Y eso que el comienzo no podía ser peor: el arranque de la obertura de El Murciélago resulta brusco y atropellado, los cambios de tempo son arbitrarios, el vals está dicho a la carrera y la energía que despliega la batuta roza la vulgaridad.
Las cosas cambian radicalmente con la Pizzicato Polka, de la que Barenboim ofrece una interpretación realmente espléndida, muy creativa y matizada, realizada con desparpajo y cierto “cachondeo”, en una línea, eso sí, de humor más “rústico” que elegante, lo que no resulta ningún disparate.
El Vals del Emperador deja ya del todo claras cuáles van a ser las características que marquen el resto del disco: un fraseo y una sonoridad marcadamente sinfónicas, un enfoque extrovertido, tenso y con mucha garra dramática, gran claridad en el entramado orquestal, escaso interés por la belleza sonora propiamente dicha, una evidente falta de delectación melódica y unos rubatos no del todo conseguidos.
En este sentido, la polca Bajo truenos y relámpagos sobresale de nuevo por su fuerza, robustez, empuje y transparencia, pero a la mayoría de los aficionados acostumbrados al estilo digamos “ortodoxo” les faltará un tratamiento más melódico de la cuerda y les sobrará cierta tendencia al decibelio y a subrayar los efectos de la percusión.
De El Danubio Azul Barenboim ofrece una lectura de magnífico trazo pero no muy creativa y, a la postre, un tanto rutinaria. Mucho mejor está la Annen-Polka, un descubrimiento por su enfoque sinfónico, su creatividad y su humor socarrón: en el Concierto de Año Nuevo no le saldrá tan bien como aquí.
Lo más discutible del disco viene con la Marcha Radetzky, a la que Barenboim devuelve su carácter militar borrando toda chispa y elegancia y prestando mucha más atención que de costumbre a la percusión. El resultado no convence, pero tales son la fuerza y la claridad de esta realización (se escuchan muchas cosas generalmente inadvertidas) que es difícil descalificarla.
En los Cuentos de los bosques de Viena nuestro artista se muestra mucho menos creativo y más apegado a la ortodoxia, pero su incapacidad para mantenerse en el estilo (habría que preguntarse qué es eso del “estilo” en una música de baile literalmente reinventada en la sala de conciertos) el resultado termina siendo impersonal y poco seductor: aburre. Ágil y espiritosa es sin embargo la Tritsch-Tratsch Polca, generosa con los decibelios y quizá más ruidosa de la cuenta.
El disco se cierra con la música más floja, una Marcha egipcia en la que Barenboim parece creer firmemente, pues ofrece de ella una lectura de mucho empuje y vitalidad, aunque de nuevo sin esa chispa elegante y un tanto frívola que, lo queramos o no, todos estamos esperando en este repertorio.
¿Disco malo? En absoluto. ¿Discutible? Pues sí, incluso a veces claramente fallido. Pero también distinto y, en ocasiones, revelador. Supongo que afirmar tales cosas hará que muchos se rían de mi ignorancia. Lógico, pero que conste que yo también me río a mandíbula batiente de las cosas que últimamente he leído por ahí del Strauss de Barenboim. Faltaría más.
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