gris dirección de García Navarro, director que gracias a sus vínculos con el partido logró arrebatar la titularidad al maestro inicialmente previsto, Antoni Ros Marbá. Al mismo tiempo, de la temporada organizada por Stéphane Lissner solo quedaron la bellísima producción de Zorrita Astuta a cargo de Nicholas Hytner y el Peter Grimes de Pappano, que terminaron convirtiéndose en los espectáculos más exitosos dentro de una nueva programación, mucho más previsible y rutinaria, preparada por Juan Cambreleng y el citado García Navarro.

Así que todo apunta a que, jaleados por la jauría de melómanos y críticos conservadores, que son legión, y usando como punta de lanza el progresismo “de pega” de Gerard Mortier, tras la previsible victoria del PP tendrá lugar una reacción que, si en aspectos de política social se nos antoja detestable y dañina, en lo que a la música culta se refiere, y más concretamente en lo que afecta al Teatro Real, conducirá a un retroceso que nos dejará en el siglo XIX, y no tanto en el repertorio sino -eso es lo grave- en lo que al concepto de lo que debe ser la ópera respecta. Las consecuencias las pagaremos durante lustros.

martes, 15 de marzo de 2011

El más importante (¿y último?) encuentro de la WEDO

Este año la Orquesta del West-Eastern Divan y su director Daniel Barenboim realizan dos giras. La primera, que no pisará tierra española, será muy breve. Tendrá lugar en el mes de mayo y ofrecerá el adagio de la Décima de Mahler y la Heroica. La segunda comenzará en mes de julio con un par de semanas de trabajo en Andalucía y se centrará en las sinfonías de Beethoven, que serán ofrecidas en diferentes puntos de España y Europa hasta culminar con el ciclo completo en Corea y en Alemania. Precisamente aprovechando la soberbia acústica de la Philharmonie de Colonia se realizará la filmación de la integral en DVD, que será editada en su momento por Universal Music. Somos ya seis melómanos y críticos amigos los que hemos comprado las entradas para el evento, que se desarrollará a lo largo de la última semana de agosto con seis conciertos: Leonora III, Primera y Segunda el martes 23, Tercera y Cuarta el 24, Quinta y Sexta el 25, Séptima y Octava el 27, y finalmente la Novena el domingo 28 con un cuarteto vocal de excepción integrado por Anja Harteros, Waltraud Meier, Peter Seiffert y René Pape.

Los que allí vamos lo tenemos claro: este va a ser la mejor integral sinfónica beethoveniana que vamos a escuchar en nuestra vida. Hoy por hoy no hay ningún director que interprete estas sinfonías a semejante nivel. Ni uno solo. Kurt Sanderling está retirado, Colin Davis se muestra demasiado otoñal (enlace), Thielemann cae en los defectos de Karajan, Haitink aburre, Maazel, Mehta, Chailly y Tilson Thomas apenas abordan este repertorio, Rattle no tiene las ideas claras al respecto, jóvenes prometedores como Jurowsky o Nézet-Séguin se han mostrado muy irregulares en sus acercamientos y los historicistas o pseudo-historicistas, salvo Brüggen (enlace), han resbalado de manera considerable al preocuparse mucho antes de la forma que del fondo. No parece que haya relevo: Barenboim es el último eslabón de esa “gran tradición” con que Furtwängler rozó el cielo y que hoy día tanto parece molestar a los pedantes. La integral del de Buenos Aires (enlace) sigue ocupando un lugar de honor entre las recientes, y sus recreaciones realizadas con la WEDO el pasado verano en Jaén y Córdoba (enlace) demuestran que aún tiene muchas cosas que decir sobre el asunto.


Me ha llamado poderosamente la atención la rapidez con que se están vendiendo las entradas de Colonia. Cuando hace unos días adquirí mi abono (este se vende sólo por vía telefónica, con un 20% de descuento) apenas quedaban localidades interesantes en las zonas más golosas. Y si echan un vistazo a la página web (enlace) podrán comprobar que ya está ocupada la mitad del aforo, que por cierto es de 2000 butacas. ¡Y aún quedan cinco meses y medio! Igual, igualito que en Sevilla, donde cuesta la misma vida llenar el Maestranza para los conciertos de la WEDO. Ya dije esto hace dos veranos a raíz del Fidelio con la Meier que después se repitió en Salzburgo y Londres (enlace). Lo que escribí levantó ampollas. Que si en verano hace mucho calor y se está mejor en la playa, que si no se puede comparar la tradición musical de las dos referidas ciudades con la de Sevilla, que si el número de habitantes es muy distinto… Bueno, Sevilla tiene 704.000 y Colonia alcanza 1.020.000. No es tantísima diferencia. Tampoco diría que la ciudad renana sea un centro musical de primerísimo orden. Quizá la diferencia sea otra.

Quizá es que en Köln se han dado cuenta de que esta integral es el acontecimiento musical del año. Que su calidad va a ser extraordinaria y que en sus vidas van a poder escuchar un Beethoven así. En Sevilla, por el contrario, hay quienes siguen diciendo que la WEDO es una “orquesta de niños” (sic), olvidándose de los primeros atriles de la Filarmónica de Berlín, la Radio Bávara o la Filarmónica de Israel. Que sus conciertos no son más que “bolos veraniegos” (re-sic). Y que lo único que le interesa a Barenboim es saquear los fondos que deberían corresponder a una OJA en presunta vías de extinción (noticia esta última que se ha demostrado falsa, pero que le ha venido muy bien a algunos para crispar el ambiente preelectoral). De hecho no serán pocos lo melómanos que de nuevo este verano “pasen” de la cita anual con Daniel Barenboim, sea por desinterés musical (allá cada cual con sus gustos) o para mostrar su desdén hacia un proyecto que desde el principio les toco las narices: ya se sabe que eso del diálogo de civilizaciones suena a progre, y que a muchos -como me recuerda un amigo- no les gusta que Barenboim acostumbre a fumarse unos puritos con Felipe González.

Estos últimos, como ustedes sabrán, se han salido con la suya: el portavoz de Cultura del Partido Popular en el Parlamento andaluz, Antonio Garrido, ha declarado repetidamente que cuando ellos lleguen al poder en la comunidad autónoma (y todo apunta a que lo conseguirán el próximo año), harán desaparecer la Fundación Barenboim-Said. Nunca agradeceremos lo suficiente su actitud a quienes les han animado a tal decisión, pero mientras tanto, si circunstancias extraordinarias no lo impiden, este verano disfrutaremos del Beethoven de Barenboim en Andalucía, en Colonia y donde haga falta, gracias a lo que podría ser el último encuentro de la WEDO. Ese placer no nos lo van a poder quitar.

domingo, 13 de marzo de 2011

Prêtre en La Scala: Respighi y Franck en colores pastel

El pasado 28 de febrero, un Georges Prêtre de ochenta y seis añitos se ponía al frente de la Filarmónica de La Scala para recibir un homenaje por las tres décadas juntos y dirigir a continuación las dos más célebres partituras de Ottorino Respighi más la Sinfonía de Cesar Franck. Al interés intrínseco del evento se suma uno adicional para los aficionados españoles: que Prêtre va a dirigir estas dos partituras del italiano, más las Fiestas de Roma que completan la trilogía, el próximo mes de junio en Valencia, en un concierto-espectáculo (sic) cuya parte visual correrá a cargo de Carlus Padrissa La Fura dels Baus. Pues bien, Medici TV (enlace) nos ofrece estos días de manera gratuita la filmación del evento: buena oportunidad para conocer cómo aborda el veterano maestro a estas alturas de su vida semejantes partituras. La respuesta es un tópico cierto: a la francesa.

De este modo, su visión de las dos páginas de Respighi se encarga de poner de relieve sus ineludibles conexiones con el repertorio impresionista, ofreciendo una suave gama de colores pastel aplicados con pincelada suelta y difuminada, suavizando aristas, atendiendo de manera particular a la atmósfera y haciendo gala de un sensacional dominio de las texturas, lo que en contrapartida supone –al menos en el caso de Prêtre- dejar a un lado los aspectos más inquietantes de esta música para quedarse en una elegancia hedonista y contemplativa. En este sentido, en Fuentes de Roma se echa de menos una mayor dosis de garra dramática, aunque hay que descubrirse ante las dos transiciones (de la Fuente del Tritón a la de Trevi, y de esta a la de Villa Medici), resueltas de manera muy personal mediante una técnica de batuta formidable. Muy buena versión, pues, aunque un Reiner, un Ozawa, un Muti, un Pappano y sobre todo un Sinopoli hayan dicho cosas más interesantes. De Pinos de Roma ofrece Prêtre una interpretación lenta, algo tópica y desde luego bastante decorativa, a la que le faltan la magia de un Celibidache o la tensión interna de un Sinopoli (a mi juicio los dos más grandes recreadores de la página), pero en la que en cualquier caso hay que admirar la capacidad del maestro para ofrecer la belleza más ensoñada sin caer en la blandura ni en lo decadente (cosa que sí le ocurre, por ejemplo, a un Daniele Gatti). La orquesta, eso sí, se queda muy corta tanto por los gazapos como por la pobreza del sonido. Es de suponer que con la de la Comunitat Valenciana, a todas luces superior, los resultados serán más satisfactorios.

La Sinfonía de Franck que ocupa la segunda parte del concierto se mueve también dentro de los parámetros más ortodoxos de “lo francés”. No encontramos aquí nada de la densidad digamos germánica y el sentido trágico que supieron inyectar un Klemperer y un Giulini en sus magistrales recreaciones discográficas, y sí mucho de esa elegancia un punto indolente, esa morbidez en el fraseo y esas líneas difuminadas que presiden las recreaciones más ortodoxas, Monteux a la cabeza, lo que no impide en absoluto que se trate de una recreación hermosa, bien llevada y muy comunicativa. Personalmente prefiero enfoques más heterodoxos como los arriba citados, pero el buen hacer de Prêtre –una lástima, de nuevo, el nivel de la orquesta- termina ganando la partida. ¡Y qué gustazo ver al maestro dirigir, a semejante edad, con tan bello gesto y tanto entusiasmo! No se lo pierdan.

viernes, 11 de marzo de 2011

Las Sinfonías de Schubert: Colin Davis frente a Barenboim

A lo largo de las últimas semanas he vuelto a degustar dos magníficas integrales de las sinfonías de Schubert que hacía años no escuchaba, la grabada por Daniel Barenboim entre 1984 y 1986 para CBS, hoy Sony, al frente de la Filarmónica de Berlín, y la registrada por Sir Colin Davis con la Staatskapelle de Dresde para RCA justo una década después, entre 1994 y 1996. La audición la he realizado al tiempo que escuchaba otra integral que desconocía, la de Riccardo Muti con la Filarmónica de Viena para EMI, espléndida pero no a la altura de las dos citadas, y haciendo comparaciones con algunas versiones sueltas de los ciclos más bien desiguales de Abbado, Harnoncourt y Brüggen. La comparación me ha confirmado que tanto Barenboim como Sir Colin no solo ofrecen recreaciones de altísima calidad, sino que son imprescindibles, por su carácter complementario, para obtener una clara visión de la aportación schubertiana al universo de la sinfonía.



La opción del veterano maestro británico es la más indiscutible de las dos dada la ortodoxia y sensatez de sus planteamientos. Es el suyo un Schubert muy de su tiempo, esto es, el del Clasicismo, deudor de Haydn (uno de los autores que mejor interpreta Sir Colin,) y paralelo en el desarrollo de su sinfonismo a Beethoven, quien sin duda, en sus geniales descubrimientos, le sirve de vigoroso estímulo. Nos encontramos por ello ante recreaciones de un carácter apolíneo bien entendido, esto es, elegantes, fluidas, luminosas y de un fraseo que respira con maravillosa naturalidad, en las que la vivacidad nunca se confunde con lo pimpante, ni la ligereza con la levedad, ni la elegancia con lo relamido. La orquesta, por su parte, no conoce rival en este repertorio, y menos aún con una batuta que la trabaja con asombrosa plasticidad y encuentra el punto justo entre transparencia y músculo.

Moviéndose en un universo expresivo muy distinto, Barenboim encuentra en la Filarmónica de Berlín (la de tiempos de Karajan, no lo olvidemos) a la orquesta ideal para sus planteamientos: un Schubert poderoso, rotundo y abiertamente dramático, de sonoridades densas y oscuras, que se aparta tanto de lo haydiniano y mozartiano para inyectarse de toda la potencia expresiva de un Beethoven y mirar decididamente hacia el futuro, más con concretamente a Bruckner. Una opción que no convencerá a muchos, pero que está llena de admirable riesgo, se encuentra llevada a cabo con irresistible convicción y nos termina descubriendo los aspectos más visionarios de la música de su autor. Obviamente estas maneras de hacer no van a funcionar por igual en unas sinfonías que en otras, así que tenemos que decir algo sobre los resultados en cada una de ellas.

De la Primera Sinfonía Sir Colin Davis ofrece una interpretación de maravilloso clasicismo, en absoluto grácil pero sí vivaz, risueña, cálida y tersa de sonido, sabiendo ser rotunda cuando debe y nada pesante en páginas como el Menuetto. El único reproche es que el enfoque es excesivamente clásico, más concretamente haydiniano, pasando un tanto de largo ante los acentos dramáticos del segundo movimiento. A esos sí que los atiende muy bien Daniel Barenboim en una recreación llena de fuerza expresiva que mira hacia el Schubert más amargo sin perder chispa, aunque sí algo de elegancia y transparencia. Siendo soberbios los dos primeros movimientos, el tercero queda un poco rígido, si bien el trío es de una calidez asombrosa. El cuarto no resulta todo lo ligero que debería ser, pero va acumulando una admirable energía hacia un rotundo final.



La Segunda del maestro británico es un prodigio de gracia, frescura, calidez y musicalidad. Todo está maravillosamente expuesto y el equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco está muy conseguido, lo que significa el alejamiento de la excesiva galantería pero también –de nuevo- la renuncia al drama. Deliciosamente mozartiano el Andante, y con mucha chispa aunque sin especial electricidad el Presto vivace. El argentino, por el contrario, ofrece una lectura dionisíaca y llena de fuerza, destacando en este sentido el poderosísimo primer movimiento, que algunas sensibilidades encontrarán en exceso robusto. El segundo es muy hermoso, destacando sensualísimo final. El tercero es de nuevo más corpulento de la cuenta, aunque el trío está cantado con gran elegancia. El cuarto carece de la fluidez rossinianas que le conviene, pero en cualquier caso está lleno de tensión y culmina en un final vibrante a más no poder.

Ya en la introducción de la Tercera Sinfonía, Barenboim deja claro que va a ofrecer una interpretación vigorosa, atenta a la atmósfera, de gran concentración y sutilmente matizada en la agógica. Así las cosas, el primer movimiento ofrece un cierto carácter heroico ; serenidad sin mucha elegancia el segundo; lentitud excesiva el tercero, si bien el trío está paladeado con una cantabilidad asombrosa; y fuerza más que electricidad el cuarto, en el que se han escuchado lecturas más espiritosas. Colin Davis, por su lado, roza el cielo con una combinación perfecta de vigor y cantabilidad, con un fraseo sutilmente matizado y de gran claridad. Su Allegro con brio es vigoroso, calidísimo el Allegretto –las intervenciones solistas son de asombrosa musicalidad-, resultando el Menuetto elegante antes que rústico, de humor más risueño que el de, por ejemplo un Muti. Y ya que hemos traído a colación al milanés, hemos de reconocer que el último movimiento de Davis no alcanza la electricidad de aquél, aunque sí ofrezca más transparencia y elegancia.

En la Cuarta Sinfonía, Trágica, llegamos a otro universo expresivo, aquel en el que Barenboim va a empezar a sentirse más cómodo. De ella el argentino nos ofrece una lectura poderosa y un tanto “gótica”, basada en los colores oscuros, de una tensión sin desmayo. La introducción, lenta y ominosa, ya paso a un magnifico Allegro vivace el que la robustez y el dramatismo no merman la elegancia. El Andante, lentísimo, sabe aunar la poesía con el regusto amargo y posee momentos muy rebeldes, y aunque al maestro no parezca interesarse mucho por la belleza sonora, asombra la plasticidad con que trata la orquesta. Poderoso más que elegante el Menuetto. Magnífico el Allegro conclusivo, donde logra ofrecer ese aliento dramático tan difícil de conseguir aquí sin dejar de atender a la claridad. Implacables los acordes finales.

La Cuarta de Sir Colin Davis se encuentra más en estilo, por alcanzar un mejor equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Se muestra así menos densa y oscura en las texturas, más luminosa y con menor pathos, pero no por ello liviana. Tras una irreprochable introducción, el primer movimiento resulta desasosegante y también algo precipitado. En el Segundo impresiona la cantabilidad con que está fraseado, logrando el milagro de atender a la belleza sonora sin descuidar los aspectos dramáticos. Muy bien el Menuetto, en absoluto pesante e incluso con encanto. Lo mejor llega –sorprendentemente- con el cuarto, que logra sintonizar con la tragedia sin necesidad de recurrir a sonoridades robustas, manteniendo en todo momento la transparencia, la elegancia y hasta la ligereza bien entendida. 



De la Quinta Sinfonía del británico uno se podría esperar una versión otoñal, plácida y concentrada, pero Davis logra aunar el carácter apolíneo de su batuta con una buena dosis de tensión interna, no solo en el primer movimiento sino también en el segundo, donde no baja la guardia y ofrece tintes inquietantes de lo más atractivos. Magníficos los otros dos, ortodoxos pero nada rutinarios. Barenboim, en exceso dramático y sin mucho sentido del humor, defrauda aquí relativamente. Al primer movimiento le falta elegancia, mientras que el cuarto, más bien lento, resulta demasiado serio y poco ágil. Lo mejor de sí lo da en el Andante con moto, profundo y con un clímax doliente.

La peculiar Sexta recibe dos recreaciones muy distintas, y ambas espléndidas. La de Barenboim es una interpretación lenta, paladeada con concentración, atenta a los aspectos atmosféricos -impresionante introducción- y por ende poco chispeante y nada rossiniana. Los tres primeros movimientos consiguen un excepcional equilibrio entre los aspectos clásicos y los románticos de la partitura, entre los épicos y los líricos, amén de una gran claridad. Sólo pierde un tanto el último, de escaso sentido del humor. Colin Davis opta por un enfoque risueño, pero en absoluto frívolo, donde el colorido es sensual, hay un gran desenfado -haydiniano antes que rossiniano- y todo está fraseado con delectación sin perder de vista la tensión sonora. Una delicia, aunque se mire más al pasado que al futuro.

La Séptima sinfonía, esto es, la Inacabada según la nueva numeración, es en su aparente simplicidad una de las sinfonías más difíciles de interpretar de todo el repertorio (enlace). Sin ser lecturas redondas, las de los dos maestros alcanzan un gran nivel. La de Barenboim, poderosa y rebelde, descuida la parte lírica y evocadora. El primer movimiento, apremiante, resulta un tanto nervioso y no está muy paladeado, aunque el clímax central alcance una enorme garra. El Andante con moto es más bien atípico, poco contemplativo, y bastante más amargo de lo que suele. El enfoque de Davis, abiertamente trágico, es irreprochable, lo mismo que la muy cuidada arquitectura, pero la magia solo llega a hacer acto de presencia en el trascendental ascenso al clímax del desarrollo primer movimiento. En cualquier caso, la expresión es siempre sincera y se alcanza un muy alto nivel.

Nos queda La Grande. Admirable sin duda la recreación de Sir Colin Davis. Es difícil imaginar un fraseo más cálido, una arquitectura más sólida, un equilibrio más perfecto entre lirismo y fuerza dramática, un más desarrollado sentido del color y una ejecución más hermosamente sonada. El único reparo, además de una transición poco lograda en el primer movimiento, es que la visión del director es más luminosa que trágica, particularmente en el segundo movimiento, que resulta algo pimpante.



Lo de Barenboim va mucho más allá, porque nos encontramos ante una de las mejores lecturas de la historia del disco, Furtwaengler incluido. Una introducción muy paladeada y una transición de impresionante planificación (el maestro ha declarado en varias ocasiones que la dirección de orquesta se basa precisamente en el arte de la transición) conducen a una interpretación sanguínea al en la que todo está expuesto con una plasticidad asombrosa, además de con una flexibilidad sutil que para nada altera las líneas maestras de la partitura. El primer movimiento resulta adecuadamente épico al tiempo que ofrece un gran sentido del misterio. Genial el segundo, creativo a más no poder, lleno de detalles reveladores y de una claridad asombrosa; su clímax suena hiriente como pocos. El Scherzo conjuga fuerza, rusticidad y una enorme elegancia. El Allegro vivace es vibrante pero en absoluto retórico o descontrolado. A la excelencia de los resultados contribuyen los sensacionales solistas berlineses, sobresaliendo un trompa solista de matrícula de honor.

La integral de Barenboim ofrece como complemento una selección de Rosamunda en la que la obertura suena poderosa aunque no del todo transparente, echándose de menos mayor refinamiento y sentido del humor, al tiempo que los dos interludios se encuentran llenos de sensual serenidad, como también de vigor cuando es necesario, impresionando la sutileza de un tratamiento agógico lleno de matices. Sir Colin Davis no ofrece estos complementos en su registros para RCA, aunque en 1984 grabó junto a la Sinfónica de Boston para Philips una selección de la misma obra con óptimos resultados.

¿Mis versiones favoritas? Para Primera y Segunda me quedo con Muti, sobre todo en esta última. Para la Tercera, sin duda la de Colin Davis. La Cuarta de Giulini en Chicago (DG) sigue inalcanzada, lo mismo que la personalísima Quinta de Böhm con la Filarmónica de Viena (DG). La Sexta de Solti en DVD filmada en 1979 (enlace) es quizá la más interesante de todas, aunque yo no podría renunciar a la más clásica visión de Sir Colin. Para la acongojante Inacabada hay que conocer las realizaciones de Klemperer con la Filarmónica de Viena (antes en DG, ahora en Testament), de Böhm con la misma orquesta (DG) y la última de Günter Wand en DVD (enlace). Y para La Grande, además de esta de Barenboim, hay que escuchar alguna de las de Furtwaengler. Esa sería la quiniela.

En cualquier caso, insisto, las dos que aquí hemos repasado deben encontrar su sitio en la discoteca de un buen aficionado. La de Colin Davis, increíblemente bien grabada, ha sido reeditada a buen precio por RCA tras su reciente fusión con Sony Classical. La de Barenboim, descatalogada durante años, ha sido reprocesada por el sello nipón logrando mejorar el sonido de la anterior edición en compacto, que dejaba bastante que desear; como se vende baratísima, no hay excusa para no tenerla. Y si me permiten la recomendación, como la de Riccardo Muti se vende más barata aún (ha pasado a Brilliant Classics), no se priven de escuchar lo que hace el napolitano en este repertorio.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Urmana en Valencia: mucha voz, bastante emoción

Violeta Urmana es una de esas artistas que levantan pasiones entre los dos tipos de aficionados a la lírica: los que buscan ante todo voces y los que buscan (buscamos) emoción por delante de otras circunstancias. Desde el punto de vista vocal la mezzo lituana es un fenómeno, no tanto por el volumen (aun así, considerable) de su instrumento como por la solidez y extensión del mismo, poderosísimo en el agudo y confortable en el grave sin sufrir cambios de color, amén de riquísimo en armónicos en su centro sensual y carnoso; la Kundry que ofreció con Maazel (enlace) y las diversas que tiene grabadas, quizá las mejor cantadas de la historia, bastan ya para colocarla en una posición privilegiada en el universo canoro. Pero además la artista sabe también ofrecer calidez, sinceridad y comunicatividad en sus recreaciones, aun manteniéndose dentro de un cierto distanciamiento expresivo y quedando en este sentido un poco por debajo de lo que las posibilidades de su instrumento y técnica le permiten. De lo primero y de lo segundo dio buena cuenta en el recital que ofreció el pasado domingo 6 de marzo en el Palau de la Música de Valencia, con una primera parte dedicada íntegramente a Mahler y una segunda que combinaba Duparc, Rachmaninov y Richard Strauss.

Estuvieron bien, a secas, los cinco lieder de Des Knaben Wunderhorn (de los más célebres: “Des Antonius von Padua Fischpredigt”, “Das irdische Leben”, “Wo die schönen Trompeten blasen”, “Trost im Unglück” y “Scheiden und Meiden”), aunque el placer fue más puramente sensorial -su voz es una auténtica caricia- que emocional, porque aún le queda un cierto recorrido para ofrecer toda la variedad expresiva que demanda el universo mahleriano. Algo parecido se puede decir de sus Rückert Lieder, que no obstante -he repasado la grabación a posteriori- me han parecido más comprometidos que en su gélido registro junto a Pierre Boulez de 2003. Vocalmente, no nos cansamos de repetirlo, estuvo suntuosa, si salvamos algún puntual enturbiamiento de la emisión en los pianísimos -magnífico su trabajo a la hora de matizar la dinámica- que apenas empañan a su lección canora. Por otra parte el pianista Jan Philips Schulze evidenció algún despiste y midió con –digamos- exceso de libertad, pero estuvo acertadísimo a la hora de recrear los colores orquestales desde el teclado.

Estuvieron muy logradas las dos canciones de Henri Duparc, “Phydilé” y “Chanson triste”, pues aunque la Urmana no sea el colmo del decadentismo que se supone le conviene a esta música, sí supo ofrecer una buena dosis de sensualidad en el fraseo. Pero donde la mezzo rozó el cielo fue en las cuatro canciones (“Kak mne boln”, “Dissonans”, “Sdes horosho” y “Vesennie vody”) de Sergei Rachmaninov, gracias a la intensa carga emocional que supo aquí proyectar. Fueron tan excelsos los resultados que el Strauss que vino a continuación, siendo magnífico, supo a poco: “Ruhe, meine Seele”, “Heimliche Aufforderung”, “Morgen” y la inevitable “Cäcili”. Además, en la penúltima de las citadas aún flotaba por la sala el recuerdo de lo que hizo Waltraud Meier en mayo de 2009 (enlace): la alemana, con un instrumento no tan interesante y en condiciones vocales menos buenas, sí alcanzó ese más allá que con su elegante contención no vislumbró Urmana.

De propina la artista ofreció el primero de los Wesendonck Lieder de Wagner, “Der Engel”, dicho muy desde el más allá, y una “Zueignung” de Strauss no del todo emotiva. Los aplausos consiguieron arrancarle lo que todos estábamos deseando, esto es, ópera, y aunque nos quedamos sin admirar su pasmosa facilidad para la coloratura (¡qué tremenda Lady Macbeth verdiana ofreció hace años en Sevilla!) nos regaló una impactante recreación de “la Mamma Morta” de Andrea Chénier. El público, que no llenó la sala y regaló toses y politonos en los momentos más inoportunos, salió encantado. Gran recital.

PD: no se olviden de la crónica realizada por Atticus (enlace).

lunes, 7 de marzo de 2011

Las Carmelitas de Gómez Martínez en Valencia

De Miguel Ángel Gómez Martínez siempre se han dicho dos cosas: que posee una técnica de batuta extraordinaria y que en lo interpretativo suele resultar bastante soso. Yo le he escuchado unas cuantas veces, no muchas, a lo largo de un dilatado período de tiempo, y la impresión que me ha dado es justamente esa. Por eso mismo no esperaba gran cosa de estos Diálogos de Carmelitas en versión de concierto ofrecidos por la Orquesta de Valencia. Pues bien, me equivoqué: en esta ocasión en director granadino volvió a demostrar la primera de las afirmaciones haciendo sonar a la formación levantina mucho mejor de lo que suele (¡cuánto potencial desperdiciado hay en ella!), pero por suerte no corroboró la segunda, esto es, su tendencia al tedio. Todo lo contrario, fue la suya una dirección llena de emoción y carácter teatral en la que además tuvo la osadía -bendita osadía- de apartarse de la línea digamos "oficial" según la cual Poulenc ha de sonar "típicamente francés", es decir, refinado, sensual y un tanto hedonista, para llenar los pentagramas de tensión dramática y un cierto carácter alucinado que le sientan estupendamente a esta partitura, acercándose en este sentido a quien -de lejos- mejor la ha interpretado, que no es otro que Riccardo Muti en la filmación de la genial propuesta escénica de Robert Carsen (DVD imprescindible, dicho sea de paso). La orquesta, como apuntábamos arriba, estuvo muy bien, y la Coral Catedralicia de Valencia realizó un muy correcto trabajo.

Para la ocasión se congregó un elenco con nombres internacionales de cierta relevancia, pero paradójicamente quien mejor estuvo fue, en el rol principal, la soprano local Isabel Monar, una cantante muy estimable que me parece un tanto infravalorada, por no decir desaprovechada. Cierto es que el rol de Blanche de la Force le viene un poquito grande -hubo agudos gritados-, pero su canto tuvo estilo, comprensión del personaje -incluyendo su evolución psicológica- y emoción. Desde el punto de vista puramente vocal la mejor fue sin duda la reputada mezzo Iris Vermillion, aunque no la vi muy centrada como Madre María de la Encarnación. Y en cuanto a intención expresiva se refiere, sobresalió la Priora de la veterana Kathryn Harries, aunque debo dejar constancia de que si bien yo, sentado en primera fila, no tuve problema a la hora de disfrutar de su voz, según me contaron desde el Paraíso apenas fue audible. Lástima, porque como digo hubo mucha intención en sus decisivas intervenciones.

Del resto no se pueden decir muchas cosas buenas. Fue una sorpresa encontrarse a María Cristina Kiehr como Sor Constance. Una sorpresa desagradable, deberíamos añadir, porque su actuación, por decirlo suavemente, estuvo llena de problemas técnicos. Sin llegar a tales extremos, Janice Watson resultó también muy decepcionante como la nueva Priora. El veterano Anthony Michaels-Moore se limitó a cumplir como el Marqués y Roger Padullés, este sí, hizo un buen trabajo como el Caballero de la Force. El resto de los papeles estuvieron en manos de miembros de la Coral Catedralicia, que resolvieron la papeleta con más voluntad que acierto; como no son profesionales, creo que huelgan los reproches. Al final hubo aplausos relativamente cálidos para la frialdad habitual del público valenciano, que ha podido finalmente disfrutar en su ciudad del estreno de este título fundamental de la ópera del siglo XX.

sábado, 5 de marzo de 2011

Interpretación sensacional de un título mediocre: 1984 de Maazel en Les Arts

¿Hasta qué punto puede una interpretación de primerísima línea salvar las insuficiencias de una obra mediocre? La pregunta nos la hemos hecho todos los aficionados infinidad de veces, porque ciertamente no hay una respuesta clara a tal interrogante, pero lo cierto es que lo vivido anoche en el Palau de les Arts nos obliga a abundar en el asunto. 1984, traslación al universo lírico de la novela homónima de George Orwell que supone la única incursión en la ópera en su faceta de compositor del maestro Lorin Maazel, quien por cierto mañana domingo cumple nada menos que ochenta y un años, es una ópera francamente floja. Lo es en parte por el libreto de J. D. McClatchy y Thomas Meehan, en exceso discursivo cuando se trata de trasmitir el mensaje: hay cosas que son tan obvias que no necesitan ser explicitadas. Pero lo es sobre todo por la propia música de Maazel, carente la mayor parte del tiempo de inspiración y lastrada por una evidente falta de personalidad: desde que se abre con una clara referencia al arranque de El mandarín maravilloso hasta las trece campanadas del Big Ben con que concluye de manera más que sombría, desfilan ante nuestros oídos los universos sonoros de Berg, Hindemith, Weill, Ives, Prokofiev, Shostakovich, Varése, Britten y un largo etcétera de compositores del siglo XX, y hasta de un Mussorgsky y un Gustav Mahler si me apuran, más alguna referencia (el “tema de amor”) al musical americano, sin que los ingredientes terminen de formar una masa compacta y homogénea. Lo que nos encontramos es, más bien, una mera yuxtaposición de músicas “en el estilo de…” en función de las necesidades expresivas de cada momento. Ideológicamente, además, la selección resulta un tanto maniquea: con la excepción del himno nacional que se escucha al principio, las músicas más “fáciles” están asociadas con el mundo perdido que añoran los protagonistas (el citado tema de amor, la canción de la proletaria, el blues), mientras que la música más o menos atonal y hasta serial se vinculan al opresivo régimen del Gran Hermano.

Sin embargo, pese a todo lo dicho, salí satisfecho del teatro, porque me ocurrió igual que cuando vi en su momento la filmación del Covent Garden para escribir la crítica en Ritmo (enlace), y que cuando hace tan solo unos días volví a ver el DVD editado por Decca: el interés y el aburrimiento se fueron alternando durante los dos primeros actos, pero seguí el tercero con verdadera congoja, y no solo porque lo que en él se narra -las torturas infringidas al infortunado Winston Smith hasta que terminan de lavarle el cerebro- sea impactante. Su música, ciertamente, es la mejor (la menos mala) de toda la ópera, pero el motivo por el que el espectáculo funcionó por encima de lo que el material de partida parecía permitir fue la sensacional labor interpretativa que todos, desde el propio Maazel hasta el último figurinista, realizaron en este 1984.

Sensacional es, sin duda, la puesta en escena de Robert Lepage, reciente triunfador con el Oro del Rin que está presentando el Met neoyorquino: honesta, sin pretensiones, por completo alejada de la provocación y del efectismo (¡y eso que la obra daba pie para ello!), sapientísima en la utilización de la escenografía (fundamentalmente una plataforma giratoria), ágil en su sentido del ritmo, no excesiva en la recurrencia a las proyecciones (gran diferencia con lo que hubieran hecho los chicos de La Fura), atenta a la dirección de actores y muy lograda desde el punto de vista plástico. Y un lujo la voz pregrabada de Jeremy Irons, claro. Creo que no se puede pedir más.

Soberbia, cómo no, la batuta de un Lorin Maazel que no siempre hace buen uso de su técnica incomparable, pero que esta vez sacó el máximo provecho de ella por estar más que nunca al servicio de lo que más le interesa: él mismo. No se puede imaginar una dirección musical más tensa, concentrada e incisiva, con mayor sentido del color y de las texturas, con mayor capacidad para generar atmósferas ominosas ni con más garra dramática en los momentos clave. Y todo ello contando con una orquesta que de momento (ya veremos dentro de unos meses) sigue siendo formidable. Coro y escolanías, con algún que otro desajuste, cumplieron sobradamente con sus cometidos.

Sorpresa gratísima la del jovencísimo Michael Anthony McGee, sustituyendo a penúltima hora al barítono inicialmente previsto: el chaval se aprendió el papel en quince días y realizó una estupenda labor en la que las relativas limitaciones de su instrumento, poco personal y no muy atractivo, fueron compensadas con una irreprochable línea de canto y una notable labor escénica, aun sin llegar a la personalidad que derrocha sobre las tablas quien grabó en papel en Londres, el estupendo Simon Keenlyside. Por cierto, debo realizar una pequeña matización a la -como siempre, imprescindible- crónica de mi colega bloguero Atticus (enlace): los falsetes no son cosa del cantante estadounidense, sino que están todos escritos en la partitura.

Nancy Gustavson, notable cantante hace años, está ya un poco mayor, y de hecho se nota el tiempo que ha pasado desde las representaciones en el Covent Garden, pero no tuvo especiales problemas en un papel que su buen amigo Maazel escribió para ella. Magnífico, como en el DVD, el tenor Richard Margison, de lejos la mejor voz en el escenario. Y muy bien Silvia Vázquez en su doble papel de monitora de aerobic y borracha, aunque las endiabladas coloraturas de su parte fueran pensadas para la tremenda Diana Damrau, que lógicamente lucía mucho más en la filmación. Dignísimo el resto, sobresaliendo el Syme de Andrew Drost.

Lo dicho, una magnífica puesta en escena y una espléndida realización musical de una obra considerablemente floja. ¿Ha merecido la pena? Pues yo creo que sí. Y es que, a pesar de sus insuficiencias, el “mensaje” de 1984 está más vigente que nunca. Orwell hablaba fundamentalmente del horrendo régimen estalinista, eso es verdad, y la puesta en escena de Lepage hacía referencia directa a la época del detestable George Bush Jr., pero en el mundo en crisis y más globalizado que nunca de 2011 se ciernen sombrías amenazas sobre las que es necesario reflexionar conjugando emoción y razón. Y esto es precisamente lo que consiguen Maazel compositor, Maazel director, Lepage y todos cuantos han intervenido en esta producción. Decididamente sí, ha merecido la pena.

jueves, 3 de marzo de 2011

El Bach de Herreweghe, parte II

BACH: Misa en Si menor. Motetes.
La Chapelle Royale y Collegium Vocale de Gante. Philippe Herreweghe, director.
Harmonia Mundi, HML 5908366.68
3 CDs. 181’16’’
ADD/DDD
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BACH: Magnificat. Cantatas sacras BWV 8, BWV 63, BWV 80, BWV 125 y BWV 138.
Solistas. La Chapelle Royale y Collegium Vocale de Gante. Philippe Herreweghe, director.
Harmonia Mundi, HML 5908360.62
3 CDs. 173’35’’
DDD
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BACH: Cantatas de Adviento BWV 36, BWV 61 y BWV 62. Cantatas de Navidad BWV 91, BWV 121, BWV 133, BWV 57, BWV 110 y BWV 122.
Solistas. Collegium Vocale de Gante. Philippe Herreweghe, director.
Harmonia Mundi, HML 5908369.71
3 CDs. 180’22’’
DDD
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BACH: Cantatas para bajo BWV 56, BWV 82 y BWV 158 Cantatas para contralto BWV 35, BWV 54 y BWV 170. TUNDER, KUHNAU, BRUHNS, GRAUPNER: cantatas sacras.
Peter Kooy, bajo. Andreas Scholl, contratenor. La Chapelle Royale y Collegium Vocale de Gante. Philippe Herreweghe, director.
Harmonia Mundi, HML 5908372.74
3 CDs. 195’20’’
DDD
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Estos cuatro nuevos volúmenes completan el lanzamiento que ya comentamos en el número de septiembre (enlace) en el que Harmonia Mundi reedita todo el Bach de Herreweghe. ¿Todo? No exactamente, pues faltan sus dos más antiguos registros de las Pasiones -se ha optado por los nuevos-, además del material grabado en los ochenta para el sello Virgin, que incluye no solo cantatas sino también su único registro del Oratorio de Navidad y el primero que realizó de la Misa en Si menor.

Es precisamente el más reciente de esta última, registrado en 1996, el garbanzo negro de esta edición, pues es en él donde más se evidencia esa tendencia a la excesiva relajación, cuando no a la blandura o a la desgana, que de vez en cuando aflora en el globalmente admirable Bach del director belga. Un Bach presidido por la naturalidad, la fluidez, la belleza sonora y, sobre todo, por el equilibrio que el tratamiento coral alcanza entre claridad polifónica y comunicatividad. Y un Bach que pierde un tanto por los desequilibrios en el apartado de los solistas vocales, en el que no deja de sorprender la tendencia de Herreweghe a servirse de sopranos de voz particularmente aniñada, mientras que la presencia de Mark Padmore y de Andreas Scholl son un tanto a su favor.

Hay espacio para puntualizar. La Misa en Si menor por sí misma no merece la pena, pero el disco de motetes (incluye todos los de firme autoría bachiana) que completa el volumen es una maravilla. Sin duda espléndido el triple compacto que incluye, entre otras cosas, las dos versiones del Magnificat: curiosa la comparación, y no sólo en lo que a la partitura se refiere sino también en lo que respecta a la evolución de Herreweghe, más interesado por la belleza sonora en sí misma conforme pasan los años, para lo bueno y para lo malo. Admirables las cantatas de Adviento y Navidad, y muy particularmente los números más extrovertidos de las mismas, que es donde Herreweghe hace gala de un mayor compromiso expresivo.

El último volumen incluye sendos recitales dedicados a cantatas para bajo y contralto, respectivamente. Se queda a medio camino Peter Kooy, por cierto el nombre más repetido de cuantos intervienen en estas grabaciones, toda vez que ni por voz ni por temperamento artístico el bajo holandés aporta la personalidad y comunicatividad indispensables, si bien en contrapartida se desenvuelve con solvencia en las agilidades. Andreas Scholl, por su parte, da una lección de estilo, sensibilidad y atención a las inflexiones dramáticas del texto. Como complemento, cantatas alemanas del primer barroco que permiten rastrear cómo la tensión entre la tradición polifónica y las renovadoras influencias italianas van a poner los cimientos del estilo bachiano.

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Artículo publicado en el número de marzo de 2011 de la revista Ritmo.

PS. Herreweghe ha anunciado una nueva grabación de los motetes bachianos en su nuevo sello, Phi. No me parece a mí que hiciera falta, porque esta que tenía en Harmonia Mundi, como dejamos dicho arriba, es de lo mejor de todo su Bach.

martes, 1 de marzo de 2011

La Italiana de Mendelssohn por Barenboim: puro fuego

Todo discófilo con unos años a sus espaldas tiene en la mente una clasificación más o menos fija de sus versiones favoritas de las obras señeras del repertorio. En el futuro se podrá encontrar en alguna ocasión con interpretaciones que le gusten tanto como las más idolatradas, pero muy rara vez -hablamos de las partituras archigrabadas, no de aquellas que apenas cuentan con discografía- se encontrará con una que desbanque a todas ellas. Pues bien, me acaba de ocurrir justamente eso con la Sinfonía Italiana de Mendelssohn. Hasta ahora tenía la cosa muy clara: la de Klemperer de 1960 y la de Solti de 1985 estaban en cabeza. La primera, una interpretación reposada, muy paladeada, nada impetuosa ni arrebatada, pero de pulso perfectamente sostenido, admirable arquitectura, meridiana claridad y, sobre todo, impresionante cantabilidad, calidez y vuelo lírico. La segunda, una lectura extrovertida, luminosa y vibrante en los dos movimientos extremos, al tiempo que llena de lirismo y sensualidad en los dos centrales, añadiendo además interesantísimos tintes amargos en el segundo, todo ello alcanzando una claridad pasmosa y ofreciendo una ejecución difícilmente igualable a cargo de la Sinfónica de Chicago. Y luego había algunas otras que, sin llevar a semejante nivel, eran espléndidas, destacando por su ortodoxia la ya antigua de Dohnányi, su naturalidad la de Leppard –maravilloso el segundo movimiento-, su calidez la de Sinopoli, su carácter apolíneo la de Peter Maag y su brillantez la segunda filmación de Solti (con la Radio Bávara, no así la de Chicago de los años setenta, más bien cuadriculada). Ahí acababa la cosa. Y de pronto llegó Barenboim.

¡Ya está este pesado con Barenboim, dirán algunos! Pues miren, la verdad es que no me esperaba gran cosa del maestro dirigiendo a Mendelssohn. En realidad apenas teníamos testimonios discográficos del de Buenos Aires en este repertorio. Con Chicago grabó en los años setenta una interpretación de El sueño de una noche de verano (aún no en CD) que no resultaba particularmente memorable. Luego tiene el Concierto para violín con Perlman (más algunas grabaciones radiofónicas con el maravilloso Znaider) y el Concierto para piano nº 1 con Lang Lang. Y las Romanzas sin palabras que grabó hace ya bastante lustros claro, pero en el terreno sinfónico nada más. Ni una sola de las sinfonías. De hecho sigue sin grabarlas: esta Italiana de la que les hablo procede de la toma radiofónica (que he conseguido a través del grupo de Yahoo “Concertarchive”) que corresponde a un concierto al frente de la Filarmónica de Viena celebrado en la Musikverein de la capital austriaca el 7 de junio de 2009, tan solo tres días después de la velada en los jardines del palacio de Schönbrunn que comenté en este mismo blog (enlace) y que más tarde DG editó en DVD con calidad de sonido mucho más satisfactoria.

Bueno, ¿y cómo es esta Italiana? Pues puro fuego. Fuego controlado. Al borde del descarrilamiento, pero controlado, porque pasarse tan solo un milímetro en Mendelssohn -compositor que exige una arquitectura de perfecto clasicismo- termina pasando factura. Un fuego sincero y abrasador que no es solo el del sol radiante que ilumina las tierras meridionales (ya se sabe: que si la luz y el colorido italianos y todo eso), sino que sale directamente del corazón. ¿Una Italiana germánica? Algo de eso hay, porque las sonoridades son robustas, corpulentas, muy alejadas de la liviandad de otros directores en este repertorio, desde Claudio Abbado hasta el horripilante Thomas Fey, aunque tampoco tienen que ver con el carácter masivo e hipertrofiado de un Karajan: Barenboim tiene muy claro que el asunto no consiste en ofrecer espectáculo sonoro, y además la Filarmónica de Viena, aun sin estar en su mejor momento y patinando en más de una ocasión, sabe cómo conjugar la densidad centroeuropea con ese particularlísimo “terciopelo plateado” que es marca de la casa. En cualquier caso esta Italiana no suena ni brahmsiana ni protobruckneriana: suena a Mendelssohn, solo que a un Mendelssohn más preocupado por la “sustancia” y menos por la belleza apolínea que lo habitual.

El primer movimiento resulta fulgurante ya desde los primeros compases: vigor, entusiasmo y ardor juvenil se conjugan con la atención al matiz, la concentración en el fraseo y la plasticidad en el tratamiento sonoro, toda vez que el peligro de lo cuadriculado queda conjurado. La transparencia es además, como en el resto de la interpretación, un verdadero prodigio. El Andante con moto es lo único que no me ha entusiasmado, quizá porque tengo demasiado en mente lo que en este pasaje hicieron Leppard y Solti en su grabación digital, demostrando que el pulso firme y el rechazo del amaneramiento no están en absoluto reñidos con el vuelo lírico más efusivo. Barenboim no se muestra partidario de la delectación y procura no bajar la guardia, aunque en cualquier caso el resultado es muy hermoso. Toda una revelación el tercer movimiento, particularmente el trío: donde la mayoría de los directores ven una incomparable elegancia, quizá una sugestiva evocación paisajística, nuestro artista nos revela una punzante angustia interior que lleva hasta un clímax rebelde y de dramatismo desgarrador.

Claro que lo más genial llega con el Saltarello: presto. El arranque es demoledor. Jamás he escuchado nada parecido, con semejante garra e ímpetu. El desarrollo, firme e implacable pero de nuevo muy sutilmente matizado, alejado de cualquier rigidez, y desde luego de asombrosa claridad, deja al oyente sin respiración. Sobre todo porque el concepto es distinto de lo habitualmente escuchado. ¿Una tarantela? Pues sí, pero mucho más frenética y hasta furiosa que alegre o chispeante. Al fin y al cabo, ¿no se trataba en origen en una danza destinada a sudar el veneno inyectado por la mordedura del arácnido? Barenboim parece tomárselo al pie de la letra y el resultado no es sino la culminación de todas las tensiones acumuladas a lo largo de la partitura. No creo que nunca director alguno haya logrado en este movimiento una tan increíble fusión de densidad, transparencia, electricidad, elegancia y fuerza expresiva, por contradictorios que puedan parecer estos términos. Los habrá igual de enérgicos, igual de transparentes e igual de ágiles (y desde luego bastante más “alados”, escúchese a Karajan), pero tan perfecta síntesis no la he escuchado nunca.

Algo habrá que decir sobre el resto del concierto. La velada se abría nada menos que con Elliot Carter: Soundings, para piano y orquesta. Página breve pero magnífica que Barenboim, responsable del encargo en sus tiempos en Chicago, interpreta con gran tensión sonora y haciendo sonar a la Filarmónica de Viena con una incisividad que raramente asociamos a tan emblemática formación. Luego venían las Noches en los jardines de España, que conocen aquí una recreación superior a la del día 4 en Schönbrunn, pues a pesar de algunos desajustes el argentino se muestra mejor de dedos y clarifica aún más la orquestación revelando mil y un detalles de la escritura falliana, todo ello sin perder esa particular densidad sonora tan cara al de Buenos Aires. Y para abrir la segunda parte se ofrecía la Pequeña Música Nocturna mozartiana, con resultados parecidos a los logrados en los jardines vieneses: el segundo movimiento, meramente correcto, sigue sin destilar la magia que debe, pero los extremos ofrecen un notable entusiasmo y el tercero ha perdido algo de pesadez sin caer -eso jamás ocurre con Barenboim- en lo liviano o en lo banal. Vamos, un Mozart-Mozart, no el “Mozartito” (la acertada expresión se la he escuchado a otro crítico) que hacen algunos. No hace falta decir nombres. En fin, nueva demostración de que Barenboim, al que por cierto ayer 28 de febrero el gobierno francés le concedió el rango de Grand Officer de la Legión de Honor, es el más grande intérprete musical en activo.

Lamento no poder ofrecerles la dirección de Rapisdhare para bajarse este concierto, porque no está permitido sacar los links fuera del grupo, pero sí me atrevo a sugerirles que, si no lo han hecho ya, se suscriban a Concertarchive (enlace).

El Trío de Tchaikovsky, entre colegas: Capuçon, Soltani y Shani

Si todo ha salido bien, cuando se publique esta entrada seguiré en Budapest y estaré escuchando el Trío con piano op. 50.  Completada en ene...