Interpretativamente me ha supuesto una relativa decepción. Relativa porque, hablando como estamos de uno de los más grandes directores de los últimos lustros, el nivel es alto. Las virtudes de este ciclo, que como era de esperar se atiene en todo a la tradición y se mantiene ajena a las nuevas corrientes interpretativas que ya entonces estaban agitando el panorama, son incontestables. Destaca ante todo el fraseo de que hace gala Sir Colin: natural, flexible, articulado a través de un maravilloso legato que despliega una gran cantabilidad y un lirismo lleno de nobleza de lo más apropiado. No hay la menor caída en la rigidez ni en lo cuadriculado, y aun en los momentos más vibrantes de estas partituras -el final de la Séptima, por ejemplo- la batuta logra evitar lo mecánico y respirar con naturalidad. Hay además buenas dosis de elegancia, de atención al detalle y de comunicatividad, al tiempo que el maestro obtiene de la orquesta un sonido oscuro y empastado muy adecuado para este repertorio.
El problema es que estas versiones son muy “de anciano director”, bastante “otoñales”, lo que significa que no siempre están aquí la garra dramática, la electricidad y el sentido trágico que estas partituras demandan. El pulso decae en más de un momento, mientras que ese equilibrio expresivo tan británico que suele presidir las interpretaciones de Sir Colin le mantienen alejado de esa visceralidad, esa tensión emocional y ese extremo compromiso expresivo que son necesarios para recrear el mundo beethoveniano en toda su grandeza.
Concretando un poco, a su muy clásica y en cualquier caso notable recreación de la Primera le falta algo de ligereza y también de nervio para ser excepcional. Algo parecido le ocurre a la Segunda, a cuyos movimientos centrales, sobre todo al tercero, les vendría bien un poco más de chispa y desparpajo. Hay además algún detalle aislado un punto narcisista. En la Tercera Sir Colin adopta de nuevo una visión clásica, ajena al arrebato pero siempre comunicativa. Lo que ocurre es que aquí las insuficiencias de su punto de vista quedan más en evidencia: al primer movimiento le falta tensión dramática, el segundo resulta algo tristón y al cuarto, siempre tan complicado, no le sabe dar unidad.
De la Cuarta por el contrario nos ofrece una espléndida recreación, directa, honesta, sincera, entusiasta, con el adecuado equilibrio entre rotundidad y elegancia y dotada de esa particular calidez que antes hemos alabado. Sin llegar a lo genial, todo está en su punto justo para redondear una lectura de magnífica ortodoxia. Por desgracia de la Quinta solo se salva el último movimiento, dicho no con arrebato pero sí con calor. Al resto no es ya que le falte garra dramática, sino que se ve aquejado por una evidente blandura, por mucho que en el Andante con moto hayamos de reconocer la nobleza del fraseo.
Mejoran las cosas en la Sexta, de la que se nos ofrece una interpretación elegante pero también entusiasta, dotada de una adecuada robustez y particularmente cálida. A destacar los dificilísimos movimientos extremos, bastante por encima de la media. Al tercero le vendría bien un poco de chispa, mientras que la tormenta, como le ocurre a Barenboim, le suena más atmosférica que electrizante. Muy bien la Séptima. Aunque se pueden echar de menos dimensión filosófica en el segundo movimiento -recreado con lentitud y cierto carácter mortecino- y, en general, algo más de creatividad, Davis modela con plasticidad el cálido sonido de la orquesta y frasea con flexibilidad, cantabilidad y gran belleza, todo ello en una interpretación muy bien paladeada, muy lírica, pero no exenta de la brillantez y el vigor necesarios en los dos últimos movimientos.
La Octava es otra de las decepciones del ciclo, pues aunque el fraseo -no nos cansamos de repetirlo- es noble, cálido y muy natural, al tiempo que la arquitectura está meridianamente expuesta, el enfoque es demasiado otoñal. Al menos en los movimientos extremos, que suenan en exceso suaves, escasos de nervio; los centrales están muy bien, particularmente el tercero, con un trío cálido y desmenuzado de manera admirable.
En la Novena Sinfonía, como era de esperar, lo más convincente es el tercer movimiento, cantado con un admirable lirismo, pero el conjunto de la sinfonía no funciona porque la visión que Davis ofrece es demasiado pacífica y amable: faltan los claroscuros, el desgarro y el sentido trágico que dan sentido a este -ya se sabe- viaje de la oscuridad hacia la luz. Del cuarteto solo se salva quien tiene el papel más irrelevante, la contralto Jadwiga Rappé: Sharon Sweet, Paul Frey y Franz Grundheber realizan intervenciones bastante mediocres. El Coro de la Ópera Estatal de Dresde sí que está espléndido.Hay dos complementos en la edición. Alcanza muy buen nivel la obertura de Egmont, aunque suene con más hondura que garra dramática: solo en el final la batuta alcanza el carácter inflamado y visionario que debe. En la misma línea pero con resultados menos estimables se encuentra la Leonora III, sonada con hermosura pero carente de teatralidad. En resumidas cuentas, un ciclo no del todo convincente pero con suficientes virtudes como para dedicarle algún tiempo a su audición, aunque sea parcial. Esperamos que estas líneas ofrezcan algunas pistas al interesado.
5 comentarios:
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Acabo de enviar un mensaje de prueba y sí ha salido. Al tuyo anterior te contestaré más tarde, con tu permiso.
Parece que ya ha llegado, sí. Aprovechando el error, había hecho unas pequeñas correcciones que al final no han salido, pero lo básico está ahí..., y no tienes que pedirme permiso para responder en el momento que estimes oportuno (o para no hacerlo), faltaría más.
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