Con la
Anna Bolena que ha ofrecido los días 8 y 10 de diciembre
–estuve en la función de ayer sábado– y aún ha de presentar el martes 13 y el
viernes 16, el
Teatro de la Maestranza ha ofrecido uno de los más redondos
espectáculos líricos de toda su historia. Y también la oportunidad de escuchar
una labor canora verdaderamente memorable, de esas que hacen historia: la recreación que de la desdichada
protagonista del título de
Gaetano Donizetti realiza
Angela Meade.
No es la aún joven
soprano californiana una recreadora de primerísima categoría. Le falta un punto de intensidad dramática, de atención a los pliegues
psicológicos, de intencionalidad y de variedad expresiva. Pero estamos ante una voz que es pura crema, y ante una
línea que logra aunar una perfección estilística intachable con una belleza
canora difícilmente superable. Hay que irse a las muy grandes para escuchar un
legato así, tan mórbido y sensual; un fraseo tan amplio
–imprescindible aquí un absoluto control de la respiración–, tan atento a los
grandes arcos melódicos, dicho con tanta lógica y naturalidad; unos filados tan
mágicos y acariciadores; una sensibilidad tan grande en los matices, un uso tan
sensato de los reguladores y un gusto tan exquisito cantando. No hay en ella
asomo de narcisismo, ni languideces ni desmadres en la ornamentación (como ocurre con algunas sopranos mucho más afamadas y queridas por cierto tipo de
público, dicho sea de paso). Y en la escena final –quizá la música más inspirada de este
desigual título– Meade puso toda la carne en el asador y se implicó en lo expresivo para ofrecer quince minutos sublimes incluso para
quienes, como un servidor, solo se entusiasman con eso de “el canto por el
canto” cuando hay alguien con enorme talento sobre la escena. Ha sido el caso.
Magnífica
Ketevan Kemoklidze. La mezzo georgiana
no posee una voz lo suficientemente amplia en el registro grave para Giovanna
Seymour, y además su virtuosismo no es tan extremo como el de su colega, pero
iguala a esta en sensibilidad, en clase y en estilo, y la supera en el aspecto
expresivo: su recreación no fue solo muy hermosa, sino también muy intensa y
adecuadamente atenta a las contradicciones del personaje. Es además muchísimo
mejor actriz, lo que beneficia de manera considerable su labor..
A mi paisano y amigo
Ismael Jordi le encontré con poco fuelle en la primera
escena, particularmente en la cabaletta, pero a partir de ahí se fue centrando,
hizo gala de sus hermosísimas medias voces, ofreció también gran intensidad
dramática –nada de distanciamiento
aristocrático– y destiló
las mejores esencias belcantistas en un “Vivi tu” memorable.
Simón Orfila tuvo
que apechugar con el ingrato –difícil pero sin lucimiento– papel de Enrico, y lo
hizo con esa voz muy sonora pero de emisión un tanto peculiar que algunos
aficionados discuten; sea como fuere, su encarnación del monarca tuvo arrojo y
potencia expresiva. Dignísimo el Smeton de
Alexandra Rivas, voz no muy
interesante pero intérprete sensible. Ese veterano y gran profesional que es
Stefano Palatchi sonó mucho, mas no siempre bien.
Manuel de Diego redondeó con
solvencia el elenco.
Las excelencias canoras no hubieran servido de mucho si el del foso hubiera sido
uno de esos batuteros que se creen que en este repertorio vale con llevar tempi cómodos para los
cantantes.
Maurizio Benini estuvo atento a las voces, yo diría que
atentísimo, respiró con ellas y galvanizó los resultados con mano maestra. Pero
no se limitó a eso, ni a hacer sonar estupendamente a la
Sinfónica de Sevilla y a sacar buen partido del
Coro de la A. A. del Teatro de la Maestranza,
sino que además ofreció un Donizetti modélico. El que pocos hacen. El asunto consistió en dejarse de
rigideces metronómicas, evitar darse prisa por aquello de que no decaiga la
tensión –que no lo hizo, aunque habrá quienes prefieran enfoques más
electrizantes–, y en hacer frasear a la orquesta como pide la música, es decir, modelando las frases con amplitud, con una cantabilidad para derretirse,
pensando en grandes líneas melódicas, en tensiones muy cuidadosamente
planteadas, en dinámicas matizadísimas, en empastes aterciopelados… Es decir,
hizo en el foso lo mismo que Meade sobre el escenario. La empatía fue absoluta.
Los resultados, memorables.
Me gustó mucho la propuesta escénica que, llegada desde Verona, se debía nada
menos que a
Graham Vick. A medio camino entre lo naturalista y lo conceptual,
como también entre lo tradicional –aquí incluso convencional, en el
peor sentido del término– y lo imaginativo, el regista británico vuelve a
demostrar su capacidad sacar petróleo de libretos imposibles –guardo estupendo
recuerdo de su
Curro
Vargas en la Zarzuela– ofreciendo ideas de gran clase –el cristal roto a
través del cual la protagonista intuye la boda de Enrico con Giovanna– y
algunas otras algo más discutibles, pero siempre con buen sentido del
ritmo teatral. Encontró plena complicidad con la luminotecnia de
Giuseppe
di Iorio
y la escenografía y el imaginativo vestuario de
Paul Brown a la hora de conseguir unos
resultados
plásticos espectaculares, circunstancia que podrán ustedes
calibrar en las
magníficas fotografías que me ha prestado
Julio
Rodríguez.
En fin, para qué seguir: no lo duden y, sin tienen medios
para hacerlo, desplácense a Sevilla a escuchar alguna de las dos últimas
funciones. Esta
Bolena es algo fuera de lo común.