La recreación que escuché en Murcia se parece bastante en lo conceptual a las dos editadas en compacto: ortodoxa en el mejor de los sentidos, diríamos que canónica, en una línea antes clásica que romántica. Esto no significa poco variada en lo expresivo o escasa de tensión, en modo alguno, sino perfectamente equilibrada entre expansión lírica, dramatismo y vitalidad; entre belleza sonora –extraordinaria– y contenido, entre el respeto a la forma y la subjetividad interpretativa. Por eso mismo, se podrán preferir otros enfoques más radicales y visionarios, como el que plasmó en compacto su íntimo amigo Itzhak Perlman asimismo con Barenboim en su registro de 1986, como también habrá quien eche de menos el humanismo increíble de Menuhin, pero en su línea resulta una referencia.
Dicho todo esto, hay que reconocer que el violín de Zukerman, aun espléndido, no ha estado en Murcia a la celestial altura de su lectura de 1977. Pero no tanto por las relativas imprecisiones técnicas que delatan su edad –algunos miembros de la orquesta agachaban la cabeza cuando el maestro metía la pata, aunque a mí y a la mayoría de los melómanos estas cosas nos importan tres pimientos–, como por algo que empezó a quedar patente hace ya bastante tiempo, que es una cierta pérdida de inspiración por parte del artista. Pérdida que se ha visto compensada por una ganancia no poco importante, que es su categoría como director: sin la personalidad poderosísima de un Barenboim, pero con más garra que Mehta, nuestro artista ofreció una dirección no ya inmaculada sino sencillamente espléndida, que en lugar de plantear la oposición entre orquesta y solista ahondando en el carácter más trágico de la música –como hacía el de Buenos Aires–, establecía un diálogo equilibrado y ajeno a claroscuros, más terrenal que trascendido –el segundo movimiento podía haber ofrecido aún más poesía– pero muy bien tensado, emotivo y de enorme belleza. Clasicismo es, nuevamente, el término apropiado. La orquesta, que incluía algunos espléndidos solistas, se mostró a muy buen nivel.
Menos bien la Cuarta de Brahms. Ya desde un arranque lineal, sin magia alguna, quedó en evidencia que Zukerman no sintoniza con la partitura. Pero que nadie piense que se trata de un violinista metido a director: sus espléndidas recreaciones de Haydn, o su filmación televisiva de la Sinfonía nº 5 de Mendelssohn, por no hablar de su reciente disco con música de Elgar y Vaughan Williams, nos hablan de un notable maestro. Simplemente, no posee afinidad con este repertorio al ponerse en el podio. Ni la orquesta le sonó a Brahms, ni la expresión sintonizó con ese particular lirismo agridulce, tierno y lleno de humanidad que caracteriza al compositor hamburgués. Tampoco se apreció mucha flexibilidad en la agógica, ni la suficiente atención al peso de los silencios. Sí que hubo decisión, garra dramática y mucha fuerza expresiva –en algunas frases los violonchelos parecían salir ardiendo–, además de un empuje dionisíaco muy interesante en el scherzo, pero en semejante obra maestro todo esto no es suficiente.
Resumiré de la siguiente manera: un 9 para Beethoven, solo un 7 para Brahms. Pero yo he cumplido mi ilusión de ver a Zukerman, así que me doy por satisfecho.