Diversas tareas previas a la redacción de este artículo nos han permitido confirmar una triste circunstancia: con la excepción de Primera y Quinta, las siete sinfonías de Sergei Prokofiev (1891-1953) siguen interesando bastante poco. Repasen la programación de nuestras orquestas y notarán su escasa presencia en los atriles. Acudan a la página web www.prokofiev.org y apreciarán el contraste entre las setenta ediciones en compacto en ella contabilizadas de la Sinfonía Clásica o las cincuenta y ocho de la Quinta, por un lado, y las dieciséis de la Segunda o las tan sólo once de la versión definitiva de la Cuarta por otro. Consulten los catálogos discográficos y verán como la mayor parte de las grabaciones se encuentran descatalogadas. Recorran las mejores tiendas y se hartarán de ver repetidos los cuatro o cinco mismos discos de siempre, mientras que el material que usted busca no se encuentra disponible. Y todo ello en el año en que conmemoramos el cincuentenario del fallecimiento de su autor.
Estas sinfonías bien se merecían que el mercado las hubiera puesto de moda, tal y como hizo con las de su compatriota Shostakovich, ciclo ni más interesante que éste ni más inteligible para el aficionado medio. Su interés es elevadísimo, tanto a nivel formal como en el plano expresivo. Hay en ellas muchas soluciones de extraordinaria inteligencia y marcada personalidad, cualidades que no nos deben hacer olvidar que detrás de ellas hay un ser humano cuyas sensaciones y emociones van a volcarse de una manera u otra en los pentagramas. Quizá aquí radique el verdadero problema: que a veces el oyente no logra percibir -o el director no alcanza a descifrar- el mensaje último del autor, el cual no siempre va a estar dispuesto a dejar claras las cosas.
Podemos obtener una visión más precisa si distinguimos en ellas dos grupos diferentes. Por un lado, y sin olvidar la inmediatamente anterior Sinfonía Clásica, tenemos las que compuso a lo largo de su periplo por las culturalmente efervescentes Europa y América de entreguerras: la Segunda en 1925, la Tercera en 1928 y la primera versión de la Cuarta en 1930. Por otro, y tras una significativa pausa de catorce años, aquellas que fueron elaboradas en la Unión Soviética por un compositor más interesado ahora por la confesión personal que por la experimentación formal, en este momento ya nada bien vista por las autoridades: la Quinta en 1944, la segunda versión de la Cuarta y la Sexta en 1947, más la Séptima en 1952; la Sinfonía concertante para chelo y orquesta del último año citado vamos a dejarla aparte.
Sería erróneo considerar la Primera Sinfonía como un mero ejercicio de un joven de veintiséis años con su lenguaje aún por definir: no olvidemos que ya había presentado el Segundo concierto para piano, el Primero para violín y la Suite Escita, obras muy diferentes entre sí pero que nos descubren a un artista de personalidad reconocible y ya maestro en el arte de la orquestación. Así pues, la Sinfonía Clásica se nos revela como la afortunadísima tentativa de quien, teniendo aún frescos sus estudios de la obra de Haydn, decide probar fortuna en la estética del Neoclasicismo que practicarían tantos artistas de la época, de Picasso a Stravinsky pasando por Falla.
No sería por mucho tiempo: el fulgurante desarrollo de las vanguardias invitaba a seguir experimentando. Así, en la Segunda Sinfonía retornaría a una estética de la fuerza, la energía, el mecanicismo y la velocidad relacionada con el Futurismo (y en cierto modo con el Constructivismo soviético), mientras que la Tercera lo muestra adscrito a otro movimiento que alcanza por esta época su mayor difusión, el Expresionismo, dando como resultado una música tan retorcida como el argumento de la magnífica ópera El Ángel de Fuego, cuyo material temático comparte. La Cuarta también procede de una obra escénica, en este caso el ballet escrito para Diaghilev El hijo pródigo. Por desgracia, ni el material de partida es tan interesante ni la reelaboración del mismo -a veces limitada a un simple “corta y pega”- va a estar del todo lograda.
Doce años después de su retorno a la URSS escribiría la Quinta Sinfonía, oficialmente “una obra sobre la grandeza del espíritu humano, un canto de alabanza al hombre libre y feliz”. Claro que una cosa son las declaraciones del autor para no buscarse problemas y otra lo que un oyente atento puede percibir, como explicamos en la página siguiente. Animado por su arrollador éxito realiza una afortunada revisión de la Cuarta que ha llegado a eclipsar, con todo merecimiento, a su versión original. Asimismo emprende la escritura de la Sexta, página que iba a disgustar a las autoridades musicales soviéticas quizá no tanto por el desequilibrio de su estructura -de ahí que haya sido la excluida en nuestra selección forzosamente limitada a seis títulos-, como por su renuncia a la brillantez y su carácter introspectivo, doloroso y pesimista.
Prokofiev tomaría buena nota de tal circunstancia cuando años después escribiera su más accesible -pero sólo en apariencia trivial- Séptima sinfonía, en cuyo último movimiento vuelve a presentarnos una “cabalgada” que va transformando progresivamente su carácter desenfadado por otro cada vez más ácido y grotesco. Pues bien, tras el inesperado y acongojante retorno del melancólico tema del primer movimiento y la pesimista disolución final que le sigue, el autor incluye un breve y forzado “happy ending” que en grabaciones recientes como las de Ashkenazy, Ozawa y Rostropovich se ve omitido. Interrogado este último acerca de la cuestión nos respondió lo siguiente: “Prokofiev me pidió que tras su fallecimiento me encargara de eliminar ese scherzando, pues lo había añadido sólo para asegurarse la obtención del premio Lenin”. Demostración palmaria de que, al igual que Shostakovich, el compositor de Iván el Terrible no dudaba a la hora de ofrecer una imagen de su propia creación que no se correspondía con sus intenciones expresivas más personales y sinceras. A nosotros nos toca, por tanto, sortear las apariencias y desentrañar la verdadera esencia del inolvidable creador.
Sinfonía núm. 1 en Re mayor, op. 25, “clásica”
Movimientos: Allegro/Larghetto/Gavotte: Non troppo allegro/Finale: Molto vivace
Composición: 1916-17
Estreno: Petrogrado (San Petersburgo), 21-IV-1918
Duración aprox.: 15’
Una obra de breve duración, plantilla reducida, diáfano esquema formal y lenguaje perfectamente inteligible que, pese a su sencilla apariencia, resulta terriblemente difícil de interpretar con acierto. En primer lugar, porque exige un gran dominio del lenguaje del clasicismo para alcanzar una elegancia y una transparencia que no estén reñidas con la expresividad ni la conviertan en un mero ejercicio de virtuosismo. En segundo lugar, porque tras su fachada alberga una fuerte dosis de ironía y mala leche que es necesario poner de relieve sin que peligre el equilibrio clasicista. Y todo ello haciendo que suene a Prokofiev.
Sinfonía núm. 2 en Do menor, op. 40.
Movimientos: Allegro ben articolato/Tema y variaciones
Composición: 1924-25
Estreno: París, 6-VI-1925
Duración aprox.: 37’
“Construida a base de hierro y acero” según palabras del autor, esta admirable sinfonía representa mejor que ninguna otra esa imagen de enfant terrible que el Prokofiev juvenil, respirando los cosmopolitas aires de vanguardia del París de la época, ofrecía a su aterrorizado público. Aún hoy siguen desconcertando su aristada escritura y su inhabitual organización en dos movimientos, inspirada en la última sonata para piano de Beethoven. El primero, un breve pero poderoso despliegue de arrolladora brutalidad. El segundo, un tema sorprendentemente lírico y evocador seguido de seis ingeniosas variaciones de diferente signo.
Sinfonía núm. 3 en Do menor, op. 44.
Movimientos: Moderato/Andante/Allegro agitato/Andante mosso-Allegro agitato
Composición: 1928
Estreno: París, 17-V-1929
Duración aprox.: 35’
Esta página no es una mera suite de El ángel de fuego. Y no sólo porque el material extraído de ella se encuentra muy elaborado, sino también porque -según declaraba Prokofiev- dicho material se había ido pergeñando antes de ser incluido en la ópera. Sea como fuere, el poderosísimo sentido plástico y narrativo de nuestro artista nos permite recrear vívidamente las visiones erótico-místicas de Renata, el duelo entre Ruprecht y el Conde, la atmósfera mística e inquietante del convento, la histeria desatada entre las monjas y la irrupción de la Inquisición para poner terrible fin a las desventuras de la atormentada joven.
Sinfonía núm. 4 en Do mayor, op. 112 (versión revisada).
Movimientos: Andante - Allegro eroico - Allegretto/Andante tranquillo/Moderato, quasi allegretto/Allegro risoluto
Composición: 1947
Estreno: Londres, 11-III-1950
Duración aprox.: 42’
Ya dijimos que el resultado de su Cuarta Sinfonía op. 47 dejó bastante que desear (Martinon, Rostropovich y Järvi se cuentan entre los poquísimos directores que han animado a grabar su versión original). Diecisiete años después, con obras capitales como Romeo y Julieta y la Quinta Sinfonía de por medio, realizó una profunda revisión -sobre todo de los movimientos extremos- que cristalizaría en esta magnífica op. 112, añadiendo momentos tan conmovedores como el clímax del primer movimiento, con esa simbiosis tan típica del autor entre arrebato dancístico y desesperación nostálgica, y la cataclísmica disolución final.
Sinfonía núm. 5 en Si bemol mayor, op. 100.
Movimientos: Andante/Allegro marcato/Adagio/Allegro giocoso
Composición: 1944
Estreno: Moscú, 13-I-1945
Duración aprox.: 43’
Se articula esta Quinta sobre un programa parecido al de la de Shostakovich, escrita siete años antes, página que también alcanzó un gran éxito por su lenguaje inteligible y su presunto optimismo adecuado para los tiempos de guerra: dramático y ominoso el primer movimiento, de marcado humor negro el segundo, desolado e hiriente el tercero (nihilista en el autor de La Nariz, más bien melancólico en Prokofiev), y una explosión de júbilo en el cuarto que conduce a un final ambiguo y malintencionado. Repárese en las burlescas figuras de la percusión y el maléfico violín de los últimos compases para corroborar lo que decimos.
Sinfonía núm. 7 en Do sostenido menor, op. 131.
Movimientos: Moderato/Allegretto/Andante expresivo/Vivace
Composición: 1951-52
Estreno: Moscú, 11-XI-1952
Duración aprox.: 32’
Dada la relativa simplicidad de su orquestación, su carácter melódico y la presunta jovialidad y desenfado de su escritura, esta página ha sufrido frecuentes malinterpretaciones y la censura de quienes valoran sólo el progresismo formal e ignoran la inspiración. En fin, e independientemente de hasta qué punto el autor suavizó su lenguaje antes para evitar represalias que por necesidades expresivas, nos encontramos frente a la bellísima prueba de que, tras su imagen de enfant terrible, Prokofiev escondía un alma apasionada y melancólica que, en la recta final de su vida, intentaba en vano atrapar los sueños incumplidos.
DISCOGRAFÍA SELECCIONADA
Sinfonía núm. 1 en Re mayor, op. 25, “clásica” (+Romeo y Julieta, selección)
Orquesta de Cámara Orpheus (1988).
D.G. Classikon, 4394922.
14’ 15’’
DDD
Universal
E
A pesar de la infinidad de grabaciones de que se ha beneficiado, la Sinfonía Clásica pone en evidencia las insuficiencias del actual mercado discográfico. Así, la única versión que el lector podrá localizar de entre las pocas que nos han parecido realmente satisfactorias -veintiuna han sido las escuchadas para la ocasión, algunas tan decepcionantes como las de Koussevitzky y Rozhdestvenski- es ésta de los Orpheus: ágil, animada y luminosa, tocada de manera soberbia, dotada de una transparencia sin igual (a ello ayuda el tamaño de la orquesta) y sólo algo corta en ironía y mala leche. Otras aportaciones destacables, como las de Markevich (Testament) y Previn/Los Ángeles (Philips), se encuentran descatalogadas, mientras que las dos verdaderamente geniales no están en cedé: la de Celibidache (Laser Disc en Teldec) y, sobre todo, la inigualable de Giulini, que conoció una fugaz edición española en compacto a cargo de Salvat y que DG debería rescatar de inmediato. Claro que el sello amarillo prefiere llenar las estanterías de nuestras tiendas con versiones tan discretas como la de Karajan y tan malas como la de Abbado.
Punto y aparte merece la personalísima de Ozawa. Quien esto suscribe la encuentra en exceso grave y distanciada, pero cuantos participaron en una “Discoteca Básica” allá por 1996 (RITMO nº 682) no pusieron reparo alguno frente a sus cuantiosas e indiscutibles virtudes.
Sinfonía núm. 2 en Do menor, op. 40 (+Primera, Tercera y Cuarta Sinfonías, Música incidental para Hamlet).
Orquesta Sinfónica del Ministerio de Cultura de la URSS/Gennady Rozhdestvenski (1962)
Melodiya, 74321-66979-2. 2 cds.
33’
ADD
BMG
E
De las ocho integrales de las que nos consta existencia hemos escuchado cinco. Repasémoslas. Inmerecida difusión ha alcanzado la en principio aparente pero a la postre aburridísima de Walter Weller (Decca): la batuta no es muy clara, se muestra incapaz de mantener la tensión y se queda corta en sentido del color y de los contrastes.
La que el joven Rozhdestvenski grabara en los años sesenta es tan atractiva como irregular y discutible. Reconociéndole su fuerza arrolladora, su conocimiento del lenguaje y su elevada dosis de acidez, ironía y sarcasmo -y dejando a un lado la mediocridad de la toma sonora-, resulta evidente que la orquesta se queda corta, la realización es tosca y la visión que ofrece de Prokofiev peca de tópica y unilateral. ¿Porqué escogemos entonces su Segunda, existiendo lecturas tan soberbias como las de Rostropovich y Ozawa, mucho más perfectas en lo técnico, mejor desmenuzadas y más dispuestas a sacar partido a esos pasajes evocadores y “nocturnales” sobre los que él pasa como una apisonadora? Pues porque su tímbrica descarnada, estridencia sonora y potencia expresiva sientan muy bien a la naturaleza de la sinfonía más “brutal” de su creador. También porque Rozhdestvenski merecía una representación como intérprete emblemático de este repertorio: al fin y al cabo, en posteriores registros de otras obras del autor corregiría sensiblemente las citadas insuficiencias.
Sinfonía núm. 3 en Do menor, op. 44 (+integral de las sinfonías, El Teniente Kijé)
Orquesta Filarmónica de Berlín/Seiji Ozawa (1992)
DG Collectors Edition, 463 761-2. 4 cds.
35’33’’
DDD
Universal
E
Pasando de largo ante la integral de Neeme Järvi para Chandos (sólo le hemos podido escuchar la Sexta, vistosa pero superficial) hemos de reparar en la de Ozawa. En serie barata y beneficiada de una espléndida toma sonora, resulta una muy recomendable opción de compra. Es cierto que, dejando a un lado la peculiar Primera arriba referida, detectamos un par de baches: la algo blanda Cuarta y la frívola y despistadísima Quinta. Por suerte el resto mantiene un alto nivel. La Tercera, un tanto falta de atmósfera, pone de manifiesto sus puntos fuertes: excepcional ejecución de la orquesta, admirable claridad, elevadísimo sentido del color y de las texturas, tensión interna perfectamente planificada, conocimiento del lenguaje y, sobre todo, un encomiable equilibrio entre brutalidad -jamás efectista ni ruidosa- y refinamiento, entre estridencia y belleza sonora.
Sea como fuere, sus versiones no son de referencia absoluta, quizá por mantenerse casi siempre un punto distante en lo expresivo. Sin ir más lejos, existe una Tercera superior a ésta y a las espléndidas de Chailly (Decca) y Rostropovich; y lo es por su fuerza, sensualidad agónica y atmósfera demoníaca, por no hablar de la deslumbrante participación de la Orquesta de Filadelfia. Nos referimos a la descatalogadísima de Riccardo Muti, que Philips podría reeditar en su serie Dúo junto a su muy notable Primera y su irregular Quinta.
Sinfonía núm. 4 en Do mayor, op. 112 (+integral de las sinfonías).
Orquesta Nacional de Francia/ Mstislav Rostropovich (1987)
Warner Classics 0927 49634-2. 4 cds
42’48’’
DDD
Warner
E
Terminamos de repasar las integrales con dos grabadas por la Orquesta Nacional de Francia, antigua de la ORTF. Interesante pero irregular la que con discreta toma sonora registrara Jean Martinon a principios de los setenta, hoy reeditada en dos dobles compactos del sello VOX asequibles a través de Internet; el otras veces magnífico director pasa de mostrarse entusiasta y entregado (Séptima) a quedarse en la superficie (Quinta) e incluso caer en la brocha gorda y el efectismo (Primera, Tercera).
Rostropovich grabó entre 1985 y 1987 la integral más equilibrada y homogénea. Se han escuchado orquestas de superior brillantez, ejecuciones más transparentes y -en contadas ocasiones- batutas de mayor clarividencia, pero el de Baku convence al dotar a las sinfonías de una unidad no siempre apreciable en su aparente dispersión estilística: la que le otorga el conocimiento directo de la auténtica naturaleza del autor, dando como resultado versiones que, sin dejar de ofrecer suficiente extraversión, rusticidad e ironía, resultan marcadamente líricas, efusivas y conmovedoras. Con él Prokofiev nos ofrece su lado más humano y sincero, como se evidencia en esta lectura de la Cuarta en su versión revisada (también se ofrece la original, con buen criterio). Es quizá el punto más alto de un ciclo que, estupendamente grabado y ahora felizmente reeditado en serie barata, es de obligado conocimiento.
Sinfonía núm. 5 en Si bemol mayor, op. 100 (+El teniente Kijé).
Orquesta Filarmónica de Israel/Leonard Bernstein (1979)
Sony Digital Club, SMK 66933.
50’08’’
DDD
Sony Music
M
Una de las interpretaciones preferidas por el autor de estas líneas sigue siendo la que a principios de los noventa retransmitiera Radio Clásica, en un concierto de intercambio internacional, a cargo de Lorin Maazel y la Filarmónica de Viena (su registro con Cleveland, en DG, está mucho menos logrado). Entre las grandes versiones en compacto destaca la altamente creativa de Bernstein de 1979, que mejora sustancialmente la que registrara en Nueva York (Sony). Lentísima, sombría y trágica como ninguna otra, posee un primer movimiento especialmente atmosférico y ominoso y un final tan vibrante como dramático. No tan personales pero igualmente portentosas son las de Leinsdorf (RCA Classical Navigator) y la de Previn/Los Ángeles (Philips), dotadas ambas de una fabulosa toma de sonido. Bochornosamente, las tres se hallan descatalogadas.
Tampoco resultan nada fáciles de encontrar la romántica de Mravinsky (Russian Disc), la sobria e incisiva de Szell (Sony) y la violenta de Rozhdestvenski, no tan perfectas pero sí de elevado interés. Desconocemos más opciones: de las dos docenas que hemos hecho pasar por nuestro reproductor ninguna nos parece equiparable a las referidas (si acaso, la de Rostropovich). ¿Qué hacer, pues? Al lector no hace falta que le digamos nada. A las compañías de discos, sí: si de verdad no quieren ustedes que se haga uso de la copiadora de cedés, no den razones para ello.
Sinfonía núm. 7 en Do sostenido menor, op. 131 (+Primera Sinfonía, El teniente Kijé)
Orquesta Sinfónica de Londres/André Previn (1977)
EMI Red Line,
32’43’’
ADD
EMI
E
Aun sin resultar ninguna de ellas redonda, la Séptima se ha beneficiado de un buen número de espléndidas versiones. Incluso acertó en ella el irregular Ashkenazy en su registro, recientemente reeditado en un doble cedé por Decca (con Primera, Quinta y Sexta mucho menos logradas).
Quizá la lectura más emocionante y profunda, que no la más brillante ni vitalista, sea la de Rostropovich, quien paladea hasta el límite el melancólico tema del primer movimiento y ofrece una disolución final tan acongojante como pesimista. Pero como al violonchelista ya le hemos dado espacio, cedemos el puesto a un excepcional director que ha luchado como pocos por este repertorio.
André Previn no logró completar ninguna de las dos integrales que inició: una en los años setenta con la Sinfónica de Londres para EMI y otra en la década siguiente al frente de la Filarmónica de Los Ángeles para Philips. De haberlo hecho tendríamos quizá la referencia indiscutible. El único registro que de todo ese material puede encontrarse hoy, acoplado con una notable Sinfonía Clásica, es hoy por hoy esta lírica y equilibrada Séptima, menos trágica y más chispeante que la de Rostropovich, en la que pone de manifiesto su técnica excepcional -la claridad es admirable- y su sensibilidad para el color y el ritmo. Sólo es de lamentar, como en su posterior grabación para el sello holandés, que incluya el postizo final feliz.
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Artículo publicado en el número 757, año 2003, de la revista Ritmo.
PS. Este artículo estaba planteado bajo las necesidades de maquetación de la revista Ritmo, y por ello el número de obras con ficha y de las recomendaciones discográficas subsiguientes tenía por fuerza que reducirse a seis. La sinfonía que decidí dejar fuera, con dolor de mi corazón, fue la Sexta.
Por lo demás, el apartado de la discografía ha quedado anticuado, hasta el punto de que la mayoría de las recomendaciones están ya tan descatalogadas que ni siquiera he conseguido la imagen de su portada en la red. No he querido eliminar dicho apartado, pero me permito sugerir a los interesados que acudan a los dos artículos que en fecha mucho más cercana escribí en Filomúsica sobre la cuestión: un comentario sobre la Tercera sinfonía que incluye -al final- valoraciones sobre las diferentes integrales del mercado (enlace), y un texto sobre la discografía en general que complementa el anterior (enlace).