Llevaba meses sin escuchar ópera, pero ayer jueves quise seguir en directo la filmación ofrecida por el Maestranza de la tercera de las cuatro funciones que ofrece de Così fan tutte, genial título que vuelve a la ciudad de la Giralda después de aquellas inolvidables representaciones de 1995 con dirección de Klaus Weise –el Mejor Mozart que ha hecho la Sinfónica de Sevilla– y puesta en escena de Luc Bondy. Me parece acertadísimo el empeño –logístico, y entiendo que también económico– realizado por el teatro sevillano para realizar este streaming. En primer lugar, porque no se puede dejar que todo el trabajo hecho quede reservado a la cifra ridícula de doscientos espectadores –les aseguro que la densidad de ocupación del espacio en nuestras aulas de enseñanza secundaria es muchísimo mayor– para cada una de las representaciones que establece la última normativa de la pandemia que nos ha tocado sufrir. Y en segundo lugar, porque no podemos dejar que la cultura del espectáculo se muera: es necesario divulgar las artes escénicas, difundir lo que se hace y lo que se debe seguir haciendo, crear vínculos entre quienes han de quedarse encerrados en su casa –aquí en Jerez de la Frontera también estamos atrapados– y ese mundo al que no se debe renunciar. La pandemia no ha de conducirnos a un deterioro de nuestros hábitos culturales. La retransmisión on-line no debe, no puede bajo ningún concepto, ser sustituto de nada, sino un incentivo para que podamos recuperar a corto plazo el disfrute de la música y el teatro en vivo.
Aplausos también al Maestranza y a todo su equipo, desde por el director Javier Menéndez hasta el último de los trabajadores pasando por los artistas, por materializar esta producción propia bajo las circunstancias que estamos atravesando –y con el inconveniente de tener que recortar la partitura por culpa del toque de queda–. Solo por eso, porque la idea se haya convertido en realidad, todos ellos se merecen nuestra más absoluta admiración, independientemente de que los resultados, lastrados por las limitaciones derivadas de la pandemia, nos hayan gustado más o menos. En mi caso, adelanto ya la valoración: excelentes las dos hermanas, buen nivel en el resto de los cantantes, foso de menos a más y puesta en escena poco afortunada.
Me faltan palabras para describir el entusiasmo que me ha producido Vanessa Goikoetxea enfrentándose a un rol tan temible como el de Fiordiligli. Y eso que su timbre no tiene nada en especial. Pero su instrumento tiene carne y peso, resulta por completo adecuado y se encuentra modelado por una técnica formidable: ahí están esos graves abisales –sin importantes cambios de color–, esos agudos estratosféricos, esos intervalos disparatados y esas agilidades que el cabrón de Mozart ideó para definir un personaje con el que hace burla de las convenciones de la “opera seria” desplegando toda esa misma artillería pesada que le es propia a aquella, pero con el que al mismo tiempo mira hacia una nueva manera de entender el arte canoro. Goikoetxea hace lo uno y lo otro: puede con el maldito “Come scoglio” –coloratura no impresionante, pero intensidad expresiva a tope– y vuela con emotividad tan lacerante como sincera en el sublime “Per pietà”. Además es guapa –en la regie iba de Audrey Hepburn–, se mueve bien en escena y resulta convincente como actriz. Bravísima.
Aplausos también para Maite Beaumont, aunque debo confesar que a mí su concepción de Dorabella me pareció un poquito vulgar, más marujona que dama, más “echada pa’lante” que de voluptuoso erotismo. Pero cantar, lo que se dice cantar, esta señora canta estupendamente. Fue la otra gran triunfadora.
Buen nivel medio el de los otros cuatro cantantes, aunque solo eso. Del tenor Xabier Anduaga quiero destacar lo muy apropiado de su instrumento –mucho antes lírico que ligero, menos mal– y la excelente proyección de su voz, así como la intensidad expresiva que inyectó en su complicado personaje. Ahora bien, intensidad no siempre significa idoneidad. A mí su fraseo no me convence para Mozart, al menos para “Un aura amorosa”, que me pareció fuera de estilo, poco matizada en las dinámicas y carente de sensualidad, delicadeza y ensoñación. Mucho más adecuado me pareció su temperamento para “Tradito, schernito”: ahí sí que estuvo a la altura de las circunstancias.
Simon Mechlinski convenció como Guglielmo: apreciable medios canoros, proyección típicamente eslava –a mí eso no me molestó– y buena sintonía con un personaje mucho más unilateral, con menos pliegues que el de Ferrando. Su “Non Siate Ritroso” fue uno de los números amputados para la ocasión, pero en “Donne mie” pudo dar buena cuenta, ya que no de mucha picardía, sí de un considerable empuje expresivo.
Buena voz, apreciablemente esmaltada, la de Natalia Labourdette, quien desplegó excelencia técnica en una Despina que, por fortuna, no fue nada pizpireta ni soubrette. Otra cosa es que, siempre a mi entender, se le escaparan los recovecos del personaje, lo que puede tener que ver tanto con un trabajo poco acertado junto al director musical como con el muy poco convincente retrato escénico que proponía el regisseur.
El punto débil estaba en Roberto de Candia, no ya por un ligero desgaste vocal que no me pareció en absoluto molesto, sino por su manifiesta inexpresividad musical, a lo que se unen unas escasísimas dotes teatrales y, nuevamente, un discutible enfoque por parte del director de escena: Don Alfonso, quizá el personaje clave de toda la genial dramaturgia pergeñada por Mozart y Da Ponte, sencillamente no existió en esta función. Al menos el cantante dio las notas y cubrió el expediente.
Comenzó mal la Real Sinfónica de Sevilla, sin carne ni redondez, particularmente por una cuerda ácida y carente de empaste. Estoy convencido de que parte de la culpa la debieron de tener las circunstancias de la pandemia –supongo que los músicos debieron de tocar separados entre sí, tal vez en ubicaciones muy desacostumbradas para ellos–, y considero probable que las cuestiones técnicas de la transmisión pudieron tener que ver también. Pero me parece no menos claro que la era Axelrod ha hecho mella en una orquesta que ha ido muy a peor, y que la batuta de Iván López-Reynoso tuvo poco tiempo, o tal vez poca capacidad, para trabajar con la formación hispalense a fondo, lo que por necesidad ha de notarse en una música, la de Wolfgang Amadeus, que necesita una depuración sonora extrema: cualquier fallo de ejecución queda mucho más en evidencia que en otros repertorios. En cualquier caso, a medida que fue transcurriendo la velada se produjo una considerable mejoría, que ya se pudo apreciar, tras un descanso de quince minutos en el que no se dejó al respetable salir a estirar las piernas, en un segundo acto en el que la ROSS logró salvar el tipo.
En lo que a la cuestión expresiva se refiere, López-Reynoso demostró un muy buen conocimiento del idioma mozartiano, al menos dentro de una óptica “tradicional renovada” a medio camino entre un Marriner y un Mackerras, aunque sin claras influencias HIP. El joven maestro mexicano, independientemente de los problemas de la orquesta, supo ofrecer en su discurso fluidez sin precipitación, agilidad ajena a lo pimpante, naturalidad y equilibro sin descuidar el sentido de los contrastes. Se quedó corto en calidez, en sensualidad y en picardía, como también en vuelo poético, al tiempo que en más de un momento incurrió en la falta de transparencia, por no decir barullo. Lógicamente, su capacidad para transmitir tuvo mucho que ver con sus propias limitaciones técnicas y con las de la orquesta: seguro que no fue casualidad que la excelencia llegara con el final del primer acto y que a lo largo del segundo fueran mucho mayores sus aciertos que sus insuficiencias. Del Coro de la A.A. de Amigos del Teatro de la Maestranza poco puedo decir por la brevedad de sus intervenciones, que encima tuvieron que desarrollarse fuera de la escena.
Un teatro público tiene la obligación de dar la oportunidad a los nuevos valores locales. Pienso que el Maestranza de Pedro Halffter tardó demasiado en ofrecer algo, El dictador de Krenek, a un Rafael R. Villalobos que ya contaba con un buen currículo en otras latitudes. Por eso mismo me parece óptimo que Javier Menéndez le haya invitado a abrir temporada levantando esta coproducción con el Teatro Calderón de Valladolid. Ahora bien, no puedo compartir la idea, que me consta que hay quienes sostienen por ahí, de que haya que escribir solo cosas buenas sobre él "porque sí", porque es joven y de Sevilla. No señor: hay que exigirle lo mismo que a cualquier otro regista que pase por nuestros escenarios. Su propuesta para Krenek en Sevilla me gustó mucho, pero su Orfeo de Gluck en el Villamarta me pareció pretencioso e irritante. Como este Così.
Pretencioso porque Rafa pretende montar su propio hilo conductor –a partir de una canción de Barbra Streisand que con su melifluo canto abre el segundo acto– sobre una dramaturgia que ya en el original es absolutamente perfecta. La cosa no va del paso de la niñez a la edad adulta, ni de nada parecido. Tampoco de la crueldad, como intentó hacernos creer Michael Haneke con su pedantísima propuesta “¿Quién teme a Virginia Wolf?” para el Teatro Real. Mozart y Da Ponte nos hablan de algo tan sencillo y al mismo tiempo tan complejo como la naturaleza del ser humano, con sus grandezas y con sus miserias, de la necesidad de asumir estas últimas y de, a la postre, el fracaso que en realidad somos todos. La negrura acecha en cada esquina de la partitura y del libreto. Nicholas Hynter lo logró plasmar de maravilla en su soberbia producción –DVD imprescindible en Opus Arte–. También se puede hacer de otras formas, claro está, pero formular una idea ajena para convertir al director escénico en el protagonista de la dramaturgia es algo que en este título funciona fatal.
Irritante porque esta producción es de las que molestan y marean. Coreografías continuas –de un conjunto de criadas– sin ton ni son. Proyecciones de niños jugando que nos hacen perder la concentración en algunos momentos clave. Iluminación tristona. Escenografía y vestuarios –del propio Villalobos– más bien desafortunados. Una cosa es tener poco presupuesto y otra muy distinta poner una cortina como la que puso. Desde el punto de vista plástico aquello resulta frío, muy frío.
Los personajes no están bien definidos. Ya lo dije con respecto a Don Alfonso, un tipo de lo más vulgar –ni filósofo, ni mefistofélico ni tan siquiera un viejo descreído– deambulando por la escena sin intención alguna. Y de Despina, que aquí resulta ser una madame más o menos sado en sus ratos libres. Pero las dos parejas tampoco son quienes tienen que ser. Mozart y Da Ponte las definen de manera magistral en un juego escénico-musical de primerísima magnitud. Villalobos dirige a los cantantes con atención para que no pequen de rigidez escénica –misión imposible con De Candia–, pero no logra insuflar alma a los personajes. Tampoco parece captar la impostura de Fiordiligli en “Come scoglio” –al contrario: al soltarse la melena parece hasta más sincera– ni captar adecuadamente el romance –el único verdadero– que surge entre esta y Ferrando. La presencia de las suegras sobra. El juego con el kitsch le funciona bastante mal, todo lo contrario que a Doris Dörrie (¡no se pierdan su vídeo con Barenboim!). Y la escena final se encuentra francamente mal resuelta: cojan ustedes el libreto, escuchen la música y luego vean si lo que hace Villalobos tiene algún sentido. Rafa tiene muchas cosas que hacer y que decir, porque guarda talento, pero a mí esta propuesta me ha convencido tan poco como la del Orfeo. Lo siento.
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