Pocas veces he disfrutado tanto en la ópera como en el estreno español de Die Schweigsame Frau el pasado sábado 3 de octubre en Sevilla. Y no es porque la representación, aun siendo en general muy buena, resultara particularmente memorable, sino porque rara vez se tiene la oportunidad de descubrir en directo (yo sólo había escuchado un par de grabaciones sin el libreto por delante, lo que equivale a no enterarse de nada) una obra tan deliciosa. No es de lo mejor de Richard Strauss, desde luego, pero tampoco le tiene nada que envidiar a otros títulos tardíos mucho más conocidos, como pueden ser Arabella o Capriccio.
La línea argumental, como se ha repetido hasta la saciedad en la prensa, es muy similar a la de Don Pasquale: el viejo gruñón que desea casarse con una modosa jovencita, el sobrino rechazado, la amada de éste haciéndose pasar por la candidata ideal para el anciano, y el hombre de confianza del señor de la casa -un barbero, en este caso- que termina confabulándose con los enamorados para darle una lección al protagonista de la trama. Hasta las tipologías vocales correspondientes son muy parecidas.
Sobre este enredo de -por otra parte- tan larga tradición teatral y operística, Stefan Zweig escribió un libreto admirable no ya por su sentido del ritmo, sino ante todo por su capacidad para el matiz: los personajes distan de resultar esquemáticos, y no es difícil compartir con la joven Aminta sus remordimientos a la hora de hacer sufrir a Sir Morosus, anciano ciertamente obcecado a la hora de desposar a una mujer que sepa guardar ese silencio que, por problemas médicos, él tanto necesita, pero caballero mucho más honesto, más tierno y más humano que el citado Don Pasquale.
Sobre este estupendo libreto, un Richard Strauss de setenta años recoge el espíritu de su juvenil Till Eulenspiegel y elabora una partitura fresca, bulliciosa y animada, llena de sentido del humor, riquísimamente orquestada (por momentos se escuchan ecos de Don Quixote o de la mismísima Salomé), como también lírica y extremadamente emotiva cuando las circunstancias lo requieren, que no es solo en los momentos de ternura entre los dos tortolitos, sino también en los requiebros amorosos del anciano hacia la joven y en la tristísima derrota de éste tras descubrir en su reciente esposa a la más terrible de las torturadoras.
Magnífica la producción escénica, una coproducción de las óperas de Viena y Dresde a cargo de Marco Arturo Marelli, a la sazón también escenógrafo e iluminador. En un espacio escénico reducido al interior de una especie de torre o faro (Sir Morosus fue marino), desaprovechando quizá en exceso los laterales del escenario, se desarrolla una acción increíblemente bien planificada en todos sus detalles, con una soberbia dirección de actores que, sin caer nunca en la confusión, sabe trasmitir todo el bullicio de las escenas en la que participa la troupe de actores a la que pertenece Henry, el sobrino, y que le ayuda a desarrollar su vengativa farsa. El tratamiento del personaje del barbero manipulador (a medio camino entre el sevillano Fígaro y el Malatesta donizettiano) estuvo además muy en la línea de la commedia dell’arte, lo que me pareció un acierto.
Pero también sabe el director de escena suizo atender a los aspectos más sombríos de la obra, inyectar patetismo allí donde resulta conveniente y otorgar a los personajes una rica dimensión. Todo ello enriqueciendo la escena con gran cantidad de detalles inteligentes, como pueden ser las candilejas colocadas en la embocadura del escenario al iniciar la compañía de actores su cruel farsa teatral, o las maquetas de barcos que permiten a Sir Morosus ensoñarse con su pasado irrecuperable, barquitos que la falsa Timidia (Aminta en realidad) borrará del mapa y que volverán a la escena en el muy poético y emotivo desenlace de la obra.
La dirección de Pedro Halffter fue en general espléndida, aunque hubo relativas desigualdades. Le faltó quizá un punto más de chispa, incisividad y mordacidad, por lo que los actos primero y tercero, que no conocieron caída de tensión, que sonaron con irreprochable idioma y en los que no hubo el menor exceso, se quedaron “simplemente” en lo muy bueno. Por el contrario, en los pasajes líricos ofreció el director madrileño un altísimo grado de emotividad y sinceridad, apoyando en este sentido la profundización en la humanidad de los personajes. El acto II alcanzó así, en manos de Halffter, cotas straussianas verdaderamente excelsas.
Muy notable, por lo demás, la claridad obtenida del complejo entramado orquestal, así como el equilibrio de los numerosos pasajes polifónicos, solo estropeados por los chillidos de Elena de la Merced, una cantante a la que he admirado durante años pero a la que alguien debería rogarle de una vez que controle su registro sobreagudo.
Fue precisamente el equipo de cantantes, aun siendo muy digno, lo menos satisfactorio de la representación. De los discos que he escuchado a Franz Hawlata tengo un recuerdo muy borroso, por lo que no sé si el cantante bávaro ha venido a menos o ha sido siempre así. Es decir, un bajo tan “poco bajo”, con un registro grave de semejante pobreza (lo que le causó serias dificultades el final del segundo acto), no muy variado en lo expresivo y con tendencia al engolamiento. Cumplió, sin más, en el rol protagonista de Sir Morosus.
Julia Bauer se mostró más cerca de lo ligero que lo lírico, lo que le facilitó las cosas para ofrecer la faceta terrible de su (fingido) personaje pero la dejó algo corta a la hora de mostrar el verdadero retrato de Aminta. Su sobreagudo, por lo demás, es más bien justito, y el uso de los reguladores me parece excesivamente parco.
Su enamorado Henry estuvo encarnado por Bernhard Berchtold, tenor lírico-ligero de voz preciosa, correcta técnica y enorme musicalidad. Más que notable el barítono Klaus Kuttler, quien de manera inteligente, y al contrario de lo que suelen hacer ciertos cantantes de la tradición bufa, supo reconocer que una cosa es ofrecer en lo escénico una caricatura más o menos payasesca de su personaje y otra muy distinta la de renunciar a la belleza de la línea canora; sus numerosos pasajes en parlato (que están en la partitura, ojo), estuvieron resueltos de manera irreprochable.
Muy bien los secundarios, desenvolviéndose todos ellos de manera soberbia en su faceta teatral merced a una dirección de actores -debemos insistir en ello- realmente modélica. A la ya citada Elena de la Merced, más que digna pese a lo anteriormente dicho, hay que unir los nombres de Barbara Bornemann (ya madurita: la tuvimos en Sevilla en el Holandés del 92), Karolina Gumos, Alfredo García, Felipe Bou y Pavel Kudinov, redondeando un equipo canoro que osciló entre lo más que correcto y lo muy bueno.
Cierto es que no hubo nada realmente brillante en lo vocal en esta velada sevillana, pero la circunstancia para mí importó poco, porque La mujer silenciosa no me parece una ópera de voces, sino de conjunto, en la que lo decisivo no es la participación individual de los cantantes sino el funcionamiento de las direcciones musical y escénicas. Y en Sevilla funcionaron ambas de manera admirable.
El público del Maestranza reaccionó con un entusiasmo considerable para tratarse de una función de estreno, y más aún teniendo por delante una ópera prácticamente desconocida. Pero lo mejor no fue eso, sino escuchar desde la butaca el manifiesto regocijo de los melómanos ante las diferentes situaciones que se ofrecían en el escenario.
A la salida abundaban los rostros radiantes de quienes, como el autor de estas líneas, se habían hecho más felices descubriendo una excelente ópera excelentemente servida. Como excepciones, reconocimos el ceño fruncido del frente anti-Halffter (¿o es más bien anti-PSOE?), empeñado -como otras veces- en transmitir una imagen de gris discreción de lo que ha sido, abiertamente, un triunfo del Maestranza. Y no solo del teatro sevillano, sino también -y sobre todo- de Strauss y Zweig. Y ahí está el secreto, en el triunfo de los autores, de en qué consiste una gran noche de ópera.
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