PS. Había muchas erratas en el texto. Ya están corregidas. Mil perdones.
Hay personas que defienden la necesidad de que la crítica musical se atenga estrictamente a criterios objetivos, digamos que “mensurables”. Estoy en desacuerdo. Más bien son los más claramente subjetivos los que nos acercan a la verdadera esencia de la música, que es algo que, como decía Celibidache, se encuentra detrás de las notas. Otra cosa muy distinta es el terreno de la historia y de la musicología, disciplinas ambas absolutamente imprescindibles para entender la creación musical: ahí sí que hay que atenerse al “método científico”. Pero para atrapar “lo otro”, con esto no basta. Hay que recurrir a la percepción subjetiva del sujeto, que es nada menos que una por cada ser humano. Peor aún: muchas por cada persona, porque lo percibido puede ser muy distinto según el día y la hora.
En cualquier caso, convendrán ustedes conmigo de que hay un no sé qué indefinible, pero por completo perceptible para una sensibilidad más o menos desarrollada, que hace que unas determinadas músicas o interpretaciones muevan sin remedio a la indiferencia, y otras sean mayoritariamente consideradas magistrales. Es el caso de los Nocturnos de Chopin por Claudio Arrau, grabados por el inolvidable maestro en septiembre de 1977 y marzo de 1978. Habrá quienes prefieran a Rubinstein –no es mi caso–, estarán los que consideren a Barenboim a la misma altura –tampoco es el mío, aun gustándome muchísimo lo que aquí hacen esos dos artistas–, pero nadie podrá negar que lo del pianista chileno es sublime.
¿Entonces? Pues lo dicho antes: poesía. Nada más, nada menos. Y ya que nos movemos en el terreno de lo inefable, vamos a ello. Arrau alcanza el más perfecto equilibrio entre belleza y dolor, pero no restando fuerza a cada uno de estos dos elementos hasta alcanzar una suerte de clasicismo, sino potenciándolos: he ahí el milagro. Como lo es aportar mil y un matices en la agógica sin que se quiebre el discurso. Y todavía hay más: sabe ser otoñal sin caer en la languidez, la autoconmiseración o el narcicismo.
Recuerdo bien la primera vez que escuché este registro: fue en El Escorial en una cinta de casete que había comprado en Madrid, allá a mediados de los noventa. Yo ya tenía la de Barenboim, años más tarde pude escuchar la realización de Pires –en directo y en disco– y finalmente llegué al registro estereofónico de Rubinstein. Creo que lo hice –de manera involuntaria– al revés. Quien se acerque a la obra tiene que empezar por el clasicismo intemporal, elegantísimo de Rubinstein para luego, conociendo bien estas maravillosas piezas, descubrir con Arau hasta qué punto se puede extraer poesía de ellas. Y luego uno tiene dos opciones. Quien quiera extasiarse hasta el límite con la brisa nocturna, la luz de la luna y la belleza melódica, enriquecerá su visión con la belleza suprema de Maria João. Por el contrario, quienes prefieran renunciar al goce sensual y concentrarse en el dolor, ahí tienen a Barenboim. Pero el chileno siempre será el mayor intérprete de esta música, por mucho que no se puedan “cuantificar” sus valores.
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