No tiene mucho sentido repetir lo que ya han explicado estupendamente los blogueros -cito por orden de intervención-
Atticus,
Maac,
Titus y
Mocho. Tampoco voy a insistir en mi adoración por Plácido Domingo, que dejé bien clara en la anterior entrada (
enlace). Ofreceré tan solos unas pinceladas sobre esta
Thaïs que ha presentado el Palau de Les Arts en producción de la Ópera de Gotemburgo, subrayando antes que la función que presencié fue la última de todas, la del 15 de abril, y que por ende la progresión del tenor madrileño en su aprendizaje del rol de Athanaël, que precisamente ha debutado en Valencia, alcanzó en esta velada su punto más alto, extremo que me fue confirmado por una persona que asistió a un buen número de representaciones.
En gran medida el éxito de la velada vino por parte de Patrick Fournillier. Coincido con todos en que el maestro francés se pasó un tanto en decibelios, pero su recreación del irregular título massenetiano -para qué engañarnos, la única gran música que hay aquí es la sublime
Meditación- estuvo llena de fuerza, vida y convicción, independientemente de que aún se pudiera haber pedido un punto más de morbidez y refinamiento en el fraseo. La Orquesta de la Comunidad Valenciana le sonó mucho mejor que a su titular Omer Weller la noche anterior, en una
Tosca de infumable recuerdo de la que hablaré próximamente. Excelente los solos de violín y arpa a cargo de Stefan Eperjesi y Cristina Montes. Impresionante, como casi siempre, el Coro de la Comunidad.
Me gustó Plácido, claro, pero no en toda la velada: en el primer acto le encontré rígido y monocorde en lo expresivo, no tan preocupado por el matiz como por dar las notas correctamente, cosa que no consiguió toda vez que en registro grave dejó muy claro que nunca será un barítono. Hasta ahí, un fiasco, porque además los aspectos más siniestros del personaje -al fin y al cabo un verdadero fundamentalista religioso- quedaron desdibujados. Pero en el segundo acto apareció el gran Domingo, con su timbre de siempre (¡a semejante edad!), un fiato aun suficiente, un legato bellísimo y una enorme calidez expresiva. Al contrario de lo que algunos pudieran pensar, matizó bastante las dinámicas. Y nada de tendencias veristas, por cierto: su francés no es precisamente modélico, pero el estilo de canto tuvo toda la morbidez y distinción que Massenet reclama, sin subterfugios de cara a la galería. Algunas frases -la despedida de Thaïs al finalizar el primer cuadro del tercer acto- fueron de una belleza verdaderamente sublime. Si le pasa como con su Simon Boccanegra (observen la enorme progresión entre las grabaciones de Levine primero, Barenboim después y Pappano finalmente), dentro de un tiempo el tenor madrileño ofrecerá una recreación mucho más equilibrada, sólida y emocionante que esta -ya muy interesante- de Valencia. ¡Bravo!
Bien e incluso muy bien Malin Byström, voz atractiva e intérprete esforzada, y hubiera estado aún mejor si no hubiera pegado un horroroso chillido al finalizar el primer acto. En cualquier caso el rol titular es mucho antes central que agudo (no lo digo yo, lo dice la Fleming, genial intérprete de la cortesana), así que la soprano sueca pudo hacer gala de su notable instrumento y buen cantar. Su atractivo físico le ayudó bastante en escena. Menos interesante Paolo Fanale, que cantó en estilo pero sin proyectar bien la voz: o mejora en este sentido o no tiene mucho que hacer en la ópera. Muy bien el resto, destacando un más que notable Gianluca Buratto como Palémon; mucho mejor que, por ejemplo, el veterano Alain Vernhes en la filmación del Metropolitan de Nueva York con Fleming y Hampson (Decca, 2008).
Y ya que sacamos a colación al Met, la producción que hemos visto en Valencia me ha parecido muy superior a la del coliseo neoyorquino. Coincide con ésta en la traslación de la acción hasta fechas recientes -primera mitad del XX en la propuesta de John Cox, segunda mitad del XIX en la que viene de Gotemburgo-, pero acierta mucho más en el tratamiento de escenografía y vestuario, voluntariamente sobrecargados y excesivos (más obvio de la cuenta lo de las dunas a base de senos). La decadente atmósfera finisecular (
Thäis se estrenó en 1894) a medio camino entre el simbolismo y el modernismo me pareció lograda. Se sacó además un excelente partido de la plataforma giratoria a la hora de plasmar la travesía por el desierto del monje Atanaël y de la cortesana -aquí actriz de prestigio- reconvertida a la vida espiritual; y no chirrió ésta en absoluto, al contrario de lo que al parecer ocurrió en otras noches.
No me convenció tanto que la directora de escena Nicola Raab mezclase una narración naturalista con elementos más bien conceptuales, porque el equilibro no estaba conseguido y algunos planteamientos resultaban ininteligibles. En cualquier caso el saldo final fue positivo y salimos todos -o eso creo- más que satisfechos. Éxito indiscutible para Les Arts.