Agradezco de todo corazón al Teatro de la Maestranza que tuviera la gentileza de invitarme al recital que, en coproducción con el Festival de Música Antigua de Sevilla, ofreciera Jakub Józef Orliński con Il Giardino d’Amore, un programa a base de conciertos para violín de Vivaldi y arias de Haendel que coincide parcialmente con un disco que los artistas habían grabado hace pocos años. Reconozco ahora que no debía haber aceptado: tenía que haber “olido la tostada”, pero fui incapaz de olerla. En parte porque el acompañamiento que los polacos realizaban en la grabación me parecía expresivamente digno, solo eso, y en parte –ahí está mi error– porque atribuí el desagradable sonido del conjunto al desacierto de los ingenieros del sello discográfico. Pero vayamos por partes.
Orliński me parece un muy buen contratenor. La pasta vocal y técnica resulta muy sólida: homogeneidad –algún cambio de color muy puntual en el grave–, apreciable proyección en la sala, buen legato, agilidades brillantes que saben no caer en lo mecánico y, sobre todo, un maravilloso dominio tanto de la respiración como de los reguladores. No me importó que en el aria Sento in seno –la única vivaldiana– la emisión sonara un poco velada. Expresivamente se mostró centrado y musical, de manera particular en las páginas más recogidas. Y ya está. Todo esto es mucho, y por ello se merece grandes aplausos, pero tampoco me parece que sea el no va más, que es lo que un público enfervorecido hasta el delirio pareció declarar. Hay otros compañeros contratenores, no pocos, que lo hacen igual de bien. Unos poseen voces más bellas, otros son capaces de destilar mayor emotividad, los hay quienes optan por la vía de extremar ensoñación y sensualidad, hay quien cae en la afectación… Quise preparar el concierto escuchando estas mismas arias con otras voces y, ciertamente, caben muchas posibilidades que podrán gustar más o menos según lo que cada uno ande buscando. Orliński se disfruta, pero me parece a mí que se le está sobrevalorando de manera muy evidente.
En cuanto a la manera en que se comportó frente al respetable, a mí me gustó. Él sabía a lo que venía, y la gente también. Simpatiquísimo, dicharachero, comunicador a más no poder, se movió por el escenario como esas folclóricas de “mi público me ama, pero yo amo a mi público más todavía". También me recordó al “Emcee” del musical Cabaret en versión de Sam Mendes: haría estupendamente el maravilloso papel.
Lo que a mí me molestó profundamente es lo que corresponde a la parte instrumental. Los polacos me han parecido una imitación mala de Il Giardino Armónico, empezando por el propio nombre del conjunto. El grupo de Giovanni Antonini arriesgó mucho en su momento. Supo reivindicar en el Barroco factores tan importantes como la acentuación de los claroscuros, la aspereza, las descargas de electricidad, las pasiones extremadas, la ruptura del discurso y la fantasía a la hora de ornamentar, aun a costa de dejar a un lado otros ingredientes no menos importantes como son el vuelo lírico –a veces transformado en afectación y cursilería por culpa de Enrico Onofri–, la sensualidad tímbrica, el vuelo melódico o (¡nada menos!) la elegancia, esa misma que durante tantos años fue patrimonio de I Musici. La revolución de la praxis interpretativa ha sido tan grande, y se ha encontrado tan bien acogida por un público receptivo al efecto inmediato y satisfecho por distanciarse de los “rancios” y “acomodaticios” melómanos tradicionales, que esas maneras no solo se han impuesto, sino que han generado seguidores mucho más radicales. Como conviene subirse al carro, si se posee menos talento lo que corresponde es extremar los signos de identidad. Y eso es justo lo que encontré la noche del sábado.
Creo que el acompañamiento a Orliński fue pasable, por momentos incluso bueno. Estos señores no tocan mal y, de manera incuestionable, conocen el estilo. No solo eso, los de Cracovia aman esta música, la tocan (¡todo el tiempo!) de memoria y le ponen ganas al asunto. Pero en lo que a los conciertos de Vivaldi repito las mismas palabras que escribí en una breve entrada anterior: una de las cosas más extremadamente feas, desagradables, antimusicales y pretenciosas que jamás haya escuchado, en vivo o en disco. Las aplico especialmente a las intervenciones, muy numerosas y con evidente afán de protagonismo, del violinista Stefan Plewniak. No se trata de torpeza, aunque desafinara todo lo que quisiera y más, sino de una voluntad muy consciente: que su sonido y su fraseo resultaran hirientes al oído, que la línea melódica se quebrara a la menor oportunidad, que las dinámicas fueran un perpetuo tobogán, que la agresividad resultara constante y que se alcanzase tal velocidad –daba igual merendarse notas– que el público se levantara de su asiento. Viejos, viejísimos trucos que siempre le funcionaron a los malos músicos. ¿Saben ustedes a quien me recordó? ¡A Leopold Stokowski! Cuanto más feo y más exagerado suene todo, mucho mejor.
Me lo decía ayer mismo una persona que se dedica –con cuerda de tripa y mucho conocimiento histórico– a la interpretación musical: “nos estamos cargando el Barroco”. Pues eso.
Les invito a leer las reflexiones de mi amigo Antonio Pérez Villena, que comparto al cien por cien.
Ah, la foto es de la web oficial del divo.