A su poco efectista y muy paladeada Noche en el Monte Pelado (versión Rimsky, por supuesto) le faltaron la electricidad, la fuerza y la aspereza de las muchas grandes y ortodoxas versiones discográficas, incluida la suya propia al frente de la Orquesta de Cleveland, pero a cambio Maazel diseccionó la partitura con verdadera mano maestra e hizo gala de un dominio de la agógica realmente único, buscando siempre la creatividad pero sin caer en lo caprichoso.
Parecidas virtudes e insuficiencias tuvo su lentísimo Romeo y Julieta, solo que aquí la electricidad sólo se echó de menos en la primera secuencia violenta, pues las otras dos fueron progresando de manera irreprochable en la acumulación de tensiones. Los momentos líricos, por su parte, estuvieron muy bien diferenciados: delicado e inocente el primero, voluptuoso, sensual y doliente a más no poder el segundo, al que la batuta flexible de Maazel supo conducir hasta un clímax de verdadero paroxismo. El acongojante acorde orquestal que cierra la partitura fue de esos que no se olvidan
Tras las relativas -sólo relativas- desigualdades de la primera parte se quedó únicamente el mejor Maazel, el director dotado de una técnica prodigiosa, de un olfato musical de primer orden y de un sentido del riesgo que con frecuencia le hace alcanzar lo genial. Y de genial hay que calificar a quien es capaz de dotar a una obra tan de segunda fila como el Homenaje a la Tempranica de Joaquín Rodrigo de una tensión dramática y una densidad espiritual propias de Tristán e Isolda.
Su irrepetible lectura de El aprendiz de brujo me recordó a la de Barenboim con la Orquesta de París: lenta, atmosférica, poco humorística, muy dramática y desmenuzada hasta extremos insólitos. Impagable la orquesta, cuyas maderas estuvieron a la altura de las no escasas demandas de la batuta. De nuevo rutilante la agógica, que Maazel utilizó para hacer cada vez más opresiva la partitura y alcanzar un poderosísimo clímax.
Lo mejor vino al final. Tentado estoy de decir que su interpretación de La Valse fue, con diferencia, la más grande que he escuchado en los años que llevo de melomanía, incluyendo todas las habituales referencias discográficas. Pero sí puedo asegurar que es la más lenta, la más paladeada, la más sensual, la más decadente -en el buen sentido-, la más increíblemente rubateada y, desde luego, la más creativa: en la lectura de Maazel y su fabulosa orquesta se escucharon muchísimas más cosas de las que habitualmente se escuchan. Y qué decir de su sentido del color y de las texturas. Inolvidable.
Ah, por cierto: es verdad que la acústica del Auditori del Palau Les Arts diseñado por Santiago Calatrava es mejorable, pero de ahí a decir que resulta deficiente hay un buen trecho. Y qué arquitectura tan maravillosa desde el punto de vista plástico. Espero estar allí de nuevo en el concierto que Riccardo Chailly, uno de los principales candidatos a la sucesión de Maazel, ofrecerá en abril con la misma orquesta.
2 comentarios:
Tú los has dicho, querido amigo: maravillosa arquitectura desde el punto de vista "plástico", porque desde el punto de vista "práctico" es un auténtico desastre y una chapuza, desde la trama laberíntica a los ascensores que llegan a la nada oscura o a la sala principal en herradura y forrada de azulejos rotos.
Estoy de acuerdo: la egolatría de Calatrava le ha llevado pensar sólo en los aspectos plásticos, para mi gusto maravillosamente resueltos, y a no dejarse asesorar convenientemente en los funcionales. Una pena.
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