Afirma el señor Lara que “difícilmente podemos compartir ideas que no pertenecen más que a un mundo interior: en este género no estamos escribiendo poesía”; reivindica “detalles concretos que hagan más deseable una que la otra, más allá de la "expresividad", la "musicalidad", "el alma" u otros conceptos inconcretos que me recuerdan a la "intensidad" en los deportes: un comodín que todo lo explica sin decir gran cosa”. Entiendo perfectamente estas reflexiones, pero no lo comparto. Intentaré explicar por qué.
¿Qué diferencia en esos aspectos “objetivos” a Claudio Arrau de Daniel Barenboim, pongamos por caso? Aparte de la mayor densidad del sonido del de Buenos Aires, creo que muy poco, pero son artistas muy diferentes en lo expresivo. Y grandísimos los dos, en mi opinión.
Pensemos ahora las sinfonías de Brahms por Barbirolli, por Böhm y por Giulini, todos ellos al frente de la misma orquesta, la Filarmónica de Viena. Me parecen tan maravillosas como radicalmente distintas entre sí: dramático el primero, marmóreo el segundo y enternecedoramente humanístico el tercero. Calificativos estos que algunos encontrarán inconcretos, insuficientes, quizá hasta ridículos, pero en los que muchísimos melómanos coincidimos. Y a algo ha de deberse semejante coincidencia. Por descontado, podemos y debemos hablar de si uno de estos señores hace sonar a la cuerda más aterciopelada (¿otro epíteto en exceso difuso?), el otro resulta mucho menos flexible en la agógica y el de más allá recurre a unos tempi muy dilatados (aquí sí, podemos usar algo tan científico como un cronómetro). Pero creo que lo que realmente importa está más allá y solo puede ser concretado, y por ende transmitido a los demás, con esos términos todo lo escurridizos que se quiera, pero muy significativos para la mayoría de los mortales.
Otro ejemplo: a Furtwängler se le suele calificar como “director filósofo”. ¿Y qué diantres es eso? Pues no lo sé, pero es algo que una enorme cantidad de aficionados vemos con claridad tanto en su época “de guerra” como en la última etapa de su carrera, muy distintas entre sí en lo formal y también en lo expresivo, pero todas ellas dichas desde un mismo prisma que solo puede ser calificado mediante esa “poesía” que el señor Lara rechaza, como seguramente lo hagan la mayoría de los intérpretes. Lógico y natural: la visión de los músicos por fuerza tiene que ser distinta de la de las personas que nos sentamos en el patio de butacas. De hecho, un maestro como Barenboim ha señalado repetidamente la imposibilidad de concretar con palabras la experiencia auditiva más allá de valores puramente musicales, aunque luego él mismo ha escrito sobre el arte de Furt –perdónenme que cite memoria– que éste es trágico en el mismo sentido de la tragedia griega, es decir, en la necesidad de descender hacia el abismo como ineludible camino hacia la redención. ¿Ven ustedes? Si no es de esta forma, es muy difícil describir la esencia del arte del inolvidable maestro alemán más allá de su flexibilidad en el tempo o del sentido orgánico del fraseo.
Lo diré de otra manera: los músicos –y también algunos críticos– suelen fijarse en los árboles, pero algunos melómanos preferimos ver el bosque. Y a cada uno el bosque nos puede causar una impresión muy diferente, por mucho que analicemos botánicamente cada uno de sus árboles. En fin, sé que mis palabras no podrán convencer a quienes sostienen opiniones divergentes, pero al menos he intentado hacer comprender mi postura.